Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Oh, Ayla, cuánto me alegro de que nos unamos al mismo tiempo! –exclamó Deegie–. Será muy divertido hacer planes contigo. Pero tú volverás aquí y yo me iré para construir un albergue nuevo. El año que viene te echaré de menos. Sería muy emocionante saber cuál es la primera en recibir la bendición de la Madre. Debes sentirte tan feliz, Ayla...
–Creo que sí –respondió la muchacha. Y sonrió, aunque su corazón no compartía aquella sonrisa.
Deegie se extrañó por su falta de entusiasmo. Por algún motivo, Ayla no parecía tan entusiasmada tras su Promesa como ella. También Ayla se extrañó. Quería sentirse feliz, pero sólo experimentaba el dolor de la esperanza perdida.
Durante la conversación generalizada, Ayla y Mamut se escabulleron hacia el Hogar del Uro para dar los últimos toques a los preparativos. Cuando estuvieron listos, volvieron por el pasillo, pero el anciano se detuvo en la sombra, entre el Hogar del Reno y el del Mamut. La gente se había distribuido en pequeños grupos, plenamente absortos en la conversación. El chamán esperó a que nadie estuviera mirando en su dirección. Entonces hizo una seña a Ayla y ambos avanzaron rápidamente hasta la zona ceremonial, permaneciendo ocultos entre las sombras hasta el último momento.
Mamut, sin que nadie reparara al principio en él, se irguió silenciosamente delante del hogar, cerca del biombo. Mantenía la capa cerrada ante sí, con los brazos cruzados contra el pecho y los ojos aparentemente cerrados. Ayla estaba sentada a sus pies, con la cabeza inclinada y las piernas cruzadas; ella también tenía una capa sobre los hombros. Los otros, al descubrirlos allí, experimentaron una sensación extraña. Nadie les había visto llegar: estaban allí, simplemente. Todos se apresuraron a buscar un sitio en donde sentarse, llenos de expectación y entusiasmo, ya preparados para el misterio y la magia del Hogar del Mamut y curiosos con respecto a la nueva ceremonia.
Pero antes, Mamut deseaba afirmar la existencia del mundo espiritual, para mostrar la realidad sublimada del mundo del conocimiento, en donde él se movía, a quienes lo conocían sólo de oídas o quizá por los resultados. El grupo guardó silencio. El sonido de las respiraciones cobró volumen, junto con el chisporroteo del fuego. El aire móvil era una presencia invisible que se filtraba por los respiraderos, gimiendo con una queja ahogada. Tan gradualmente que nadie se dio cuenta de cómo sucedía, el viento gemebundo se convirtió en un zumbido monótono; luego, en un cántico rítmico. Cuando las personas allí congregadas unieron sus voces, acrecentando el tono ondulante con armonías naturales, el viejo chamán inició un movimiento de danza oscilante, casi como si se meciera. Entonces el ritmo se acentuó con el tambor tonal y el repiqueteo de una sonaja que parecía hecha con varios brazaletes entrelazados.
De pronto, Mamut arrojó a un lado su capa y se irguió delante de su público, totalmente desnudo. No tenía bolsillos, mangas ni pliegues secretos donde pudiera ocultar nada. Imperceptiblemente, pareció crecer ante su vista; su presencia reverberante y translúcida colmaba el espacio. Ayla parpadeó, aun cuando sabía que el viejo chamán no había cambiado. Si se concentraba podía distinguir la silueta familiar del anciano, con su piel floja y sus miembros flacos; pero resultaba difícil lograrlo.
Cuando él se redujo a su tamaño normal, parecía haber absorbido aquella presencia reverberante, lo que hacía que su silueta se recortara envuelta en cierto resplandor y pareciera así más grande de lo habitual. Mamut extendió las manos abiertas hacia adelante. Estaban vacías. Dio una palmada y unió las manos. Permaneció un momento con los ojos cerrados, inmóvil, pero pronto comenzó a temblar, como si luchara contra una fuerza muy poderosa. Poco a poco, con gran esfuerzo, apartó las palmas. Entre ellas apareció una forma indefinida, negra. Más de un espectador se estremeció al verla. Producía la sensación indescriptible, el olor de lo maligno, de algo infecto, repugnante, horrible. Ayla sintió que se le erizaba el pelo de la nuca y contuvo el aliento.
A medida que Mamut iba separando las manos, la forma crecía. Del grupo sentado emanaba el olor acre del miedo. Todo el mundo se estiraba hacia delante, cantando con una intensidad tremebunda; la tensión, dentro del albergue, era casi insoportable. La forma se fue oscureciendo, se hinchó, se retorció con vida propia..., tal vez la antítesis de la vida. El viejo chamán temblaba por el esfuerzo. Ayla se concentró en él, temerosa de que sufriera algún daño.
Sin previo aviso, la muchacha sintió que algo la atraía. De pronto se encontró con Mamut, en su mente o en su visión. Ahora veía con claridad; al comprender la magnitud del peligro, quedó horrorizada. Él estaba manejando algo que quedaba más allá de las palabras y de la comprensión. Mamut la había atraído a sí, tanto para protegerla como para contar con su ayuda. Mientras él se esforzaba por dominar aquella cosa, Ayla le acompañaba, sabiendo y aprendiendo al mismo tiempo. Cuando él impulsó las manos para unirlas, aquella forma se hizo más pequeña; la muchacha comprendió entonces que él la estaba rechazando para que regresara a sus orígenes. Cuando las palmas llegaron a juntarse, en la mente de Ayla sonó una explosión semejante a un trueno.
Había desaparecido el mal. Mamut acababa de expulsarlo. Ayla comprendió que había convocado a otros espíritus para que le ayudaran a luchar contra aquella cosa. Percibió vagas siluetas de animales, espíritus guardianes: el Mamut, el León Cavernario, tal vez hasta el Oso Cavernario, el mismo Ursus. De pronto se encontró de regreso, sentada en una esterilla, contemplando al anciano, que era de nuevo el viejo Mamut. Estaba físicamente cansado, pero sus capacidades mentales se habían acentuado, afinadas por aquel enfrentamiento de voluntades. También Ayla parecía ver con más claridad, y percibió que los espíritus guardianes todavía estaban presentes. Ahora estaba ya iniciada como para saber que el propósito del chamán había sido apartar cualquier influencia maléfica que pudiera haberse hecho la remolona para poner en peligro la ceremonia. Si alguna había, fue atraída por el mal que él convocara y expulsada al mismo tiempo que éste.
Mamut hizo una seña pidiendo silencio. El cántico y los tambores cesaron a un tiempo. Era hora de que Ayla iniciara la ceremonia con la raíz del Clan, pero el chamán quería subrayar la importancia de la colaboración de todo el Campamento cuando, llegado el momento, sus miembros rompieron de nuevo a cantar. Dondequiera que les condujese el rito de la raíz, el sonido de sus voces habría de servirles de guía para regresar.
En el expectante silencio de la noche, Ayla comenzó a marcar una rara serie de ritmos con un instrumento distinto de todos los que ellos conocían. Era exactamente lo que parecía: un gran cuenco de madera, tallado de una sola pieza y vuelto boca abajo. Ella lo había traído de su valle; resultaba sorprendente, tanto por su tamaño como por el uso que de él hacía. En las estepas, secas y batidas por el viento, no crecían árboles que alcanzaran tamaño suficiente como para hacer un cuenco así. Ni siquiera en el valle del río crecían árboles de aquel tamaño, a pesar de las inundaciones periódicas. En cambio, el pequeño valle en donde ella había vivido quedaba al abrigo de los vientos más crueles y estaba regado tan abundantemente como para nutrir algunas grandes coníferas. Una de ellas había sido derribada por el rayo y Ayla había tallado una copa en un trozo del tronco.
Ayla utilizaba un palillo de madera pulida para producir el sonido. Aunque podía obtenerse cierta variación tonal golpeándolo en distintos lugares, no era un instrumento de percusión propiamente dicho como el resonante tambor de cráneo o de escápula; estaba hecho más bien para marcar el ritmo. Los del Campamento estaban intrigados; sin embargo, no era su tipo de música y, en consecuencia, no se sentían plenamente identificados con ella. Los sonidos rítmicos que la muchacha le arrancaba tenían un carácter muy exótico. Empero, tal como ella esperaba, creaban una atmósfera adecuada, evocadora de los sentimientos del Clan. Mamut se sintió abrumado por los recuerdos del tiempo pasado con las gentes del Clan. Los golpes finales no produjeron la sensación de cosa terminada; por el contrario, crearon cierta expectación, anticipaban algo suspendido en el aire.
El Campamento no sabía a qué atenerse, pero cuando Ayla arrojó su capa y se puso en pie, todos quedaron sorprendidos por los dibujos que le cubrían el cuerpo; eran círculos de color rojo y negro. Exceptuando algunos tatuajes faciales, característicos de quienes componían el Hogar del Mamut, los Mamutoi no se decoraban el cuerpo, sino la ropa. Por primera vez tuvieron conciencia de que Ayla provenía de una cultura diferente, tan extraña que no llegaban a comprenderla. No se trataba simplemente de una túnica de estilo diferente, de la elección de unos colores predominantes, de la preferencia por un determinado modelo de lanza, ni siquiera de un lenguaje diferente. Correspondía a un modo de pensar distinto, pero era posible reconocer que se trataba al menos de un pensamiento humano.
Todos observaron, fascinados, mientras Ayla llenaba de agua el cuenco de madera que había dado a Mamut. Luego la vieron coger una raíz seca que no habían visto y comenzar a masticarla. Al principio fue difícil, pues era vieja y estaba endurecida, había que escupir el jugo en el cuenco, sin tragar nada. Ante las dudas de Mamut con respecto a la eficacia de la raíz, después de tanto tiempo, Ayla le había explicado que, probablemente, sus efectos serían más potentes.
Al cabo de un rato, que pareció muy largo (ella recordó que la primera vez también había tenido la misma impresión), escupió la pulpa mascada y el resto del jugo en el cuenco de agua. Lo revolvió con el dedo hasta obtener un líquido blanco, acuoso. Cuando le pareció que había adquirido el punto adecuado, entregó el cuenco a Mamut.
Con el sonido de su propio tambor y de su sonaja de brazaletes, el chamán marcó el ritmo correcto que debía mantener el Campamento. A continuación indicó a Ayla, mediante una señal, que estaba listo. Ella se sentía nerviosa; su anterior experiencia con la raíz estaba asociada a recuerdos desagradables. Repasó mentalmente todos los detalles de la preparación y trató de memorizar todo lo que Iza le había dicho. Hizo todo lo posible para que la ceremonia resultara lo más aproximada a los rituales del Clan. Luego de indicar a Ma-mut que estaba preparada, éste se llevó el cuenco a los labios y tomó el primer sorbo. Cuando hubo bebido la mitad del cuenco, dio el resto a Ayla, que bebió la otra mitad.
El sabor mismo era ancestral; recordaba el arcilloso cieno de las profundas y umbrosas selvas primordiales, de árboles gigantescos y singulares, por cuyo dosel de verdor se filtraba el sol y la luz. Ayla comenzó a sentir casi inmediatamente los efectos. Se apoderó de ella una especie de náusea, acompañada de una sensación de vértigo. Las paredes del albergue giraban a su alrededor una y otra vez, su vista se fue nublando; su cerebro parecía expandirse, quedarse presionado en la cabeza. De pronto, el albergue desapareció. Se encontró en otro sitio, en un lugar oscuro. Estaba perdida, tuvo un momento de pánico. En seguida tuvo la sensación de que alguien le tendía una mano. Entonces notó que Mamut estaba en el mismo lugar. Fue un alivio encontrarle, pero Mamut no estaba en su mente, como Creb en la ocasión anterior; tampoco parecía dominar la situación, a diferencia de Creb. Se limitaba a permanecer allí, en espera de lo que iba a acontecer.
Débilmente, como si los otros estuvieran dentro del albergue y ella en el exterior, Ayla oyó los cánticos y el retumbar de los tambores, concentrándose en el redoble de éstos. Se acercó a aquel ruido. Ejercía un efecto reconfortante. Le servía de punto de referencia, le producía la sensación de no estar sola. La proximidad de Mamut también ejercía una influencia tranquilizadora, aunque ella hubiera preferido la potencia de aquella mente que le había indicado el camino en la ocasión anterior.
La oscuridad, al volverse gris, se tornó luminosa; luego, iridiscente. Percibió un movimiento, como si ella y Mamut estuvieran volando de nuevo sobre el paisaje. Pero no distinguía en él detalles que pudiera reconocer: sólo la sensación de ir pasando a través de la nube opalescente que les envolvía. Poco a poco, al aumentar la velocidad de su desplazamiento, la nube fue condensándose en una fina película con los rielantes colores del arco iris. Ayla se deslizaba por un largo túnel translúcido, cuyas paredes semejaban el interior de una burbuja; la velocidad era cada vez mayor. Iba en línea recta hacia una luz blanca, cegadora como el sol, pero helada. Lanzó un grito, pero no se produjo sonido alguno. Y de pronto penetró brutalmente en la luz, atravesándola.
Se hallaba en un vacío profundo, negro y frío, que le resultaba espantosamente familiar. Ya había estado en él una vez, pero en aquella ocasión Creb la había encontrado, sacándola de allí. Muy vagamente, sintió que Mamut aún estaba con ella, pero comprendió que no podía ayudarla. El cántico del Campamento era tan sólo una opaca reverberación. Ayla tuvo la certidumbre de que, si dejaba de oírlo, jamás hallaría el camino de regreso. Sin embargo, no estaba segura de querer regresar. En aquel lugar no había sensaciones ni emociones: sólo una ausencia que la hacía percibir su confusión, su doloroso amor y su desesperada infelicidad. El vacío negro era aterrador, pero no parecía peor que la desolación que experimentaba en su interior.
De nuevo percibió un movimiento. La negrura se desvaneció. Volvía a estar en otra nube neblinosa, aunque diferente: era más densa, más espesa. Cuando la nube se deshizo, apareció ante ella un panorama que no tenía sentido alguno. No se trataba del paisaje suave y natural que conocía. Estaba lleno de formas y siluetas desconocidas; aunque su aspecto fuera casi normal, estaban constituidas por superficies planas y líneas rectas y por grandes masas de colores intensos, sobrenaturales. Algunas cosas se movían con celeridad, o tal vez fuera sólo en apariencia. Ayla ignoraba la causa, pero no le gustó el lugar. Luchó por apartarse de allí, por huir cuanto antes.
Jondalar había observado a Ayla mientras bebía el brebaje; arrugó el ceño, preocupado, cuando la vio vacilar, palidecer. La muchacha se tambaleó unas cuantas veces, y terminó por derrumbarse en el suelo. También Mamut se había desplomado, pero no era raro que el chamán rodara por tierra cuando se trasladaba al otro mundo, en busca de espíritus, con o sin la ayuda de alguna preparación.
Tendieron a Mamut y a Ayla de espaldas, mientras el cántico y los tambores continuaban sonando. Jondalar vio que Lobo trataba de llegar hasta la muchacha, pero alguien le retuvo. El joven comprendía muy bien lo que sentía el animal. También él quería correr hacia Ayla, y hasta miró de soslayo a Ranec para ver cómo reaccionaba. Pero los del Campamento no parecían alarmados; por tanto, Jondalar no se atrevió a interferir en el ritual sagrado. En cambio, se unió al cántico. Mamut había insistido en que era importante.