Los cazadores de mamuts (79 page)

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Authors: Jean M. Auel

Ayla dio una vuelta en la cama y se acurrucó para llorar en silencio, anhelando que Jondalar volviera a amarla.

–Me alegro de haber invitado a Jondalar a la primera cacería de mamuts –comentó Talut a Nezzie, cuando se retiraron al Hogar del León–. Por lo ocupado que le he visto esta noche, preparando su lanza, creo que tiene verdaderos deseos de participar.

Nezzie le miró con una ceja arqueada, meneando la cabeza.

–En lo que menos piensa es en cazar mamuts –dijo, mientras arropaba a la menor de sus hijas. Miró con una sonrisa de afecto a la mayor, que dormía junto a la pequeña–. Tendremos que pensar en poner a Latie aparte el invierno próximo, pues ya es mujer. Pero Rugie la echará de menos.

Talut miró hacia atrás. El visitante estaba sacudiendo astillas de pedernal, mientras intentaba divisar a Ayla a través de los hogares interpuestos. Al no conseguirlo, desvió la vista hacia el Hogar del Zorro. Talut vio que Ranec se estaba acostando solo y que también él echaba frecuentes miradas hacia la cama de Ayla. «Creo que Nezzie tiene razón», pensó.

Jondalar había permanecido levantado hasta que la última persona abandonó el hogar de la cocina; trabajaba en una hoja larga, que sujetaría a una vara firme, tal como lo hacía Wymez; su forma de aprender la técnica de los Mamutoi era hacer una réplica exacta. La parte de su mente que siempre captaba las sutilezas del oficio estaba ya ideando mejoras o, cuando menos, experimentos interesantes. Pero trabajar le exigía poca concentración. No podía pensar sino en Ayla, y sólo recurría al trabajo como pretexto para evitar la compañía de los demás y sus conversaciones. Prefería estar a solas con sus pensamientos.

Sintió un gran alivio al ver que Ayla se acostaba sola; no habría podido soportar verla con Ranec. Plegó con cuidado su ropa nueva y se acostó entre las pieles de dormir, con las manos bajo la nuca, contemplando el techo familiar del hogar de la cocina. Demasiadas noches había pasado estudiándolo. Aún ardía de remordimientos y vergüenza, pero esa noche no sentía la quemazón del deseo. Por muchos motivos que tuviera para odiarse, recordaba los Placeres de la tarde. Rememoró cada detalle, saboreando lentamente lo que, hasta entonces, no había tenido tiempo para pensar.

Desde la adopción de Ayla no se había sentido nunca tan distendido; cayó en un ensoñador duermevela. Ella había parecido tan bien dispuesta... ¿O era sólo producto de su imaginación? Seguramente sí; no era posible que le hubiera deseado tanto como él a ella. ¿Hubiera podido responder con tantas ganas, entregándose como si el deseo de ella respondiese al suyo? Mientras recordaba la escena sintió la urgencia en las ingles. Pero la necesidad era más serena, casi como un recuerdo. No era ya la lacerante obsesión, mezcla de un deseo reprimido, de su amor desmesurado y de unos celos abrasadores. Pensó en darle Placeres de nuevo (le encantaba darle Placeres) y se incorporó para ir a reunirse con ella.

Sólo cuando apartó su cubierta de pieles, actuando bajo el influjo de sus íntimas cavilaciones ensoñadoras, comprendió en toda su transcendencia lo ocurrido aquella tarde. No podía compartir jamás el lecho de Ayla. No podía volver a tocarla. La había perdido. Ya no era cuestión de elección: había destruido toda posibilidad de que ella pudiera decidirse por él. La había poseído por la fuerza, contra su voluntad.

Sentado sobre sus pieles, con los pies en una esterilla y los codos apoyados en las rodillas, agachó la cabeza atormentado por la vergüenza. Su cuerpo se estremeció con las convulsiones del asco. De todos los excesos despreciables que había cometido en su vida, aquel acto antinatural era con mucho el peor.

No existía abominación semejante: ni el niño de espíritus mezclados, ni la mujer que le daba a luz, podían compararse al hombre que poseía a una mujer contra su voluntad. La propia Gran Madre Tierra lo prohibía. Bastaba con observar a los animales por Ella creados para saber que eso era terriblemente antinatural. Ningún animal macho tomaba nunca a una hembra contra su voluntad.

En época de brama, los ciervos podían combatir entre sí para ganarse el privilegio de dar Placeres a las hembras, pero cuando el macho trataba de montar a la hembra, bastaba con que ésta se alejara si no quería nada con él. Podía repetir los asaltos, pero era la cierva la que daba su consentimiento: no podía forzarla. Lo mismo sucedía con los demás animales. La loba, la leona invitaban al macho preferido. La hembra se apretaba contra él, le daba a respirar su excitante olor, echaba la cola a un lado cuando la montaba. Pero si algún otro se atrevía a intentarlo pagaba muy cara su audacia. El macho podía insistir cuanto quisiera, pero la decisión correspondía a la hembra. Así lo había dispuesto la Madre. Sólo el macho de la especie humana era capaz de violar a una hembra: sólo un macho antinatural y abominable de la especie humana.

Quienes Servían a la Madre decían, con frecuencia, que Jondalar había sido favorecido por la Gran Madre Tierra, y todas las mujeres lo sabían: ninguna podía negársele, ni siquiera la Gran Madre en persona. Éste era Su don. Pero hasta Doni le daría la espalda en adelante. No había amado a Doni, ni a Ayla, ni a nadie. Había simplemente violado a Ayla.

Entre el pueblo de Jondalar, el hombre que cometía semejante perversión era expulsado... o algo peor. En su juventud los muchachitos solían hablar entre ellos de dolorosas castraciones. Aunque él no sabía de nadie que hubiera sufrido tal castigo, lo consideraba adecuado. Y ahora era él quien merecía ser castigado. ¿Cómo había podido hacer semejante cosa?

«Y te preocupaba la posibilidad de que no la aceptaran», se dijo. «Temías que la rechazaran, temías no poder soportar algo así. ¿A quién rechazarán ahora? ¿Qué pensarían de ti si se enteraran? Sobre todo después de... lo que hiciste antes. Ni siquiera Dalanar te aceptaría; te expulsaría de su hogar, negando cualquier parentesco contigo. Zolena estaría horrorizada y Marthona...» No quiso pensar lo que sufriría su madre.

Ayla había estado hablando con Mamut. «Seguramente se lo dijo, por eso lloraba.» Apoyó la frente en las rodillas y se cubrió con las manos. Merecía el peor de los castigos que quisieran imponerle. Durante un rato siguió allí encogido. Se imaginó los más horribles castigos. Hasta deseaba que le hicieran algo terrible, para aliviar el peso de la culpa que sentía sobre sí.

Por fin se impuso la razón. Recordó que nadie en toda la tarde le había dicho una palabra al respecto. Mamut había llegado a hablarle del Festival de Primavera, sin sacar el tema a relucir. Entonces, ¿por qué había llorado Ayla? Quizá por eso, pero sin decir una palabra a nadie. Levantó la cabeza, dirigió su mirada hacia ella a través de los hogares sumidos en la sombra. ¿Era posible? Ella era la única que podía exigir una reparación. Ya había padecido buen número de actos contra natura por parte de aquel cabeza chata..., pero ¿qué derecho tenía él para hablar mal de aquel hombre? ¿Era acaso él mejor que Broud?

Sin embargo, Ayla se lo había callado. No le denunciaba, no exigía castigo. Era demasiado buena para él. No la merecía. Consideraba acertado que se prometiera a Ranec. Y sólo de pensarlo sintió una dolorosa opresión. Comprendió que ése era su castigo. Doni le había dado lo que más deseaba: la única mujer a la que podría amar. Y él no fue capaz de aceptarla. Ahora la había perdido. Era culpa suya y debía aceptar su castigo, pero sin lamentarlo.

Hasta donde alcanzaba su memoria, Jondalar había luchado por dominarse. Otros hombres demostraban sus emociones por medio de la risa, la cólera o el llanto, con mucha mayor facilidad que él. Él se resistía, sobre todo, a llorar. Desde la época en que, obligado a marcharse, perdiera su tierna y crédula juventud en una noche de llanto al verse privado de hogar y de familia, sólo había llorado en los brazos de Ayla por la muerte de su hermano.

Sin embargo, una vez más, en aquel oscuro albergue, a un año de viaje de su hogar, Jondalar rompió a llorar en silencio, con lágrimas incontenibles, por la pérdida que más lamentaba: la de su mujer amada.

El Festival de Primavera, largo tiempo esperado, era a un tiempo la celebración del año nuevo y una fiesta de acción de gracias. No se celebraba a principios de estación, sino en su momento culminante, cuando los primeros brotes estaban bien afirmados y se podía cosechar. Indicaba el inicio del ciclo anual para los Mamutoi, quienes saludaban, con una alegría y un alivio sólo comprensible para aquellos que sobrevivían en el borde mismo de una incierta subsistencia, el reverdecimiento de la tierra, que les aseguraba la vida tanto para ellos como para los animales con los que compartían el territorio.

En lo más crudo del invierno glacial, cuando parecía que el aire mismo podía congelarse, el más confiado de los corazones podía albergar dudas sobre el retorno del calor y de la vida. En aquellos momentos, cuando la primavera parecía tan lejana, los recuerdos y los relatos en torno a los anteriores festivales de Primavera aliviaban los temores profundamente enraizados y traían consigo la esperanza renovada de que el ciclo de la Gran Madre iba a seguir su curso. Esos relatos y esos recuerdos hacían que todos los festejos primaverales fueran inolvidables.

Para el gran festín de primavera no se consumía ningún resto del año precedente. Los Mamutoi salían, individualmente o en pequeños grupos, a cazar, pescar y recoger vegetales. Jondalar hizo buen uso de su lanzavenablos y tuvo la satisfacción de contribuir con un bisonte hembra, preñada por añadidura, aunque bastante flaca. Se recogían todos los vegetales comestibles que se podían encontrar. Los amentos de abedul y de sauce, las hojas tiernas, apenas desarrolladas, de helechos. Así como los viejos rizomas, que podían ser asados, pelados y reducidos a harina, lo mismo que el cambium de los abetos y los abedules, suavizados por una savia nueva; algunas bayas de zarapito, de un tono violáceo oscuro, con muchos granos duros en su interior, que crecían al lado de pequeñas flores de color rosa, en chaparros espinosos de hojas perennes; y en las zonas abrigadas, donde habían estado cubiertas de nieve, otras bayas, de un rojo vivo, que se habían helado pero que después el deshielo las había prestado una carnosa dulzura, seguían prendidas a las ramas bajas.

Yemas, brotes frescos, bulbos, raíces, hojas, flores de todas las especies: la tierra abundaba en frutos deliciosos. Se utilizaban como legumbres los brotes y las vainas tiernas de vencetósigo, mientras que su flor, rica en dulce néctar, servía para endulzar ciertos platos. Las hojas de un verde suave del trébol, del quenopodio, de las ortigas, de la balsamina, del diente de león, de la lechuga silvestre se comían cocidas o crudas. Los tallos, y sobre todo las raíces de los cardos, merecían una atención especial. Los bulbos de lirio, los brotes de espadaña y los tallos de junco figuraban entre los favoritos. Las sabrosas raíces azucaradas de regaliz podían comerse crudas o asadas entre cenizas. Algunas plantas eran aprovechadas por sus cualidades nutritivas, otras simplemente por su sabor. Muchas de ellas servían para hacer infusiones. Ayla conocía las propiedades medicinales de la mayoría y las recogía para su uso particular.

En las pendientes rocosas recogían los brotes delgados y tubulares de la cebolla silvestre, y en los lugares secos y desnudos, las pequeñas hojas de la acedera redonda. La farfara se criaba en los terrenos húmedos próximos al río: su sabor ligeramente salado constituía un apreciado aliño, pero Ayla la utilizaba también contra la tos y el asma. El ajo de los osos daba gusto a los alimentos, lo mismo que las bayas de enebro, los bulbos del lirio atrigado con sabor a pimienta, la albahaca, la salvia, el tomillo y la menta. Las recogían en cantidad, las almacenarían para que se secasen y emplearían el resto para sazonar los peces recién pescados y las diferentes variedades de carne reunida para el festín.

La pesca era abundante y componía el alimento favorito de la temporada, puesto que casi todos los animales estaban aún demasiado flacos debido a los estragos del invierno. Sin embargo, el festín incluía, cuando menos, un animal joven nacido en primavera, a manera de símbolo. Preparar una gran comida únicamente con productos frescos era una demostración de que la Madre Tierra volvía a ofrecer generosamente sus frutos y continuaba proveyendo para sus hijos.

La ilusionada espera hacía vibrar al Campamento entero. Hasta los caballos la percibían, y Ayla les notaba nerviosos. Aquella mañana los condujo a cierta distancia del albergue para cepillarlos; aquella tarea la relajaba tanto como a los animales y le brindaba una excusa para pasar un rato a solas, entregada a sus pensamientos. Era justo el día en que estaba obligada a dar a Ranec una respuesta. A la mañana siguiente comenzaría el Festival de Primavera.

Lobo la observaba, acurrucado en el suelo a poca distancia. De pronto levantó la cabeza, olfateando el aire, y golpeó el suelo con la cola, indicando que se aproximaba algún amigo. Ayla, al volverse, sintió que le palpitaba el corazón y se le encendía el rostro.

–Tenía la esperanza de encontrarte a solas, Ayla –dijo Jondalar con voz extrañamente apagada–. Me gustaría hablar contigo, si no te molesta.

–No, no me molesta.

Estaba rasurado y tenía el pelo rubio recogido sobre la nuca; vestía uno de los atuendos nuevos que le había dado Tulie. Ayla le vio tan apuesto (como decía Deegie) que se sintió sin aliento y perdió la voz. Pero no era sólo su aspecto lo que la conmovía. Para ella siempre era apuesto, hasta con las ropas desechadas por Talut. Su presencia colmaba el aire y la envolvía, como si él fuera una brasa encendida que calentase incluso desde lejos. Sintió deseos de tocar aquel calor, de encerrarse en él, y se inclinó hacia Jondalar. Pero algo en sus ojos hizo que se contuviera; era algo indeciblemente triste, que nunca hasta entonces había visto en ellos. Permaneció en silencio, esperando que él hablara.

Jondalar cerró los ojos un instante, ordenando sus pensamientos, sin saber por dónde comenzar.

–Recordarás que, cuando vivíamos juntos en el valle, antes de que supieras hablar bien, cierta vez quisiste decirme algo muy importante. Como no dominabas las palabras necesarias, empezaste a hablarme por señas. Recuerdo haber pensado que tus movimientos eran hermosos, casi como una danza.

Ella lo recordaba muy bien. Entonces trataba de decirle lo mismo que hubiese deseado decirle en aquel momento: lo que sentía por él, aquel sentimiento que la inundaba gracias a él y para el que aún no tenía nombres. Decirle simplemente que le amaba no le parecía suficiente.

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