Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Aun cuando el sitio no le parecía del todo apropiado, Ayla ejecutó una parte de su repertorio, que provocó la admiracion del auditorio, tal como Deegie había imaginado.
Cuando Kylie le propuso echar un vistazo a la tienda, se sintió aliviada. La joven danzarina le mostró algunas prendas y otros complementos. Descolgó uno de los tocados para que lo viera de cerca y Ayla comprobó que se trataba en realidad de una máscara. Casi todos aquellos complementos eran de colores chillones. Pero por la noche, al resplandor del fuego, los colores de las prendas debían de resultar llamativos y parecerles prácticamente normales a los espectadores. Una mujer acababa de sacar ocre rojo de una bolsa y estaba a punto de mezclarlo con grasa. Esto recordó a Ayla la pasta de ocre rojo con la que Creb había untado el cuerpo de Iza antes de enterrarlo y sintió un escalofrío. Le habían dicho que aquella pasta se empleaba para colorear la cara y el cuerpo de los músicos y de los danzantes; vio también creta y carbón de madera.
Al ver que un hombre cosía cuentas en una túnica, utilizando un punzón, se le ocurrió que la tarea sería mucho más fácil con un tirahebras, y decidió sugerir a Deegie que les llevara uno un poco más tarde. De momento ya había llamado bastante la atención, y eso la ponía incómoda. Mientras examinaban collares y otras joyas, Kylie le mostró dos conchas cónicas y se las colocó delante de las orejas.
–Es una lástima que no tengas los lóbulos perforados –comentó–. Te quedarían muy bonitas.
–Son hermosas –dijo Ayla.
En ese momento notó que su interlocutora tenía agujeros en las orejas y en la nariz. Aquella mujer le gustaba; su admiración por ella bien podía convertirse en amistad.
–De todas formas, ¿por qué no te las llevas? Deegie o Tulie pueden hacerte las perforaciones. Y también deberías hacerte un tatuaje, Ayla. Así podrás ir adonde quieras, sin explicar a todos que perteneces al Hogar del Mamut.
–Pero no soy Mamut, realmente.
–Yo diría que sí. No conozco los ritos, pero estoy segura de que Lomie no vacilaría si le dijeras que estás dispuesta a dedicarte a la Madre.
–Es que no estoy segura de estar dispuesta.
–Tal vez no, pero ya lo estarás. Lo percibo en ti.
Cuando ella y Deegie se despidieron, Ayla comprendió que se le había otorgado algo muy especial: una visita privada a la parte oculta del escenario, cosa que muy pocos veían. Incluso ahora que había descubierto algunos secretos, la Cabaña de los Músicos seguía siendo un lugar misterioso, más mágico y más sobrenatural aún de lo que cabría imaginarse visto desde fuera. Ayla echó un vistazo al sector donde se trabajaba el pedernal, pero Jondalar no estaba allí.
Siguió a Deegie a través del acampamiento; se encaminaron hacia la parte trasera de la hondonada, saludando a amigos y parientes al pasar. Llegaron a un sitio donde había tres Campamentos, asentados entre la maleza, frente a un claro. Ayla percibió en esa zona algo diferente, sin que le fuera posible al principio detectar el porqué. Después comenzó a advertir ciertos detalles específicos: las tiendas aparecían raídas, con los agujeros a la vista o mal reparados, y además, no estaban bien sujetas. Un olor desagradable y el zumbido de las moscas le hicieron reparar en un trozo de carne podrida, que había quedado en el suelo, entre dos tiendas; entonces vio más basura esparcida por todas partes. Sabía que los niños se ensuciaban mucho con frecuencia, pero los que había allí tenían aspecto de no haber sido lavados en mucho tiempo. En todo aquel lugar cundía la mugre.
Entonces vio que Chaleg holgazaneaba frente a una de las tiendas. La aparición de la muchacha le pilló por sorpresa, y su primera expresión fue de un odio avieso. Ayla se asustó. Sólo Broud la había mirado así. Chaleg disimuló de inmediato, pero su sonrisa hipócrita y malévola fue casi peor que su odio flagrante.
–Alejémonos de aquí –dijo Deegie, con un resoplido desdeñoso–. Conviene saber por dónde están, para saber por dónde no ir.
De pronto se produjo un estallido de gritos y alaridos; un niño en los albores de la adolescencia y una niña de unos once años aparecieron a todo correr.
–¡Devuélveme eso! ¿Me oyes? ¡Devuélveme eso enseguida! –aullaba la niña, persiguiendo al chico.
–Antes tendrás que atraparme –la desafió él, sacudiéndole algo delante de la cara.
–Pedazo de... Oh, grandísimo... ¡Devuélveme eso! –gritó la niña, y corrió tras él con un nuevo arrebato.
La sonrisa del muchacho revelaba sin lugar a dudas que se deleitaba con la contrariedad y la frustración de su perseguidora, pero, al volver la cara para mirarla, tropezó con una raíz saliente. Cayó como un saco, y la niña se arrojó sobre él, golpeándole con saña. El chico le pegó en pleno rostro, haciéndole sangre en la nariz. Ella lanzó un grito y le partió el labio de un puñetazo.
–¡Ayúdame, Ayla! –exclamó Deegie, precipitándose hacia los niños que se revolcaban en el suelo.
Aunque no era tan fuerte como su madre, sujetó al muchachito, que en aquel momento estaba montado sobre su hermana, y éste no tuvo forma de resistirle. Ayla apresó a la niña, que aprovechó la intervención de Deegie para atacar otra vez a su hermano.
–¿Qué significa este comportamiento? –dijo Deegie con severidad–. ¿Cómo podéis hacer algo tan vergonzoso? ¡Golpearse de este modo, dos hermanos! Bueno, ambos vendréis conmigo. ¡Vamos a arreglar esto ahora mismo!
Y arrastró al reacio muchachito por un brazo. Ayla la siguió, llevando a la niña, que se debatía tratando de escapar.
La gente, al verlas pasar con los niños ensangrentados, las miraba fijamente y se unía a la marcha. Cuando Deegie y Ayla llegaron a los albergues situados en el centro del campamento, la noticia se les había anticipado y un grupo de mujeres las esperaba. Ayla vio allí a Tulie, a Marlie y a Brecie, las jefas que componían el Consejo de las Hermanas.
–¡Ella empezó! –gritó el chico.
–¡Él me quitó el...!
–¡Silencio! –ordenó Tulie, en voz alta y con firmeza. Sus ojos lanzaban furiosos destellos.
–No hay excusas para golpear a otra persona –agregó Marlie, tan enojada como su compañera–. Los dos tenéis edad suficiente para haberlo aprendido. Y si no lo sabéis, lo aprenderéis ahora. Traed las correas –ordenó.
Un hombre joven corrió al interior de un albergue; pronto salió Valez, llevando varias tiras de cuero. La niña parecía horrorizada; su hermano dilató los ojos, forcejeando por liberarse. Logró escapar y echó a correr, pero Talut, que salía en aquel momento del Campamento de la Espadaña, le atrapó en un instante y le llevó de nuevo hasta las mujeres.
Ayla estaba preocupada. Ambos niños necesitaban ser atendidos de las lesiones. Además, ¿qué iban a hacerles? Después de todo, no eran más que unas criaturas.
Mientras Talut sostenía al niño, otro hombre cogió una de las largas correas y comenzó a atarle el brazo derecho al costado, inmovilizándoselo sin cortarle la circulación. Alguien se encargó de la niña, que se echó a llorar cuando le ataron el brazo derecho.
–Pero... es que él.. me quitó...
–No importa lo que te haya quitado –dijo Tulie.
–Hay otros medios de recobrar las cosas –añadió Brecie–. Debiste acudir al Consejo de las Hermanas. Para eso están los Consejos.
–¿Qué pasaría si cualquiera tuviese derecho para golpear a otro porque no están de acuerdo o porque han discutido o sustraído alguna cosa? –inquirió otra de las mujeres.
Mientras ataban el tobillo izquierdo del niño al derecho de su hermana, Marlie agregó:
–Ambos debéis aprender que no hay vínculo tan fuerte como el que une al hermano y a la hermana. Es el vínculo de nacimiento. Y para que lo recordéis, pasaréis dos días atados. Las manos que se golpearon estarán atadas, para que no vuelvan a levantarse con enojo. Ahora tendréis que ayudaros mutuamente. El uno no podrá ir adonde no vaya el otro, ni podrá dormir hasta que el otro se tienda. Ninguno de los dos podrá comer, beber, lavarse ni hacer ningún acto personal sin la ayuda del otro. Aprenderéis a depender el uno del otro, como deberéis hacerlo durante toda la vida.
–Y cuantos os vean así sabrán de la abominación que habéis cometido –agregó Talut, en voz tan alta que todos le oyeron.
–Deegie –intervino Ayla, en voz baja–, estos niños necesitan asistencia. La niña sigue sangrando por la nariz y el chico tiene el labio hinchado.
Su amiga se acercó a Tulie y le susurró algo al oído. La jefa, asintiendo, se adelantó un paso.
–Antes de volver a vuestro Campamento, acompañad a Ayla al Hogar del Mamut, donde ella os curará las heridas que os habéis hecho mutuamente.
La primera lección que ambos tuvieron que aprender fue la de acoplar sus pasos: con los tobillos atados, se veían obligados a caminar al mismo paso y en la misma dirección. Deegie les acompañó al Hogar del Mamut. Después de lavados y curados, las jóvenes les siguieron con la vista mientras ellos se alejaban renqueando.
–Es cierto que se pegaron bien –dijo Ayla, mientras volvían al Campamento de la Espadaña–, pero también que el muchacho le quitó algo a su hermana.
–Eso no importa –replicó Deegie–. Ésa no es forma de recuperar algo. Han de aprender que pelearse es inadmisible. Como es indudable que en su Campamento no se lo enseñaron, tendrán que aprenderlo aquí. Ahora comprenderás por qué Crozie se resistía a la unión de Fralie con Frebec.
–No. ¿Por qué?
–¿No lo sabías? Frebec es originario de uno de estos tres Campamentos. Los tres están muy emparentados entre sí. Chaleg es primo de Frebec.
–Pero Frebec ha cambiado mucho, por cierto.
–Es verdad, pero te seré franca: todavía no me fío demasiado de él. Me reservo la opinión hasta que se le ponga a prueba.
Ayla no podía quitarse a los niños de la cabeza; era como si le correspondiera aprender algo de esa experiencia. El juicio había sido rápido y sin apelación. Ni siquiera se les había dado la posibilidad de justificarse; nadie pareció pensar en atender antes sus magulladuras. Sin embargo, ni las heridas eran graves ni el castigo doloroso, aunque la humillación y el ridículo pudiesen perdurar durante años.
–Deegie –preguntó–, esos niños tienen un brazo libre cada uno, ¿qué les impide desatarse?
–Todo el mundo se daría cuenta. Por humillante que les resulte caminar atados, mucho peor sería quitarse las ligaduras. Todos dirían que están dominados por los espíritus malignos de la ira y que no saben dominarse ni aprender el valor de la mutua ayuda. Todo el mundo les daría de lado y la vergüenza sería aún mayor.
–No creo que olviden jamás la lección.
–Ni ellos ni otros muchos de su edad. Hasta las discusiones escasearán por algún tiempo, aunque unos cuantos gritos no dañan a nadie.
Ayla estaba ansiosa por volver a la familiaridad del Campamento de la Espadaña. Había visto tanto y conocido a tanta gente que su cabeza era un torbellino. Sin embargo, no pudo evitar echar una ojeada cuando pasaron de nuevo junto al sector en donde se trabajaba el pedernal. Esta vez vio a Jondalar, pero también a alguien más a quien no esperaba encontrar allí: Mygie contemplaba con adoración aquellos asombrosos ojos azules, y su postura resultaba algo atrevida a los ojos de la muchacha. Jondalar le sonreía con una soltura que Ayla no le había visto en mucho tiempo, al igual que la audacia de su mirada.
–Me habían dicho que las pies-rojos debían dedicarse a la formación de los adolescentes –observó, pensando que Jondalar no necesitaba ningún tipo de enseñanzas.
Deegie vio su expresión y adivinó en el acto el motivo. La comprendía, pero, por otra parte, también para Jondalar había sido un invierno largo y difícil.
–Tiene necesidades físicas, Ayla, lo mismo que tú.
De pronto, la joven se ruborizó. Después de todo, ella había compartido el lecho de Ranec, mientras Jondalar dormía solo. ¿Por qué le molestaba que él compartiera Placeres con otra mujer durante la Reunión de Verano? En realidad, no la inquietaba que eligiera a Mygie, sino que no la hubiera elegido a ella.
–Si necesita una mujer –continuó Deegie–, es preferible que se entienda con una pies-rojos. Ellas no se pueden comprometer. A menos que se enamore, esto no durará más que una estación. Este invierno todo habrá terminado. No creo que sus sentimientos por Mygie sean muy fuertes, Ayla, y no le vendrá mal ir con una mujer; eso puede ayudarle a relajarse y a pensar con más claridad.
–Tienes razón, Deegie. ¿Qué importancia tiene? Se irá después de la cacería del mamut, según ha dicho... Y yo he prometido unirme a Ranec.
«Y después», pensó, mientras caminaban por entre una verdadera muchedumbre, «volveré al Clan para buscar a Durc y me le traeré a vivir con nosotros. Podrá convertirse en Mamutoi y compartir nuestro hogar. Será un buen amigo para Rydag. Y también podré traerme a Ura, para que tenga una compañera. Y yo viviré aquí, con todos mis amigos, con Ranec, que me ama, y con Durc, mi hijo, Rydag, los caballos y Lobo... Y nunca jamás volveré a ver a Jondalar.»
Una fría tristeza se apoderó de ella.
Rugie y Tusie entraron corriendo en el sector principal de la tienda, muy sonrientes.
–Hay otra afuera –anunció Rugie.
Ayla se apresuró a bajar la vista. Nezzie y Tulie intercambiaron una mirada de inteligencia. Fralie sonrió. Frebec esbozó una amplia sonrisa.
–¿Otra qué? –preguntó Nezzie, para estar segura, aunque lo sabía.
–Otra «legación» –explicó Tusie, con el tono de altivez de quien está cansada de tonterías.
–Entre las delegaciones y tus obligaciones de guardiana, estás pasando el verano muy ocupada, Tulie –comentó Fralie, mientras cortaba un poco de carne para Tasher, pero le constaba que la jefa estaba más que encantada de ser el centro de atracción del interés que despertaba el Campamento del León y sus miembros.
Tulie salió con Ayla. Nezzie las siguió por si la necesitaban, pues los demás ya habían desaparecido. Fralie y Frebec se acercaron a la abertura de la tienda para saber de quiénes se trataba. Frebec fue a reunirse con las tres mujeres, mientras que Fralie se quedó para cuidar a los niños con el fin de que no molestaran a los visitantes.
Había un grupo esperando fuera del territorio que Lobo había marcado como perteneciente al Campamento del León. Había trazado una frontera imaginaria con su orina y la patrullaba sin cesar. Cualquiera podía acercarse, pero nadie ponía un pie dentro de sus terrenos sin que previamente alguien en quien el animal confiara le diera la bienvenida.