Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–Sin duda deseaba mucho ser mujer –comentó Nezzie–. Tal vez no robó la fuerza vital de ninguna mujer. Es posible que naciera en un cuerpo que no le correspondía. A veces ocurre.
–Pero ¿tenía dolor de vientre durante el tiempo lunar? –preguntó Deegie–. Así es cómo se sabe quién es mujer.
Todo el mundo se echó a reír.
–¿Tienes dolor de vientre durante el tiempo lunar, Deegie? Si quieres, puedo darte algo que te alivie –dijo Ayla.
–La próxima vez quizá te lo pida.
–Una vez que tengas un hijo ya no te molestará tanto, Deegie –aseguró Tronie.
–Y mientras estás embarazada no tienes por qué preocuparte por usar lanas absorbentes que después no sabes dónde tirar –agregó Fralie–. Eso sí, no ves la hora de tenerlo –añadió sonriendo al rostro dormido de su hijita, pequeña pero saludable, mientras secaba la leche que le caía por la comisura de la boca. De pronto miró a Ayla, llena de súbita curiosidad–. ¿Qué usabas tú cuando estabas..., cuando eras jovencita?
–Tiras de cuero blando. Dan resultado, sobre todo si hay que viajar, pero a veces las doblaba o las rellenaba con algo: lana de cordero, piel o plumón de aves. En ocasiones, con pelusilla de algunas plantas. Hasta ahora no había probado el estiércol seco de mamut, pero también da resultado.
Mamut tenía la habilidad de disimular su presencia a voluntad, de modo que las mujeres se olvidaban de él y hablaban con una libertad que no habrían sentido delante de otros hombres. Ayla, empero, era consciente de su presencia y notaba que él la estaba observando en silencio. Por fin, cuando la conversación perdió interés, se dirigió otra vez a Latie.
–Dentro de poco querrás buscar un sitio para tu comunión personal con Mut. Presta atención a tus sueños: ellos te ayudarán a encontrar el lugar adecuado. Antes de visitar tu altar personal, deberías ayunar y purificarte, saludando siempre en las cuatro direcciones, hacia el submundo y hacia el cielo; harás ofrendas y sacrificios, sobre todo si necesitas Su ayuda o Su bendición. Eso será más importante que nunca cuando quieras tener un hijo o cuando descubras que vas a tenerlo, Latie. Entonces deberás ir a tu altar personal y quemar un sacrificio para Mut, una ofrenda que suba a Ella con el humo.
–¿Cómo sabré qué ofrecerle? –preguntó Latie.
–Puede ser algo que encuentres o algo que tú fabriques. Ya sabrás si es lo adecuado. Siempre lo sabrás.
–Y si quieres a un hombre en especial, también puedes decírselo a Ella –agregó Deegie, con una sonrisa de conspiración–. No sé cuántas veces le pedí a Branag.
Ayla echó una mirada a su amiga y resolvió averiguar más sobre los altares personales.
–¡Hay tanto que aprender! –se admiró Latie.
–Puedes pedir ayuda a tu madre y también a Tulie –dijo Mamut.
–Nezzie me ha pedido que este año actúe como Mujer Vigía –comentó Tulie–, y he aceptado, Latie.
–¡Oh, Tulie, cuánto me alegro! –exclamó la jovencita–. Así no me sentiré tan sola.
La jefa sonrió al ver la satisfacción que expresaba.
–Bueno –apostilló–, no todos los años hay una mujer nueva en el Campamento del León.
Latie frunció el ceño, concentrada en sus pensamientos. Por fin preguntó, con voz suave.
–Tulie, ¿cómo es eso? Lo de la tienda. Esa noche.
La jefa intercambió una mirada con Nezzie y sonrió:
–¿Es que eso te preocupa?
–Sí, un poquito.
–No te preocupes. Ya te lo explicarán todo y sabrás qué puedes esperar.
–¿Se parece a lo que hacíamos jugando Druwez y yo, cuando éramos niños? Él rebotaba con tanta fuerza contra mí... Creo que trataba de parecerse a Talut.
–No tanto, Latie. Ésos eran juegos de niños: imitabais a los adultos. Erais muy jóvenes, demasiado jóvenes entonces.
–Es cierto, éramos muy jóvenes –reconoció Latie, que se sentía ya mucho mayor–. Aquéllos eran juegos para niños. Dejamos de hacerlo hace mucho tiempo. En realidad, ya no jugamos a nada. Últimamente, ni Danug ni Druwez me dirigen siquiera la palabra.
–Ya querrán acercarse a ti –aseguró Tulie–. No lo dudes, pero recuerda que ahora no debes hablar demasiado con ellos y nunca a solas.
Ayla alargó la mano hacia la gran bolsa de agua que pendía de una correa de cuero de una percha, sujeta a un pilar de sustentación. Estaba hecha con un estómago de un ciervo gigante, un megacero, curtido de modo que mantuviera su impermeabilidad natural. Se llenaba por la abertura inferior, que se plegaba y se cerraba herméticamente. Para formar un canal vertedor, se ataban los bordes de la abertura a un hueso naturalmente ahuecado, en el que se había practicado una ranura alrededor del extremo, a la que se ceñía un cordón.
Ayla retiró el tapón (una tira estrecha de cuero, pasada por el hueco y atada en un mismo lugar varias veces) y llenó de agua el cesto impermeable que utilizaba para hacer su infusión especial de la mañana. Luego volvió a poner el tapón de cuero. La piedra calentada al rojo siseó y soltó vapor al caer en el agua. La joven movió el líquido unas cuantas veces, para aprovechar el calor en lo posible, y retiró la piedra con dos palos planos, para volver a colocarla en el fuego. Retiró otra de la fogata y la puso en el agua. Una vez se inició el hervor, echó en el cesto cierta cantidad de hojas secas, raíces y, en especial, los tallos asarmentados de hilos de oro para que cociera todo junto.
No olvidaba nunca la medicina secreta de Iza. Era de esperar que su poderosa magia le diera a ella tan buen resultado como a Iza. No quería tener un bebé en aquellos momentos. Se sentía demasiado insegura.
Después de vestirse, vertió la infusión en una taza personal y se sentó en una esterilla, cerca del fuego, para beber aquella mezcla fuerte y amarga. Se había acostumbrado a su sabor. Era su momento de despertar por completo y formaba parte de su rutina matinal. Mientras bebía, pensó en las actividades que se desarrollarían durante la jornada. Había llegado la fecha feliz que todos esperaban con tanta ansiedad: el Festival de Primavera.
Para ella, el acontecimiento más feliz era la asignación de un nombre al bebé de Fralie. La diminuta criatura había crecido y prosperado; ya no era necesario sostenerla junto al pecho de su madre continuamente. Tenía fuerzas para llorar y dormía sola durante el día, aunque Fralie prefería tenerla consigo y seguía utilizando el artilugio por gusto propio. El Hogar de la Cigüeña se sentía mucho más feliz, no sólo porque compartían el júbilo por la presencia de la pequeña, sino porque Frebec y Crozie estaban aprendiendo a convivir sin discusiones constantes. Aún tenían problemas, pero los solucionaban mejor; la misma Fralie actuaba con mayor decisión como mediadora.
Mientras pensaba en la pequeña de Fralie, levantó la vista y vio que Ranec la estaba observando. Aquélla era también la fecha en que él deseaba anunciar su Promesa. Con un sobresalto, Ayla recordó que Jondalar le había comunicado su partida. De pronto recordó la noche terrible en que murió Iza.
«No eres Clan, Ayla», le había dicho la anciana. «Naciste de los Otros, debes estar con ellos. Ve al norte, Ayla. Encuentra a tu propia gente. Encuentra a tu propio compañero.» Encuentra a tu propio compañero..., recordó. En otros tiempos, Ayla había pensado que Jondalar era su pareja, pero se marchaba. Volvía a su hogar sin llevarla consigo. Jondalar no la quería...
En cambio, Ranec sí. Y ella ya no era tan joven. Si quería tener otro bebé, era hora de iniciarlo pronto. Tomó un sorbo de la preparación y removió los posos en la taza. Si dejaba de tomar esa medicina y compartía Placeres con Ranec, ¿se iniciaría un bebé dentro de ella? Podía hacer el intento y salir de dudas. Tal vez debería unirse a Ranec. Instalarse con él, tener hijos de su hogar. ¿Serían hermosos bebés oscuros de ojos negros y pelo muy rizado? ¿O de piel clara como ella? Tal vez ambas cosas.
Si se quedaba allí, unida a Ranec, no estaría lejos del Clan. Podría ir en busca de Durc. Ranec era bondadoso con Rydag; no le molestaría tener un niño de espíritus mezclados en su hogar. Tal vez pudiera adoptar formalmente a Durc y convertirle en Mamutoi.
La idea de que a lo mejor sería posible recobrar a su hijo la llenó de excitación. Tal vez era mejor que Jondalar se marchara sin ella. Si le acompañaba, jamás vería a su hijo. Pero si él se marchaba sin llevarla consigo, jamás volvería a ver a Jondalar.
Ya no había dudas para ella. Se quedaría. Se uniría a Ranec. Trató de pensar en todos los elementos positivos, para convencerse de que era mejor así. Podría tener bebés, recobrar a Durc. Tendría un buen compañero, un pueblo. Era más de lo que en otros tiempos había creído posible. ¿Qué más se podía pedir? Sí, ¿qué más, considerando que Jondalar se iba?
«Se lo diré», pensó. «Diré a Ranec que puede anunciar hoy nuestra Promesa.» Pero cuando se levantó para acercarse al Hogar del Zorro, en su mente había un solo pensamiento: Jondalar se marchaba sin ella. No volvería a verle jamás. Al tomar conciencia de aquella realidad, sintió todo su aplastante peso y cerró los ojos para luchar contra el dolor.
–¡Talut! ¡Nezzie! –Ranec salió corriendo del albergue, en busca del jefe y de su madre adoptiva. Estaba tan excitado que, al verlos, apenas pudo hablar–. ¡Aceptó! ¡Ayla aceptó! ¡La Promesa! ¡La vamos a hacer! ¡Ayla y yo!
No vio a Jondalar. En cualquier caso, no le habría importado. Ranec sólo podía pensar en la mujer a la que amaba, la mujer a la que deseaba como a nadie en el mundo había aceptado ser suya. Pero Nezzie sí vio al visitante, observó cómo palidecía y se aferraba al colmillo de la arcada para no caerse, distinguió el dolor en su rostro. Jondalar se alejó en dirección al río. Una vaga preocupación cruzó la mente de la mujer. El río estaba muy crecido. Sería fácil alejarse nadando y dejarse arrastrar por él.
–No sé qué ponerme, madre –gimió Latie, pensando, nerviosa, en la primera ceremonia que anunciaría su elevado rango–. No me decido.
–Vamos a echar una mirada –dijo Nezzie, mirando de reojo por última vez hacia el río.
Jondalar se había perdido de vista.
Jondalar pasó toda la mañana caminando a lo largo del río con la mente convertida en un torbellino, repitiéndose una y otra vez las jubilosas palabras de Ranec. Ayla había aceptado. Anunciarían su Promesa en la ceremonia de aquella noche. De nada servía decirse que él lo esperaba desde un principio; en realidad, no era así. La noticia le había causado una impresión mucho mayor de lo que hubiera sido capaz de imaginar. Al igual que Thonolan tras la muerte de Jetamio, deseaba morirse.
Los temores de Nezzie no carecían de fundamento. Jondalar había bajado hacia el río sin propósito alguno, pero al llegar al turbulento curso de agua, se sintió extrañamente atraído hacia él. Parecía ofrecerle paz, alivio para el dolor, para la tristeza y para la confusión. Pero se limitó a mirarlo fijamente. Algo igualmente poderoso le retenía. A diferencia de Jetamio, Ayla no había muerto, y mientras estuviera viva, podía seguir conservando una llama de esperanza. Más aún, temía por la seguridad de la muchacha.
Buscó un lugar apartado, escondido entre malezas y arbustos, y trató de prepararse para la dura prueba de las festividades de la noche, que incluirían la Ceremonia de Promesa. Después de todo, ella no iba a unirse definitivamente con Ranec esa misma noche; sólo prometería establecer un hogar con él en algún momento futuro. También Jondalar había hecho una promesa a Mamut: no iniciar su viaje hasta pasado el Festival de Primavera. Pero no era aquella promesa lo que le retenía. No podía dejar a Ayla frente a un peligro desconocido, aunque se viera forzado a verla comprometida con otro. Si Mamut, que tan bien conocía el mundo de los espíritus, presentía un peligro, Jondalar sólo podía esperar lo peor.
Cerca de mediodía, Ayla dijo a Mamut que iba a iniciar sus preparativos para la Ceremonia de la Raíz. Había repasado repetidas veces todos los detalles hasta que estuvo razonablemente segura de que no olvidaba nada. Recogió ropas limpias, un cuero suave y absorbente, y varias cosas más. Pero en vez de salir por el anexo, lo hizo por el hogar de cocinar. Esperaba y temía, a un tiempo, ver allí a Jondalar; fue una desilusión y un alivio encontrar sólo a Wymez en el rincón donde se elaboraban las herramientas. Éste dijo que no había visto a Jondalar desde la mañana, pero le dio con gusto el pequeño nódulo de pedernal que ella le pidió.
Al llegar al río, Ayla siguió corriente arriba, buscando un sitio adecuado. Se detuvo allí donde un arroyo pequeño desaguaba en el gran río, a la vuelta de un saliente rocoso que protegía del viento. Varios matorrales y arbustos, que empezaban a brotar, formaban un rincón abrigado y oculto, además de proporcionar leña seca.
Jondalar contemplaba el río desde su escondrijo, pero estaba tan ensimismado que en realidad no se fijaba en las aguas violentas y cenagosas. Ni siquiera había reparado en el movimiento de las sombras cambiantes, a medida que el sol ascendía en el cielo. Por eso se sobresaltó al oír que alguien se aproximaba. No estaba de humor para conversaciones ni gestos amistosos en aquel día de fiesta para los Mamutoi. Se deslizó rápidamente tras unas matas para aguardar a que la persona pasara de largo.
Al ver que se trataba de Ayla, decididamente dispuesta a quedarse, se sintió desconcertado. Pensó en retirarse en silencio, pero Ayla era muy buena cazadora y no dejaría de oírle. También se le ocurrió que podía salir de entre los arbustos, como si hubiera estado orinando, y alejarse tranquilamente. Pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Permaneció oculto lo más discretamente posible, observándola. No podía evitarlo. Ni siquiera pudo apartar la vista cuando comprendió que se estaba preparando para la ceremonia de la noche y que creía estar sola. Al principio se sintió encantado por su presencia, pero no tardó en quedar fascinado. No tenía otra solución que seguir mirándola.
Ayla encendió rápidamente una fogata con pedernal y sílex, y puso piedras a calentar. Quería que sus ritos de purificación fueran lo más parecidos posible a los del Clan, pero algunos cambios eran inevitables. Había pensado encender el fuego al estilo del Clan, haciendo girar rápidamente entre las palmas de las manos una varita seca sobre un trozo plano de madera hasta que surgiera una brasa, pero a las mujeres no se les permitía transportar el fuego ni encenderlo con fines rituales. De todos modos, si había de transgredir la tradición encendiendo su propio fuego, pensó Ayla, no veía inconveniente en servirse de la pirita.