Los cazadores de mamuts (77 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Pero...

Jondalar renunció a explicar que no pensaba acompañarles a la Reunión de Verano. Se lo diría después, en el momento de partir. Cuando Talut y la muchacha se fueron, se probó otro atuendo, más apropiado para viajar o para el uso diario. Después salió en busca de la Mujer Que Manda para darle nuevamente las gracias y mostrarle cómo le sentaban las ropas. En el vestíbulo se encontró con Danug, Rydag y Lobo, que estaban entrando en aquel momento. El joven sostenía a Rydag con un brazo y al lobezno con el otro. Los tres estaban envueltos en una piel y tenían el pelo húmedo todavía. Danug, que había cargado al niño desde el río, tras un baño de vapor, dejó a ambos en el suelo.

–Bonito, Jondalar –dijo Rydag, por señas–. ¿Listo para el Festival de Primavera?

–Sí, ¿y tú? –preguntó él.

–Yo también ropa nueva. Nezzie me ha hecho para el Festival de Primavera –fue la sonriente respuesta.

–Y también para la Reunión de Verano –agregó Danug–. Ha confeccionado ropas nuevas para mí, para Latie y para Rugie.

Jondalar notó que la sonrisa de Rydag se desvanecía cuando Danug mencionó la Reunión de Verano. No parecía esperarla con tantas ansias como los demás.

Cuando Jondalar apartó la pesada cortina para salir, Danug preguntó a Rydag, en un susurro:

–¿No deberíamos haberle dicho que Ayla está ahí afuera? Cada vez que la ve sale huyendo.

–No –dijo Rydag, con las manos–. Él quiere verla. Ella quiere verle. Hacen señales correctas, palabras equivocadas.

–Tienes razón, pero ¿cómo no se dan cuenta? ¿Por qué no logran entenderse?

–Olvidar palabras. Hacer señales –respondió Rydag, con esa sonrisa tan poco habitual en la gente del Clan. Luego cogió al cachorro en brazos y entró con él en el albergue.

En el momento en que salió al exterior, Jondalar descubrió lo que ellos no le habían dicho. Ayla estaba junto a la entrada, con los dos caballos. Acababa de poner a Lobo en manos de Rydag, para disfrutar de un largo galope y liberarse de sus tensiones. Ranec quería su respuesta antes del Festival de Primavera, y ella no podía tomar una decisión. Era de esperar que la galopada la ayudase a pensar.

Cuando vio a Jondalar, su primera reacción fue dejarle montar a Whinney, pues sabía que eso le encantaba y esperaba que su amor a los caballos le acercaría a ella. Pero necesitaba galopar, lo estaba necesitando desde hacía tiempo y estaba a punto de iniciar el paseo.

Al verle, se quedó sin aliento. Él se había cortado la barba con un afilado cuchillo de pedernal y estaba tal como en el valle el verano anterior. Eso le aceleró los latidos del corazón y le subió el rubor a la cara. El joven reaccionó ante aquellas señales visibles con otras señales inconscientes, atrayéndola con el imán de sus ojos.

–Te has rasurado la barba –comentó ella.

Sin darse cuenta le había hablado en Zelandonii. Jondalar tardó un momento en advertirlo, y entonces no pudo evitar el sonreírse. Hacía mucho tiempo que no oía su propio idioma. Aquella sonrisa alentó a la muchacha, inspirándole una idea.

–Iba a montar en Whinney. Estaba pensando que Corredor debe acostumbrarse a que le monte un jinete. ¿Por qué no vienes conmigo y tratas de montarle? Hace un buen día para ello. La nieve ha desaparecido casi por completo y está brotando hierba nueva y el suelo todavía no está muy duro, en caso de una caída –dijo apresuradamente para no permitirle que volviera a su actitud distante.

–Eh..., no sé –Jondalar vaciló–. Pensé que tú querrías ser la primera.

–Está habituado a ti, Jondalar. No importa quién va a ser el primero. Además, conviene que seamos dos: uno para tranquilizarle mientras el otro le monta.

–Supongo que tienes razón –dijo él, frunciendo el ceño. No estaba seguro de que fuera correcto salir a la estepa con ella, pero no sabía cómo negarse. Realmente deseaba mucho montar a caballo–. Si estás convencida, creo que podría intentarlo.

–Iré a buscar una soga y ese artilugio que hiciste para guiarle –dijo Ayla, corriendo al anexo antes de que él cambiara de opinión–. ¿Por qué no empiezas a subir la cuesta con ellos?

Jondalar lo estaba pensando mejor, pero Ayla desapareció antes de que él se arrepintiera. Entonces llamó a los caballos e inició la marcha hacia las amplias llanuras superiores. La muchacha le alcanzó cerca de la cima, llevando un zurrón y una bolsa de agua, además del freno y una soga. Cuando llegaron a la estepa, Ayla se acercó con Whinney a un montículo que solía aprovechar para que otros miembros del Campamento montaran a caballo. De un salto se alzó a lomos de la yegua pajiza.

–Ven, Jondalar, podemos montar juntos.

–¿Juntos? –repitió él, al borde del pánico. No había pensado en ello y estuvo a punto de escapar.

–Sólo hasta que lleguemos a los llanos abiertos. Aquí no se puede intentar nada. Corredor podría precipitarse por un barranco.

Jondalar se sintió atrapado. ¿Cómo decir que no podía montar con ella siquiera por una corta distancia? Se subió al montículo y se sentó a horcajadas en las ancas de la yegua tratando de no tocar a la muchacha. De inmediato, Ayla puso a Whinney al trote rápido.

No había modo de evitarlo. Por mucho que se esforzara, era imposible no resbalar hacia ella. Sentía el calor de su cuerpo a través de las ropas y el suave aroma de las flores secas que ella usaba para lavarse, mezclado a su personal olor de mujer. A cada paso de la yegua, él sentía las piernas, las caderas y la espalda de Ayla contra él, y su virilidad se erguía como respuesta. La cabeza le daba vueltas; le costaba un gran esfuerzo no besarle el cuello ni alargar la mano hacia uno de aquellos pechos pletóricos y firmes.

¿Por qué había aceptado aquello? ¿Por qué no se negó? ¿Qué importaba adiestrar a Corredor si jamás podría cabalgar con Ayla? Había oído los rumores: Ayla y Ranec anunciarían su Promesa en el Festival de Primavera. Y luego él iniciaría el largo Viaje de retorno.

Ayla hizo que Whinney se detuviera.

–¿Qué te parece, Jondalar? Allí delante hay un terreno llano.

–Sí, me parece adecuado –dijo él, rápidamente, y se apresuró a descender.

Ayla lo hizo por el otro lado, con la respiración agitada, los ojos encendidos y las mejillas rojas. Había aspirado profundamente su olor a hombre, fundiéndose con el calor de su cuerpo. «Sé que me deseaba», pensó. «¿A qué tanta prisa por apartarse de mí? ¿Por qué no me quiere? ¿Por qué ya no me ama?»

Cada uno a un lado de la yegua, trataron de recobrar la compostura, Ayla llamó a Corredor con un silbido diferente del que empleaba para Whinney. Después de darle unas palmadas, rascarle y hablarle, se volvió a Jondalar.

–¿Quieres ponerle ese aparejo en la cabeza? –preguntó, guiando al joven potro hasta un montón de huesos grandes.

–No sé. ¿Qué harías tú? –preguntó él. También había logrado dominarse y la idea de montar al caballo volvía a excitarle.

–Nunca he empleado nada para guiar a Whinney, salvo mis propios movimientos, pero Corredor está acostumbrado a que se le conduzca con correas. Creo que convendría usarlas.

Ambos pusieron el freno a Corredor. El potro presentía algo y estaba más inquieto que de costumbre. Hubo que acariciarle para que se tranquilizara. Reunieron un montículo de huesos para que Jondalar pudiera montar e hicieron que se detuviera al lado. Por sugerencia de Ayla, el joven le frotó el lomo y las patas, recostándose contra él mientras le acariciaba, para que se familiarizara con su contacto.

–Cuando montes, sujétate a su cuello. Tal vez se alce de manos para descabalgarte –advirtió Ayla, dándole los últimos consejos–. Pero como le acostumbramos a llevar una carga cuando regresábamos del valle, tal vez no le cueste mucho habituarse a ti. Sujeta la cuerda, para que no caiga al suelo y haga que tropiece; lo mejor será que le dejes correr cuanto quiera hasta que se canse. Yo te seguiré con Whinney. ¿Estás listo?

–Creo que sí –manifestó él, con una sonrisa nerviosa.

Jondalar subió al montón de huesos y se recostó contra el fuerte animal, hablándole, mientras Ayla le sujetaba la testuz. Luego pasó una pierna sobre el lomo, se acomodó y cerró los brazos en torno al cuello de Corredor. El oscuro potro, al sentir aquel peso, echó las orejas hacia atrás. Ayla le dejó libre. de inmediato Corredor se alzó de manos una sola vez, sin que Jondalar se soltara. Arqueó varias veces el lomo, tratando de sacudirse su carga, sin éxito. Entonces, fiel a su nombre, partió al galope tendido por las estepas.

Jondalar entornó los ojos contra el viento frío, experimentando una tremenda excitación. El suelo iba borrándose a su paso; parecía increíble. Estaba a lomos del joven potro, gozando de aquella sensación con tanto entusiasmo como se había imaginado. Cerró los ojos para sentir la potencia de los músculos que se contraían y se tensaban bajo él, inundado por una sensación de algo maravilloso, como si, por primera vez en su vida, compartiera la creación de la Gran Madre Tierra.

Cuando el potro comenzaba a dar señales de cansancio percibió otro ruido de cascos y abrió los ojos. Ayla y Whinney corrían a su lado. Les sonrió, lleno de deleite, y la sonrisa con que respondió a la muchacha aceleró los latidos de su corazón. Por un momento, lo demás dejó de tener importancia. El mundo entero estaba concentrado en aquel inolvidable galope a lomos del potro y en aquella sonrisa, dolorosamente bella, del rostro de la mujer amada.

Por fin, Corredor aminoró la marcha y acabó por detenerse. Jondalar desmontó de un brinco, mientras el animal permanecía quieto, con la cabeza muy gacha, las patas separadas y los flancos palpitantes. Ayla desmontó a su lado; sacó del zurrón algunos trozos de cuero blando y entregó uno a Jondalar, para que frotara al animal sudoroso, en tanto ella hacía lo mismo con Whinney. Los dos caballos, agotados, se recostaron el uno contra el otro, para reconfortarse.

–Mientras viva, Ayla, jamás olvidaré esta galopada –dijo Jondalar.

Hacía mucho tiempo que no se le veía tan sereno, y la muchacha percibió su entusiasmo. Se miraron mutuamente, sonrientes, compartiendo lo maravilloso del momento. Ayla, sin pensarlo, se inclinó para besarle; él, en un primer momento, pareció aceptarlo, pero de pronto recordó a Ranec. Se puso rígido y la apartó.

–No juegues conmigo, Ayla –dijo, con voz áspera, tratando de dominarse.

–¿Jugar contigo? –repitió ella, con ojos doloridos.

Jondalar cerró los suyos y apretó los dientes, estremecido por el esfuerzo que tenía que hacer para no perder el dominio de sí mismo. De pronto, como si estallase un embalse helado, la sujetó con fuerza para besarla. Fue un beso duro, desesperado, que le magulló la boca. Un momento después la tenía en el suelo y buscaba por debajo de la túnica, desatando a tirones los cordones de la ropa.

Ayla alargó la mano para guiarle; su propia excitación crecía al comprender que él la necesitaba desesperadamente. Pero ¿qué le impulsaba a una furia tan ardiente? ¿Acaso no se daba cuenta de que ella estaba lista para recibirle? Había estado dispuesta para él durante todo el invierno. Tenía los ojos llenos de lágrimas; lágrimas de deseo y amor. Ni un solo momento había dejado de estar dispuesta. Como si su cuerpo hubiera sido entrenado desde la infancia para corresponder a la necesidad de Jondalar, a su señal, bastaba con que la deseara para sentir ella lo mismo. Lo que ahora les unía era lo que ella había estado esperando.

Con una pasión tan desbordada como la de él, se abrió para recibirle, entregándole lo que él creía estar tomando por la fuerza. Empujó contra su miembro endurecido, se ajustó a sus movimientos para apretar mejor contra él el centro de sus Placeres.

Él gritó con increíble júbilo. Era lo mismo que había sentido desde la primera vez: estaban hechos el uno para la otra; las honduras de Ayla se ajustaban a su tamaño. «¡Oh, Madre, oh, Doni», pensó. Cuánto la había deseado, amado y echado de menos... Por fin, la última ola de Placer rompió contra ellos.

Descansó sobre ella, en medio de aquellas estepas abiertas, que estallaban de vida nueva. De pronto la estrechó contra sí, con la cabeza escondida en el cuello de la muchacha, y repitió su nombre:

–¡Ayla, oh, Ayla mía, Ayla mía!

La besó en el cuello, en la boca, en la garganta, en los ojos cerrados. De pronto se detuvo, tan bruscamente como había comenzado. Se incorporó para mirarla.

–¡Estás llorando! ¡Te he hecho daño! Oh, Gran Madre, ¿qué he hecho? –se levantó de un salto. Ayla estaba tendida en la tierra desnuda, con las ropas desgarradas–. ¡Doni, oh, Doni! ¿Qué he hecho? La he violado. ¿Cómo pude hacer semejante cosa? ¡Y precisamente a ella, que en un principio sólo conoció este dolor! Ahora se lo he inferido yo. ¡Oh, Doni, oh, Madre! ¿Por qué me dejaste hacer esta abominación?

–¡No, Jondalar! –Ayla se incorporó–. No me has hecho daño alguno.

Pero él no le prestó oídos. Incapaz de seguir mirándola, se dio la vuelta para vestirse. Le era imposible volverse hacia ella.

Se alejó caminando, furioso consigo mismo, lleno de vergüenza y remordimientos. Si no sabía dominarse, habría debido permanecer lejos de ella e impedir que ella se acercase a él. «Tiene razón al elegir a Ranec», pensó. «Yo no la merezco.» Oyó que Ayla se levantaba para acercarse a los caballos. Después la oyó que se aproximaba a él y sintió su mano en su brazo.

–Jondalar, no me...

Giró en redondo.

–¡No te acerques a mí! –bramó, lleno de remordimientos y furioso contra sí mismo.

Ayla retrocedió. ¿Qué había hecho de malo?

–Pero Jondalar...

–¡No te acerques! ¿No me has oído? Si no te mantienes lejos de mí, podría no dominarme, ¡y violarte de nuevo!

Era como una amenaza. Mientras él se marchaba a grandes pasos, Ayla trató de explicar.

–No me has violado, Jondalar. No puedes hacerlo. No hay momento en que yo no esté dispuesta a entregarme...

Pero los pensamientos del joven estaban tan llenos de desprecio para sí mismo que no la oyó. Siguió caminando hacia el Campamento del León. Ella le siguió con la vista durante un rato, tratando de aclarar sus confusos pensamientos. Por fin fue en busca de los caballos. Cogió la cuerda de Corredor y montó sobre la yegua. No tardó en alcanzar a Jondalar.

–No pensarás volver andando, ¿verdad? –dijo.

En un primer momento, él no respondió, ni siquiera se volvió para mirarla. Si ella creía que iba a convencerle para que montaran juntos... Por el rabillo del ojo vio que llevaba por la soga al joven potro. Por fin se volvió.

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