Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla paseó la mirada por el paisaje abierto, notando que, desde aquella altura, se abarcaba una distancia mucho mayor.
–¡Oh, mirad! –gritó de pronto, señalando hacia el sudeste–. ¡Mamuts! ¡Veo un rebaño de mamuts!
–¿Dónde? –preguntó Ranec, súbitamente excitado.
El entusiasmo se extendió como un incendio entre los cazadores. Talut, que se había sobresaltado al oír la palabra «mamut», ya iba por la mitad del montículo. Llegó a la cima en pocas zancadas y, con la mano a modo de visera, miró en la dirección indicada por Ayla.
–¡Tiene razón! ¡Allí están! ¡Son mamuts! –tronó, sin poder contener la emoción ni el volumen de su voz.
Otros empezaron a trepar, en busca de un sitio para ver a las grandes bestias. Ayla bajó algunos pasos para dejar su sitio a Brecie.
La aparición de los animales provocó cierto alivio, además de excitación. Por fin se dejaban ver. Nadie sabía qué había estado esperando el Espíritu del Mamut, pero al fin había permitido que sus criaturas de este mundo se presentaran a los elegidos por Mut para cazarlas.
Una de las mujeres del Campamento de Brecie comentó a uno de los cazadores que había visto a Ayla de pie en el montículo de hielo, con los ojos cerrados, girando la cabeza como si buscara algo o tal vez como si lo Convocara. Y, al abrir los ojos, había visto a los mamuts. El hombre escuchó como entendiendo lo que quería decir.
Cuando Ayla se disponía a descender, Talut apareció junto a ella, con la sonrisa más grande que había visto en su cara.
–Has hecho muy feliz a este Hombre Que Manda –dijo el gigantesco pelirrojo.
–Yo no he hecho nada –protestó ella–. Los he visto simplemente.
–Con eso basta. Quienquiera que los hubiera visto primero me habría hecho muy feliz, pero me alegro de que hayas sido tú.
Ayla le sonrió. Quería de corazón a aquel hombrón. Le consideraba una especie de tío, hermano o amigo, y sabía que él la correspondía con el mismo cariño.
–Ibas ya a bajar, Ayla, pero ¿qué estabas mirando? –preguntó Talut, mientras iniciaba el descenso con ella.
–Nada en particular. Sólo estaba examinando la forma de este montículo. ¿Notas cómo se ahueca en el sitio por donde subimos, para curvarse luego hacia fuera?
Talut echó una ojeada indiferente, pero de pronto puso más atención.
–¡Ayla! ¡Otra vez has hecho una de las tuyas! –gritó.
–¿Otra vez, qué?
–¡Otra vez has hecho de este Hombre Que Manda un hombre muy feliz!
Su sonrisa era tan contagiosa, que ella sonrió a su vez.
–¿Y ahora por qué, Talut?
–Gracias a ti he reparado en la forma de este montón de hielo. Es como un cañón sin salida. No está completo, pero podemos arreglarlo. ¡Ahora ya sé cómo vamos a cazar a esos mamuts!
No había tiempo que perder. Los mamuts podían alejarse o el tiempo cambiar otra vez. Los cazadores tenían que aprovechar inmediatamente la oportunidad. Después de conferenciar, los jefes de la cacería enviaron a varios exploradores para que investigaran el paraje y la importancia del rebaño. Mientras tanto se construyó una pared de rocas y hielo, para bloquear el espacio abierto a un lado del cañón. De ese modo, el bloque de hielo se convertía en un corral, provisto de una sola entrada. Al regresar los exploradores, todos se reunieron para estudiar la mejor manera de llevar a los enormes animales lanudos hacia la trampa.
Talut explicó cómo Ayla, montada en Whinney, les había ayudado a capturar un bisonte. Todos escucharon con interés, pero se llegó a la conclusión de que un caballero montado en su caballo no podía por sí solo forzar a los mamuts a dirigirse hacia el pasaje sin salida. Su colaboración sería útil, pero había que buscar otro medio más seguro.
La solución era el fuego. Las tormentas de verano con aparato eléctrico incendiaban con frecuencia algunos pastizales, de tal forma que hasta los enormes mamuts, tan poco propensos al miedo, sentían por las llamas un prudente respeto. Sin embargo, en aquella época podía resultar difícil iniciar un incendio. Habría que hostigar a aquellos monstruos con antorchas.
–¿Con qué fabricaremos las antorchas? –preguntó alguien.
–Con hierba seca y estiércol de mamut –dijo Brecie–. Una vez mezcladas con grasa, las antorchas prenderán fácilmente.
–Podríamos utilizar la piedra de fuego de Ayla para encenderlas –añadió Talut.
Esta sugerencia mereció la aprobación de todos.
–Habrá que encender fogatas en distintos lugares y a espacios apropiados –observó Brecie.
–Ayla ha proporcionado a cada hogar del Campamento del León una piedra de fuego. Tenemos varias aquí –dijo Talut–. Nosotros tenemos varias. Yo tengo una, Ranec también. Y Jondalar tiene la suya.
Talut lamentó que no estuviera allí Tulie, pues sabía que a ella le habría encantado el prestigio que para el Campamento del León suponía la posesión de las famosas piedras, tanto más cuanto que eran muy raras.
–Una vez que hayamos puesto a los mamuts en movimiento, ¿cómo podremos estar seguros de que irán hacia el cañón? –preguntó una mujer del Campamento de Brecie–. Este paraje es muy abierto.
El plan elaborado fue simple y eficaz. Construyeron dos hileras de mojones, utilizando rocas y bloques de hielo, que se abrían en abanico desde el cañón. Talut, con su enorme hacha, en un abrir y cerrar de ojos redujo el tamaño de los bloques más grandes para que pudieran ser transportados con mayor facilidad. Detrás de cada uno dejaron varias antorchas preparadas. De los cincuenta cazadores, unos cuantos se colocaron dentro del mismo cañón, protegidos por bloques de hielo, para el primer ataque frontal. Otros se situaron entre los mojones. Los corredores más veloces y fuertes (a pesar de su tamaño, los mamuts eran capaces de desarrollar una gran velocidad en distancias cortas) se distribuirían en dos grupos, para rodear al rebaño.
Brecie explicó, para información de los más jóvenes, que nunca habían cazado a las gigantescas y peludas bestias, algunas características y puntos vulnerables de los mamuts. Ayla, después de escuchar con atención, entró con ellos en el cañon de hielo. La jefa del Campamento del Alce quería dirigir desde dentro el ataque frontal; necesitaba inspeccionar la trampa y elegir el sitio que considerase más adecuado.
Tan pronto como se encontraron dentro de los muros helados, Ayla notó la bajada de la temperatura. Con el fuego que habían encendido para derretir la grasa destinada a las antorchas, y el ejercicio de cortar hierba y acarrear bloques de hielo, no se había dado cuenta del frío. No obstante, estaban tan próximos al enorme glaciar que el agua aparecía con una película de hielo por la mañana, a pesar de estar en verano, y era necesario usar las pellizas durante el día.
Dentro del recinto, el viento era glacial, pero Ayla estaba tan cautivada por la belleza del paraje que no se daba cuenta. Tenía la sensación de haber entrado en otro mundo, un mundo azul y blanco, de gélida y desnuda belleza. Al igual que en los cañones rocosos cerca de su valle, en el suelo yacían, rotos, grandes bloques de hielo desprendidos recientemente de los muros helados. Sobre sus cabezas, carámbanos afilados y vertiginosas espirales, de un blanco centelleante, se hundían en las grietas y en los rincones umbrosos, transformándose en un azul vívido, deslumbrante. De pronto pensó en los ojos de Jondalar.
La superficie redondeada de los picos más antiguos o de los bloques desmoronados, desgastada por el tiempo y cubierta de grava fina arrastrada por el viento, invitaba a la escalada y a la exploración. Mientras los demás buscaban sitios donde apostarse, Ayla aceptó la invitación. A fin de cuentas, ella no esperaría a los mamuts dentro del recinto. Whinney y ella, junto con Jondalar y Corredor, ayudarían a empujar a aquellas bestias lanudas hacia la trampa de hielo. La rapidez de los caballos sería de una gran utilidad, y tanto Ayla como Jondalar prestarían sus piedras de fuego a cada uno de los dos grupos de cazadores. Ayla advirtió que la gente iba juntándose a la entrada del cañón. Silbó a Whinney, que salía del campamento junto con Jondalar y Corredor. La yegua acudió a la llamada de la joven.
Los dos grupos de cazadores expertos se encaminaron hacia la manada de mamuts trazando un amplio círculo para rodearlos, sin pronunciar más palabras que las necesarias, por temor a espantarlos. Ranec y Talut se habían situado cada uno de ellos detrás de una hilera de montones de piedra que convergían en dirección al cañón de hielo, dispuestos a encender fuego tan pronto como fuera preciso. Ayla saludó con la mano a Talut y dedicó una sonrisa a Ranec. Cada uno esperaba al lado de una pila de hielo y piedras. Vincavec, que estaba del lado de Ranec, sonrió, y la muchacha le correspondió.
Ayla caminó delante de Whinney, con sus lanzas y su lanzavenablos sujetos a las alforjas, junto con un juego de antorchas. Había otros cazadores a corta distancia, pero nadie hablaba mucho. Todos estaban concentrados en los mamuts, deseando fervientemente que la cacería tuviera éxito. Ayla echó un vistazo a Whinney y después estudió al rebaño; aún seguía pastando en el mismo sitio en donde lo había visto desde el promontorio. Todo se había preparado con tanta rapidez que no había tenido tiempo de reflexionar. Siempre había querido cazar mamuts, y un estremecimiento recorrió su cuerpo al comprender que estaba a punto de participar en la primera cacería de mamuts de su vida. Sin embargo, cuando reflexionó sobre ello le pareció que en todo aquello había algo de grotesco. ¿Cómo podían unas criaturas tan pequeñas y débiles como los humanos desafiar a las enormes bestias lanudas, de poderosos colmillos, y confiar en el éxito? Aun así, allí estaba ella, dispuesta a cazar al mayor animal conocido en aquellas tierras, con sólo unas pocas lanzas, la inteligencia y la cooperación de sus compañeros y el lanzavenablos de Jondalar. ¿Daría resultado aquel nuevo artefacto con las pesadas lanzas que empleaban para cazar el mamut? Lo habían probado, pero aún no estaban familiarizados con él.
Ayla vio cómo Corredor y el grupo de cazadores que había rodeado a la manada por el lado opuesto avanzaban ahora hacia los mamuts, que parecían haberse puesto en movimiento. ¿Se daban cuenta de que los humanos trataban de cercarles? También el grupo de Ayla aceleró el paso. La tensión estaba llegando a su punto máximo. Se dio la señal de que se prepararan las antorchas. Ayla sacó las que llevaba en los cestos de Whinney y las distribuyó. Todos esperaron, ansiosos, mientras el otro grupo hacía lo mismo. Por fin, el jefe de la cacería dio la señal de encenderlas.
Ayla se quitó los mitones, arrodillada junto a un montoncito de velludillo y estiércol seco. Los otros esperaban a poca distancia. La primera chispa murió, pero la segunda pareció prender la yesca. Volvió a golpear el pedernal, agregando nuevas chispas a la yesca, y trató de avivar el fuego soplando. Una súbita ráfaga de viento vino en su ayuda, y las llamas envolvieron bruscamente el montón de velludillo y estiércol. Después de agregar algunos trozos de sebo para avivar la combustión, se retiró para que los cazadores fueran encendiendo sus antorchas. A continuación comenzaron a desplegarse en abanico.
No hubo señal alguna que indicara el inicio del acoso. La operación comenzó lentamente, según avanzaban los desorganizados cazadores hacia las gigantescas bestias, entre gritos, agitando las humeantes antorchas. Pero casi todos los Mamutoi eran cazadores experimentados, y estaban habituados a cazar juntos. Pronto concentraron sus esfuerzos y los peludos elefantes iniciaron el avance hacia los mojones.
Una gran hembra, la matriarca del rebaño, pareció notar cierta intención agresiva en la aparente confusión y torció hacia un lado. Ayla echó a correr en dirección a ella, aullando y agitando su antorcha. Le asaltó el súbito recuerdo de una vez en que, años atrás, encontrándose sola, pretendió dar caza a una manada de caballos sin otra ayuda que unas antorchas humeantes. Todos los caballos escaparon, excepto uno... o mejor dos, la madre cayó en la trampa que ella había preparado, pero no así la pequeña yegua baya.
Se volvió a echar una ojeada a Whinney. El fuerte bramido del mamut hembra la cogió por sorpresa. Giró a tiempo para ver que la vieja matriarca observaba a aquellas criaturas, débiles e insignificantes, con olor a peligro. Y de pronto se lanzó contra la muchacha. Pero esta vez no estaba sola. Al levantar la vista vio a Jondalar a su lado; después, a algunos más. La enorme bestia no deseaba enfrentarse a tantos. Levantó la trompa, bramó largamente para avisar a los demás y retrocedió.
La zona de heno seco estaba en tierras más elevadas, donde no la afectaban los riachuelos del deshielo estival, y hacía varios días que no llovía. Las fogatas que habían servido para encender las antorchas quedaron sin vigilancia; pronto se extendieron por entre las hierbas, avivadas por el fuerte viento. Cuando los mamuts percibieron el olor de la hierba y la tierra chamuscada, la vieja matriarca volvió a bramar, acompañada ahora por un coro de grandes alaridos, mientras las bestias parduzcas y rojizas tomaban velocidad, lanzándose en desbandada hacia un peligro mucho mayor, que aún no conocían.
Una ráfaga de viento que sopló de costado envió una bocanada de humo hacia los cazadores que perseguían a la manada. Ayla, que estaba a punto de montar en Whinney, volvió la mirada hacia el incendio y comprendió cuál era la causa del pánico de las gigantescas bestias. Se quedó un instante mirando, fascinada, las llamas rojas y crepitantes que devoraban voraces el heno, escupiendo chispas y eructando humo. Sabía que el fuego no representaba una amenaza real; aunque lograse cruzar los terrenos rocosos, el cañón de hielo lo detendría. Notó que Jondalar, ya montado sobre Corredor, seguía de cerca a los mamuts, y corrió tras él.
Cuando adelantó a una joven del Campamento de Brecie, que había ido corriendo todo el camino, Ayla pudo oír su pesada respiración y se acercó a las grandes bestias. Les resultaría más difícil desviarse una vez enfilaran la ruta que las conduciría inevitablemente al frío cañón. Las dos mujeres se miraron sonrientes cuando, por fin, la manada enfiló el sendero marcado por los mojones. Ayla continuó avanzando: ahora le tocaba a ella azuzarlos.
Comprobó que las antorchas de los mojones estaban siendo encendidas con cautela, para que el rebaño no se desviara a tan poca distancia. De pronto se vio ante la abertura del cañón. Hizo que Whinney se echara a un lado y desmontó de un salto, con las lanzas en la mano. La tierra vibraba al paso de los mamuts que se precipitaban inconscientemente hacia la trampa. Ayla salió a la carrera y se unió a la persecución, siguiendo de cerca a un viejo macho, cuyos colmillos se cruzaban por delante. Otros cazadores hacían fuego con diversos materiales combustibles, amontonados ante la abertura, en un intento de mantener dentro a los asustados animales. Ayla rodeó una fogata para entrar nuevamente en el frío recinto.