Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
La contempló con anhelo y ternura. La veía más atractiva y deseable que nunca. Y él la amaba como nunca, pero estaba seguro de haberlo echado todo a perder.
Ayla se moría por acercarse, por decirle que aquello había sido maravilloso, que se sentía feliz, colmada, que le amaba. Pero le vio tan furioso que no supo cómo expresarse.
Y aunque se miraron fijamente, deseándose, atrayéndose recíprocamente, el grito silencioso del amor pasó sin ser oído entre el bramido de los equívocos y el estruendo de las acendradas creencias culturales.
–Creo que deberías montar a Corredor –dijo Ayla–. El trayecto es largo para ir andando.
«El trayecto es largo», pensó él. ¿Cuánto había caminado desde que se marchó de su hogar? Pero asintió y la siguió hasta una roca al pie de un arroyuelo. Corredor todavía no estaba habituado a ser montado y era mejor subirse a él con suavidad. El potro echó las orejas hacia atrás y se movió con cierta inquietud, pero pronto siguió a su madre, como siempre.
No dijeron una palabra en todo el camino. Fue un alivio que todos estuvieran dentro del albergue o a cierta distancia cuando ellos llegaron. Ninguno de los dos estaba de humor para las conversaciones frívolas. En cuanto se detuvieron, Jondalar desmontó y se encaminó hacia la entrada principal. En el momento en que Ayla iba hacia el anexo, él se volvió; tenía la sensación de que debía decir algo.
–Eh..., ¿Ayla?
Ella se detuvo y levantó la vista.
–Lo dije sinceramente, ¿sabes? Jamás olvidaré esta tarde. Me refiero a la cabalgada. Gracias.
–No me corresponden a mí, sino a Corredor.
–Sí, bueno, pero Corredor no lo hizo solo.
–No, lo hizo contigo.
Jondalar iba a decir algo más, pero cambió de idea y frunció el ceño; con la vista baja, entró por la arcada frontal.
Ayla miró fijamente unos instantes el lugar vacío; luego cerró los ojos, luchando por contener un sollozo que amenazaba con convertirse en un río de lágrimas. Una vez recuperada la compostura, entró en el anexo. Aunque los caballos habían abrevado en los arroyos, llenó de agua los grandes cuencos y buscó cueros suaves para frotar a Whinney otra vez. De pronto se encontró abrazada a la yegua, reclinada contra ella, con la frente apretada sobre el pelaje de su vieja amiga, su única amiga del valle. Corredor no tardó en recostarse contra ella, por lo que quedó atenazada entre los dos caballos; no obstante, aquella presión familiar la reconfortó.
Mamut había visto a Jondalar entrar por delante, mientras oía a Ayla con los caballos en el anexo. Tuvo la clara sensación de que algo andaba muy mal. Cuando la muchacha entró en el hogar del Mamut, su desaliño hizo pensar al anciano que quizá se hubiera hecho daño al sufrir una caída. Pero había algo más. Algo que la afligía.
La observó desde las sombras de su plataforma. La vio quitarse una prenda desgarrada y comprendió que había ocurrido algo. Lobo entró a la carrera, seguido por Rydag y Danug, quienes sostenían orgullosamente una bolsa de red con varios pescados. Ayla, sonriente, elogió a los pescadores, pero en cuanto éstos fueron a depositar su pesca en el Hogar del León y recibir más elogios, la muchacha levantó al lobezno y se meció con él entre los brazos. El anciano estaba preocupado. Por fin se levantó para acercarse a la cama de Ayla.
–Me gustaría que repasáramos otra vez el rito del Clan con la raíz –dijo–. Sólo para estar seguros de que lo hacemos bien.
–¿Cómo? –Ayla detuvo su mirada sobre él–. Ah..., si lo deseas, Mamut.
Dejó a Lobo en su cesto, pero éste lo abandonó apresuradamente para seguir a Rydag hasta el Hogar del León. No tenía ningún deseo de descansar. Por lo visto, la muchacha estaba sumida en algún pensamiento que la preocupaba. Parecía haber llorado o estar a punto de hacerlo. Mamut trató de hacerla hablar, tal vez así se desahogara.
–Dices que Iza te enseñó a preparar la bebida.
–Sí.
–Y ella te dijo cómo prepararte tú misma. ¿Tienes todo lo que hace falta?
–Es necesario que me purifique. No tengo exactamente las mismas cosas, pues estamos en otra estación, pero puedo emplear otros medios para purificarme.
–Tu Mog-ur, ese Creb, ¿estaba contigo durante la experiencia?
Ella vaciló antes de responder.
–Sí.
–Debió de ser muy poderoso.
–Su tótem era el Oso Cavernario. El Oso le había elegido y le había dado aquel poder.
–En el rito de la raíz, ¿participaban otros?
Ayla bajó la cabeza, pero acabó por asentir.
Mamut se dio cuenta de que la muchacha había callado algo y se preguntó si sería importante.
–¿Ellos le ayudaban a controlarlo?
–No. El poder de Creb era el mayor de todos. Lo sé porque lo sentía.
–¿Cómo lo sentías, Ayla? Nunca me has hablado de esto. Yo estaba convencido de que a las mujeres del Clan se les impedía participar en los ritos más secretos.
Ella volvió a bajar la vista.
–Así es –murmuró.
Él le levantó la barbilla.
–Deberías contarme lo que pasó, Ayla.
La muchacha hizo un gesto de asentimiento.
–Iza no quiso hacerme una demostración de cómo se hacía; la raíz era demasiado sagrada para malgastarla en una práctica, pero trató de indicarme exactamente cómo prepararla. Cuando llegamos a la Reunión del Clan, los mog-ures no querían que fuera yo quien preparara la bebida. Decían que no era del Clan. Quizá estaban en lo cierto –agregó Ayla, bajando nuevamente la cabeza–. Pero no había nadie más.
Mamut se preguntó si no estaría suplicando que la comprendiera.
–Creo que la preparé demasiado fuerte o en cantidad excesiva, porque no la bebieron toda. Más tarde, tras la datura y la danza de las mujeres, la probé. Estaba aturdida; sólo se me ocurrió recordar lo que había dicho Iza: que era demasiado sagrada para malgastarla. Y la bebí. No recuerdo qué pasó después y, sin embargo, no lo olvidaré jamás. De algún modo me encontré con Creb y los mog-ures. Y él me guió por el camino de retroceso en el tiempo, hasta el comienzo de los recuerdos. Sé que respiré el agua tibia del mar, medio sepultada en el cieno... Los del Clan y los Otros, todos provenimos de los mismos orígenes, ¿lo sabías?
–No me sorprende –dijo Mamut, pensando que hubiera dado cualquier cosa por aquella experiencia.
–Pero también tuve miedo, sobre todo antes de que Creb me encontrara y me sirviera de guía. Desde entonces... no soy la misma. A veces me asustan mis sueños. Creo que él me cambió.
Mamut movió afirmativamente la cabeza.
–Eso sería una explicación –dijo–. Me extrañaba que lograras tanto sin haber sido iniciada.
–También Creb cambió. Durante mucho tiempo no volvió a tratarme como antes. Conmigo vio algo que no había conocido hasta entonces. Le hice daño; no sé cómo, pero le hice daño –dijo Ayla, anegada en lágrimas.
Mamut la rodeó con sus brazos y la dejó llorar suavemente sobre su hombro. Pero las lágrimas se convirtieron en el río que acechaba, y la muchacha se estremeció a causa de dolores más recientes. Su pena por Creb sacó a la superficie el llanto que había estado conteniendo, el llanto de su angustia, su confusión y su amor contrariado.
Jondalar lo estaba observando todo desde el hogar donde se cocinaba. Habría querido acercarse a ella y tratar de arreglar las cosas. Mientras pensaba en lo que diría, Mamut se acercó para hablar con Ayla. Cuando ella se echó a llorar, el joven quedó convencido de que se lo había contado todo al viejo chamán. Su rostro ardía de vergüenza. No dejaba de pensar en el incidente ocurrido en la estepa, y cuanto más pensaba, peor se sentía.
«Y después», se reprochó, «sólo se te ocurrió alejarte. Ni siquiera trataste de ayudarla, de pedirle perdón, de decirle que lo sentías mucho.» Jondalar se odiaba a sí mismo; sentía deseos de empaquetarlo todo y marcharse sin enfrentarse nunca más a Ayla o a Mamut. A nadie. Pero había prometido quedarse hasta pasado el Festival de Primavera.
«Mamut ya debe de encontrarme despreciable», pensó. ¿Empeoraría mucho las cosas el quebrantar su promesa? Sin embargo, no era sólo su palabra lo que le retenía allí. Mamut había dicho que Ayla podía estar en peligro y, por mucho que se detestara, por mucho que ansiara huir, Jondalar no podía permitir que ella afrontara sola aquel peligro.
–¿Te sientes mejor ahora? –preguntó Mamut, cuando Ayla se irguió para limpiarse los ojos.
–Sí.
–¿Y no has sufrido daño alguno?
Ayla se sintió sorprendida por la pregunta. ¿Cómo podía estar enterado de todo?
–No, en absoluto, pero él cree que sí. Me gustaría comprenderle –dijo, amenazada otra vez por las lágrimas. Luego trató de sonreír–. Cuando vivía con el Clan no lloraba tanto, porque eso les inquietaba. Iza creía que mis ojos estaban enfermos, porque arrojaban agua cuando me ponía triste, y me los trataba con remedios especiales cada vez que me veía llorar. Yo me preguntaba si yo era un caso aparte o si todos los Otros tenían ojos que manaban agua.
–Ahora ya lo sabes –Mamut sonrió–. Las lágrimas nos fueron dadas para aliviar el dolor. La vida no siempre es fácil.
–Creb solía decir que no siempre es fácil vivir con un tótem poderoso. Tenía razón. El León Cavernario representa una poderosa protección, pero también impone pruebas muy duras. Siempre me han enseñado mucho y estoy agradecida por ello, pero no es fácil.
–Aunque sí necesario, según creo. Fuiste elegida con un propósito especial.
–¿Por qué yo, Mamut? –protestó Ayla–. No quiero ser especial. Quiero ser sólo una mujer: tener un compañero e hijos, como cualquier otra mujer.
–Has de ser lo que debas ser, Ayla. Es tu destino. Si no fueras capaz, no habrías sido elegida. Tal vez se trata de algo que sólo una mujer puede hacer. Pero no te sientas desdichada, hija. Tu vida no consistiría sólo en pruebas difíciles. Habrá también mucha felicidad. Tal vez no resulte como tú la quieres o como crees que debería ser.
–El tótem de Jondalar es ahora el León Cavernario. También él fue elegido y marcado como yo –sus manos, en un gesto inconsciente, buscaron las cicatrices de la pierna, pero estaban cubiertas por los pantalones–. Yo pensaba que había sido elegido para mí, porque una mujer dotada de un tótem poderoso debe tener a un hombre que también esté protegido por un tótem poderoso. Ahora no lo sé. ¿Te parece que va a ser mi pareja?
–A la Madre le corresponde decidir. Hagas tú lo que hagas, no podrás alterar eso. Pero si él fue elegido, tiene que haber una razón.
Ranec sabía que Ayla había salido a caballo con Jondalar. También él fue de pesca con algunos otros, pero pasó todo el día preocupado por la posibilidad de que el visitante la reconquistara. Con las ropas de Darnev, la apostura de Jondalar era formidable; para la sensibilidad estética del tallista, su innegable atractivo era muy evidente. Para él fue un alivio ver que todavía estaban separados y tan distanciados como siempre, pero cuando propuso a Ayla que compartiera su cama, ella adujo que estaba cansada. Ranec, sonriente, le recomendó que descansara, feliz de ver que, cuando menos, dormía sola.
Ayla no estaba precisamente cansada, sino exhausta en el terreno emocional, y pasó largas horas despierta, pensando. Se felicitaba de que Ranec no se encontrara allí cuando ella y Jondalar regresaron y de que no hubiera reaccionado airadamente a su negativa de irse con él: seguía esperando un arranque de mal humor o un castigo si osaba soliviantarse. Pero Ranec no era exigente y, en vista de ello, temía que cambiara de actitud. Trató de poner en claro lo que había acaecido y, sobre todo, qué sentimientos había despertado en ella. ¿Por qué la había poseído Jondalar si no la quería? ¿Y por qué con tanta rudeza? Era casi como lo de Broud. Y en este caso, ¿por qué ella se había sentido bien dispuesta, si con Broud resultó una prueba tan penosa? ¿Acaso se debía al amor? ¿Sentía Placeres fuera como fuese, tan sólo porque le amaba? Pero también con Ranec experimentaba Placeres. Y, sin embargo, no sentía amor hacia él..., a menos que...
Sí, tal vez sí, en cierto modo. Pero no era de eso de lo que ahora se trataba. La impaciencia de Jondalar la había recordado su experiencia con Broud, pero no era lo mismo. Se había comportado brutalmente, muy nervioso, pero no la había tomado por la fuerza. Percibía la diferencia. El único propósito de Broud había sido mortificarla, someterla a su voluntad. Jondalar la deseaba y ella había correspondido a su deseo con toda su alma, desde lo más profundo de su ser. Se había sentido satisfecha, colmada. No habría sentido aquella plenitud si la hubiera causado algún daño. ¿La habría tomado por la fuerza si ella le hubiera rechazado? «No –se decía–, seguramente no.» Si se hubiera resistido, si le hubiera rechazado, no habría seguido adelante; de eso estaba convencida. No se había resistido; por el contrario, le había recibido de buen grado, con deseo, y él tuvo que darse cuenta.
Él la deseaba, pero ¿la amaba, además? El solo deseo de compartir Placeres con ella no significaba que aún la amara. Tal vez el amor aumentaba los Placeres, pero el uno podía existir sin los otros. Ranec se lo había demostrado. Ranec la amaba, de eso no cabía duda; quería unirse con ella, quería formar un hogar, quería hijos suyos. Jondalar nunca le había propuesto que se aparearan ni hablaba de querer hijos suyos.
Sin embargo, la había amado en otros tiempos. Quizá ella experimentaba los Placeres porque le amaba, incluso si él ya no la amaba. Pero él seguía deseándola y la había tomado. ¿Por qué había vuelto a rechazarla? ¿Por qué había dejado de amarla? Con el tiempo había llegado a conocerle. Ahora no le comprendía en absoluto...