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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (109 page)

Cuando recordaba la angustia reflejada en los ojos de Jondalar, el día en que el mamut estuvo a punto de matarla, se preguntaba si aún la amaría. De ser así, no entendía que se hubiera mostrado tan distante aquel invierno. ¿Por qué había dejado de buscar Placeres con ella? ¿Por qué había abandonado el Hogar del Mamut? Rememoró aquel día en las estepas, cuando él cabalgó por primera vez en Corredor. Al pensar en el frenético ardor con que él la hizo suya, y en su consciente y ávida aceptación, le era imposible conciliar el sueño de tanto como deseaba a Jondalar. Por desgracia, el recuerdo quedaba empañado por el rechazo del hombre, así como por sus propios sentimientos de pena y confusión.

Después de una jornada especialmente larga y una cena tardía, Ayla fue de los primeros que se encaminaron hacia la tienda de campaña. Había rechazado con una sonrisa la esperanzada invitación de Ranec a compartir su cama, arguyendo que estaba muy cansada. Su desilusión le inspiró remordimientos, pero estaba realmente cansada e insegura con respecto a sus propios sentimientos.

Antes de entrar en la tienda había visto a Jondalar cerca de los caballos. Él se había dado la vuelta y ella le observaba, fascinada sin pretenderlo por su figura, la forma en que se movía o permanecía en pie. Le conocía tan bien, que se creía capaz de reconocerle sólo por su sombra. Luego se dio cuenta de que su cuerpo había respondido al del hombre, también sin proponérselo. Su respiración se hizo más rápida y su rostro enrojeció; se sentía atraída de tal forma por él que dio un paso en su dirección.

«Pero no serviría de nada», pensó. «Si me acerco a hablarle, pondrá alguna excusa y se alejará para charlar con cualquier otra persona.» Ayla entró en la tienda, todavía agitada por las sensaciones que acababa de experimentar, y se zambulló en su cama.

Sin embargo, no pudo dormir. Daba vueltas y más vueltas en su lecho, tratando de ignorar sus ansias por Jondalar. ¿Qué le estaba ocurriendo? Si él no la quería, ¿por qué le deseaba ella tanto? ¿Y por qué Jondalar la miraba de aquel modo algunas veces? ¿Por qué la había deseado tanto aquel día en la estepa? Entonces pensó en algo que la hizo fruncir el ceño. Tal vez se sentía atraído por ella sin realmente quererla. Pensándolo bien, eso parecía tener sentido. La evitaba porque no quería quererla.

El rubor le subió a las mejillas, pero esta vez era más bien por despecho. Vistas las cosas así, todo se aclaraba, sus huidas y sus desplantes. ¿Sería tal vez porque estaba defendiéndose contra el deseo que despertaba en él? Reflexionando en todos sus intentos de acercarse a él, de hablarle, de comprenderle, mientras que él no pensaba más que en rehuirla, se sintió humillada y llegó a la conclusión de que no la amaba. «No me ama como Ranec. Jondalar pretendía que me amaba y hablaba de llevarme con él cuando estábamos en el valle, pero nunca me ha propuesto la Unión. Nunca ha dicho que quería compartir su hogar conmigo y jamás me ha pedido que le diera hijos.

»¿Por qué sigo interesándome por él cuando él se burla de mi?», se preguntó, con los ojos inundados de lágrimas. Se sorbió las lágrimas y se limpió los ojos con el dorso de la mano; tanto pensar en él, tanto desearle, cuando él sólo buscaba olvidarla...

«Bueno, Ranec me quiere», pensó. «Y él también sabe darme buenos Placeres. Es muy bueno y quiere compartir su hogar conmigo, a pesar de que yo no soy buena con él. Y hace bonitos bebés, por lo menos el de Tricie lo es. Creo que debería empezar a ser más complaciente con Ranec y olvidarme de Jondalar.» Pero mientras estas reflexiones desfilaban por su mente, volvieron a brotar las lágrimas, sin que pudiera reprimirlas. Pero por más que le diera vueltas al asunto, no podía negar la evidencia: «Sí, Ranec es bueno conmigo, pero no es Jondalar. Y yo amo a Jondalar.»

Aún estaba despierta cuando los demás comenzaron a entrar en la tienda. Vio que Jondalar se detenía en la entrada y miraba hacia ella, vacilando. Le sostuvo la mirada un instante, pero acabó por alzar el mentón y apartar la vista. En aquel momento entró Ranec. Ella se incorporó, sonriente.

–¿No te acostaste temprano porque estabas cansada? –se extrañó él.

–Eso pensé, pero no puedo dormir. Tal vez necesite compartir tus pieles, después de todo.

La sonrisa de Ranec habría podido rivalizar con el sol, si hubiera estado en el cielo.

–Menos mal que, cuando estoy cansado, no hay nada que pueda mantenerme despierto –comentó Talut, con una sonrisa bonachona, mientras se sentaba en sus pieles para desatarse las botas.

Pero Ayla notó que Jondalar no sonreía. Había cerrado los ojos, sin que ello disimulara su mueca de dolor ni el gesto de derrota con que se dirigió hacia sus pieles de dormir. De pronto giró en redondo y salió precipitadamente. Ranec y Talut intercambiaron una mirada, e inmediatamente el hombre moreno se volvió hacia Ayla.

Al llegar a la zona pantanosa decidieron buscar un desvío. Llevaban demasiado peso para cruzarla tan fatigosamente como la vez anterior. Tras consultar el itinerario del año anterior, grabado en una placa de marfil, decidieron cambiar de rumbo a la mañana siguiente. Talut estaba seguro de que el camino más largo llevaría el mismo tiempo, aunque le costó convencer a Ranec, que no estaba dispuesto a tolerar demoras.

Esa noche, Ayla se sintió especialmente nerviosa. También los caballos habían estado inquietos todo el día; ni siquiera el cepillado y las caricias sirvieron para calmarles. Algo iba a cambiar. Ella no sabía qué, pero lo presentía. Echó a andar por las estepas abiertas, tratando de relajarse.

Vio una bandada de perdices blancas y levantó la mano hacia su honda, pero la había olvidado. De pronto, sin motivo aparente, las aves levantaron el vuelo, como impulsadas por el pánico. Un águila dorada apareció por el horizonte. Con un amplio pero lento batir de alas, se acercaba pausadamente siguiendo la corriente de aire. Alcanzó a la bandada, que volaba a menor altura, y se lanzó en picado. Sujetó a una de las aves y la estranguló entre sus fuertes garras.

Ayla, estremecida, volvió de prisa al campamento. Permaneció levantada hasta tarde, conversando con unos y otros y tratando de distraerse, pero no lo consiguió. Cuando se acostó, el sueño tardó en venir; tuvo pesadillas inquietantes y se despertó varias veces. Cerca del amanecer se encontró completamente desvelada. Entonces se deslizó fuera de la tienda y encendió fuego para hervir agua.

Mientras que el cielo grisáceo se iba aclarando lentamente, Ayla bebió su infusión matinal y se quedó mirando distraídamente una flor, con la corola seca, que surgía en una ramita cerca del fuego. Sobre el hogar se había dejado, pendiente de tres lanzas, un cuarto de mamut a medio consumir, fuera del alcance de los animales merodeadores. Saliendo de su ensimismamiento, reconoció al fin la flor de la zanahoria silvestre. Sobre un montón de madera localizó una rama rota con una punta acerada; utilizándola como un palo de cavar, ahondó la tierra unos centímetros para liberar las raíces de la planta. Vio también otras plantas con flores y, mientras las desenterraba, tropezó con una cardencha, sabrosa y jugosa una vez despojada de las espinas. Junto a las cardenchas había un gran pedo de lobo todavía blanco y fresco como esperando que alguien lo cogiera en medio de pequeños lirios con tiernos y crugientes brotes. Cuando los cazadores se levantaron les estaba esperando una sopa de cereales hirviendo lentamente.

–¡Es estupenda! –ponderó Talut, sirviéndose una segunda ración con un cucharón de marfil–. ¿Cómo se te ocurrió preparar un desayuno tan delicioso?

–No podía dormir. He salido a tomar el aire y he encontrado todas estas cosas que estaban esperando a que alguien las cociera. Eso me ayudó a no pensar en... algunas cosas.

–Yo he dormido como un oso en invierno –dijo Talut. Luego la estudió con más atención, lamentando que Nezzie no estuviera allí–. ¿Te preocupa algo, Ayla?

Ella sacudió la cabeza.

–No, no es eso. Me siento... extraña. También los caballos presienten algo. Corredor se resiste a obedecer y Whinney está nerviosa...

De pronto, Ayla dejó caer su taza y cruzó los brazos contra el pecho, como para protegerse. Sus ojos, horrorizados, estaban fijos en el cielo del sudeste.

–¡Talut! ¡Mira! ¿Qué es eso?

Una columna de humo oscuro se elevaba a lo lejos, cubriendo el cielo con enormes nubes negras.

–No sé –reconoció el jefe, asustado como ella.

–Yo tampoco estoy seguro –la voz del chamán tatuado les hizo volverse–. Proviene de las montañas del sudeste –Vincavec luchaba por mantener la compostura, pues no era correcto que demostrara sus temores, pero le resultaba difícil–. Sin duda es una señal de la Madre.

Ayla estaba segura de que la tierra debía de estar sufriendo una terrible conmoción para vomitar de aquel modo, con tanta fuerza. La columna de humo gris tenía que ser increíblemente grande para que se la viera de aquel tamaño a tanta distancia, y la gigantesca nube, arremolinada con furia, seguía aumentando. Los vientos altos comenzaban a empujarla hacia el oeste.

–Es la leche de los Pechos de Doni –dijo Jondalar, con más indiferencia de la que sentía, empleando un término de su propio idioma.

Todos habían salido ya de las tiendas para observar aquella aterrorizante erupción y la nube de cenizas volcánicas.

–¿Qué..., qué significa eso que has dicho? –preguntó Talut.

–Es el nombre de una montaña, una montaña que vomita. Cuando era pequeño vi una. La llamamos «Pechos de la Madre». El viejo Zelandoni nos contó una leyenda al respecto. La que yo vi estaba muy lejos, en las tierras altas del medio. Más tarde, un viajero que había estado cerca nos contó lo que había presenciado. Era un relato muy interesante, pero él estaba verde de miedo. Primero hubo pequeños terremotos; después, la cima de la montaña saltó por los aires. Despidió un chorro grande, como éste, y formó una nube negra que llenó el cielo. No es propiamente una nube como todas; es polvo o ceniza. Ésta –señaló la enorme nube negra que se deslizaba hacia el oeste– parece estar alejándose. Ojalá no cambie el viento. Esa ceniza, cuando se posa, lo cubre todo, a veces con una capa muy espesa.

–Debe de estar muy lejos –comentó Brecie–. Desde aquí no se divisan siquiera las montañas. Y no se oyen ruidos ni se estremece la tierra. Sólo vemos ese enorme chorro y esa inmensa nube oscura.

–Gracias a eso, aunque la ceniza caiga, tal vez no sea tan grave. Estamos bastante lejos –dijo Mamut.

–¿Has dicho que hubo terremotos? Los terremotos siempre son una señal de la Madre. Esto también ha de serlo. Los Mamutoi tendrán que meditar sobre lo que hemos visto y hallar su significado –dijo Vincavec, por no parecer menos informado que el extranjero.

Ayla no oyó gran cosa, aparte de la palabra «terremoto». No había nada a lo que temiera tanto. Había perdido a su familia a los cinco años, por una violenta sacudida de la corteza terrestre; otro terremoto había matado a Creb cuando Broud la estaba expulsando del Clan. Los temblores de tierra siempre fueron presagio de pérdidas devastadoras y cambios desgarradores en su vida. Apenas logró mantener el dominio de sí misma.

Y en ese momento, por el rabillo del ojo, detectó un movimiento familiar. Un segundo después, una bola de pelo gris saltó hacia ella, apoyándole en el pecho dos patas mojadas y embarradas. Una lengua áspera le lamió la barbilla.

–¡Lobo! ¡Lobo! ¿Qué haces aquí? –dijo, rascándole el cuello. De pronto se interrumpió sobrecogida de espanto–. ¡Oh, no! ¡Es por Rydag! ¡Lobo ha venido a buscarme para que vuelva junto a Rydag! Tengo que irme. ¡Debo partir inmediatamente!

–Deja aquí las angarillas y la carga de los caballos –aconsejó Talut–. Ya volverás a buscarlos más tarde.

En los ojos del jefe del Campamento del León era evidente el dolor. Rydag era hijo de su hogar, tanto como los otros hijos de Nezzie, y Talut le quería mucho. De no haber sido por su corpulencia, Ayla le habría ofrecido a Corredor para que la acompañara.

Corrió a la tienda para vestirse y allí encontró a Ranec.

–Es Rydag –dijo.

–Lo sé. Acabo de oírte. Deja que te ayude. Pondré en tu mochila un poco de comida y agua. ¿Necesitarás tus pieles de dormir? Las pondré también –propuso el tallista, mientras ella se ataba las botas.

–Oh, Ranec, ¿cómo puedo agradecerte tanta bondad? –preguntó Ayla.

–Es hermano mío, Ayla.

«¡Por supuesto! Ranec también quiere a Rydag.»

–Disculpa. La cabeza no me funciona bien. ¿Quieres venir conmigo a caballo? Pensé proponérselo a Talut, pero es demasiado grande para montar a Corredor. Tú, en cambio, podrías.

–¿Yo? ¿Sentarme en un caballo? ¡Jamás! –exclamó Ranec, sobresaltado, retrocediendo un paso.

Ayla frunció el ceño. No sabía que los caballos le aterrorizaran hasta ese extremo, pero en aquel momento recordó que nunca se había interesado por montar y se preguntó por qué.

–No tengo la menor idea de cómo dirigirle y... creo que me caería, Ayla. Para ti es normal montar a caballo, es una de las cosas por las que me gustas, pero yo no montaré jamás a lomos de un caballo, prefiero mis dos pies. Ni siquiera me gustan los botes.

–Pero alguien tendrá que acompañarla. No puede volver sola –observó Talut, que se había acercado a la entrada de la tienda.

–No volverá sola –dijo Jondalar, que estaba vestido con su atuendo de viaje, de pie junto a Whinney; llevaba a Corredor cogido de la rienda.

Ayla exhaló un gran suspiro de alivio, pero, acto seguido, frunció el ceño. ¿Por qué quería acompañarla si no deseaba estar a solas con ella, si hasta se burlaba de ella? Se alegraba de que fuera con ella, pero jamás lo confesaría. Ya se había humillado demasiadas veces.

Mientras ataba al lomo de Whinney los cestos laterales, notó que Lobo estaba bebiendo agua en el cuenco de Ranec. El hombre moreno le había puesto también medio plato de carne.

–Gracias por darle de comer, Ranec –dijo.

–El hecho de que no quiera montar a caballo no significa que no me gusten los animales, Ayla –dijo el tallista, sintiéndose avergonzado por haberle revelado su temor a los caballos.

Ella asintió con una sonrisa.

–Nos volveremos a ver en el Campamento del Lobo –dijo. Se despidieron con un abrazo y un beso, que Ayla consideró en exceso apasionado. Luego besó tambien a Talut y a Brecie. Después de rozar su mejilla contra la de Vincavec, montó en la yegua. El lobo se puso inmediatamente a su lado.

–Espero que Lobo no esté demasiado exhausto para volver corriendo –comentó la muchacha.

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