Los cazadores de mamuts (106 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Creo que el nombre es adecuado –continuó él, señalando el suelo con el dedo–. Nos recuerda que no debemos subestimar la fuerza de las viejas. Este bosquecillo es sagrado, pues los abedules son los guardianes de los somuti.

Las pequeñas y temblorosas hojas de los abedules, de un verde claro, no ocultaban por completo el sol, y motas de sombra danzaban ligeras sobre el suelo del bosque, cubierto de mantillo.

Ayla notó entonces que entre el musgo, bajo ciertos árboles, brotaban unos grandes hongos de sombrero de color rojo intenso con manchas blancas.

–¿Son esos hongos a los que llamáis somuti? –preguntó Ayla–. Son venenosos. Pueden causar la muerte.

–Sí, por supuesto, a menos que conozcas el modo de prepararlos. Son venenosos con el fin de no ser utilizados inadecuadamente. Sólo quienes han sido elegidos pueden explorar impunemente el mundo de los somuti.

–¿Tienen propiedades medicinales? No conozco ninguna.

–No lo sé. No soy un Hombre Que Cura. Tendrás que preguntar a Lomie –dijo Vincavec. Y de pronto, sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, le cogió las dos manos, mirándola a los ojos, como si escrutara dentro de ella–. ¿Por qué te opusiste a mí en la ceremonia del Llamamiento, Ayla? Había preparado el camino al mundo inferior para los dos, pero te resististe.

Ayla experimentó un extraño conflicto interno entre dos atracciones opuestas. La voz de Vincavec era cálida e incitante; le inspiraba un gran deseo de perderse en las negras profundidades de aquellos ojos, de flotar en aquellos charcos fríos y oscuros, de ceder a cuanto él quisiera. Pero también experimentaba una abrumadora necesidad de romper el encanto, de alejarse de su influjo, de mantener su propia identidad. Con un poderoso esfuerzo de voluntad, apartó la vista. Entonces divisó a Ranec, que les estaba observando; el hombre moreno se apresuró a desviar la mirada.

–Tal vez tú hayas preparado el camino, pero yo no estaba preparada –respondió ella, evitando la mirada de Vincavec.

Al oír su risa, levantó la vista. Las pupilas de Vincavec no eran negras, sino grises.

–¡Tienes carácter! Eres fuerte, Ayla. Nunca había conocido a nadie como tú. Eres digna del Hogar del Mamut, digna del Campamento del Mamut. Dime que compartirás mi hogar –la voz de Vincavec expresaba todo el sentimiento y la persuasión de que era capaz.

–Me he prometido a Ranec –objetó Ayla.

–Eso no importa, Ayla. Tráele contigo si quieres. No me molestaría compartir el Hogar del Mamut con un tallista de su categoría. ¡Tómanos a ambos! O yo os tomaré a los dos –volvió a reír–. No sería la primera vez. ¡También el hombre tiene su atractivo!

–Yo... no sé –respondió ella. Luego, un apagado resonar de cascos le hizo levantar la vista.

–Ayla, voy a llevar a Corredor hasta el río para cepillarle las patas –dijo Jondalar–. El barro se está secando pegado a la piel. ¿Quieres que lleve también a Whinney?

–Iré yo misma –replicó ella, feliz de encontrar una excusa para alejarse. Vincavec era fascinante, pero la asustaba un poco.

–Está por allá, cerca de Ranec –informó Jondalar, antes de dirigirse hacia el río.

Vincavec siguió con la mirada al joven alto y rubio. «¿Qué papel juega él en todo esto?», se preguntó, perplejo. «Llegaron juntos y él comprende a los animales, tal vez tanto como ella. Pero no parecen amantes, y no porque él tenga dificultades con las mujeres. Avarie me ha dicho que todas andan locas por el Zelandonii. Me ha asegurado también que no se acuesta con Ayla y que ni siquiera la toca. Se dice que se negó al Rito de la Mujer por sus sentimientos fraternales. ¿Es este cariño el que siente por Ayla? ¿Algo fraternal? ¿Por eso nos interrumpió para llevarla junto al tallista?»

Vincavec frunció el ceño. Luego arrancó cuidadosamente varios hongos y los ató con un cordel, colgándolos de las ramas de una «vieja madre», en posición invertida, para que se secasen. Tenía el propósito de recogerlos en el viaje de regreso.

Después de cruzar el afluente llegaron a una zona más seca, donde los pantanos, abiertos y sin árboles, estaban más separados entre sí. El chillido de las aves acuáticas les anunció la proximidad de un gran lago producto del deshielo. Acamparon a poca distancia, y varias personas se encaminaron hacia el agua, para buscar la cena. En aquellos lagos estacionales no había pesca, a menos que estuvieran alimentados por ríos o torrentes permanentes. Pero entre las raíces de las cañas, juncos, espadañas y colas de zorro abundaban los renacuajos de las ranas verdes y de los sapos campaneros.

Respondiendo a una misteriosa señal estacionaria, una nutrida masa de aves, acuáticas principalmente, había llegado del norte para unirse a las perdices, a las águilas doradas, a los harfangos de las nieves. El deshielo de primavera, que impulsaba el crecimiento de la vegetación y hacía revivir los pantanos en donde prosperaban los cañaverales, invitaba a infinidad de aves migratorias a permanecer allí el tiempo suficiente para hacer sus nidos y reproducirse. Muchas aves se alimentaban de batracios jóvenes, y también adultos, así como de tritones, serpientes, semillas, bulbos y de los inevitables insectos e incluso de pequeños mamíferos.

–A Lobo le encantaría este lugar –comentó Ayla a Brecie, mientras observaba a una pareja de pájaros que describían círculos en el cielo. (Siempre llevaba la honda preparada para el caso de que los pájaros se dignaran acercarse lo suficiente a la orilla. No quería mojarse para ir a recoger las piezas cobradas por sus piedras)–. Le he enseñado a que me traiga las presas y está haciendo muchos progresos.

Brecie había prometido mostrarle su Bastón Que Vuelve y deseaba ver la tan alabada pericia de la joven con su honda. Ambas quedaron recíprocamente impresionadas. El arma de Brecie era una sección de fémur, alargada y en forma romboidal, a la cual le había sido retirada la epífisis para afilar el extremo. Describía un vuelo circular; si se la arrojaba contra una bandada, era posible matar varios pájaros a la vez. Resultaba más adecuada que la honda para cazar aves, pero el arma de Ayla permitía también matar animales más grandes.

–Ya que has traído a los caballos, ¿por qué has dejado al lobo allá? –preguntó Brecie.

–Porque Lobo todavía es un cachorro. No sé cómo se comportaría delante de los mamuts y no quise correr el riesgo de que echara a perder la cacería de mamuts. Los caballos, en cambio, pueden servir para cargar la carne al regreso. Además, creo que Rydag le habría echado de menos y –añadió Ayla– los añoro a ambos.

Brecie iba a preguntarle si de verdad tenía un hijo con las mismas taras físicas que Rydag, pero cambió de idea. El tema era demasiado delicado.

A medida que transcurrían los días mientras seguían avanzando hacia el norte, se hizo perceptible un gran cambio en el paisaje. Los pantanos desaparecieron, y una vez que dejaron atrás a las ruidosas aves, el silbido del viento llenó las planicies abiertas, desprovistas de árboles, con un fantasmagórico gemido, entre el silencio y la desolación. El cielo se cubrió de nubarrones grises e informes, que oscurecían el sol y ocultaban las estrellas de noche, aunque rara vez llovía. En cambio, el aire era más frío y más seco, pues el viento parecía robar hasta la humedad del aliento. Al atardecer, algún claro entre las nubes rompía la opaca monotonía del cielo, con un crepúsculo tan luminoso y brillante que hechizaba a los viajeros con su pura belleza. Era una tierra de horizontes lejanos. Las colinas dejaban paso a otras colinas, sin picos mellados que rompieran la perspectiva, sin pantanos verdes de juncos que aliviaran los interminables grises, pardos y dorados polvorientos. La planicie parecía prolongarse en todas direcciones, salvo hacia el norte. Allí se la tragaba una niebla densa, que ocultaba todo rastro del mundo y engañaba el sentido de la distancia.

La naturaleza del terreno era una mezcla de verdes estepas y de tundra helada. Rodales de hierbas resistentes al hielo y a la sequía, herbáceas de raíces profundas, matas de salvia y de artemisa mezcladas con brezo grisáceo, rododendros en miniatura y flores de mirto dominaban sobre el delicado púrpura de la landa. Matojos de arándanos, de apenas diez centímetros de altura, prometían, a pesar de todo, una cosecha abundante; los abedules se arrastraban por el suelo como cepas.

Ninguno de los dos climas era propicio para las plantas arbustivas enanas que surgían de forma muy espaciada. El frío era demasiado intenso en la tundra para la germinación de las gramíneas. En las estepas, los ululantes vientos, que absorbían la humedad antes de que se posara en el suelo, barrían las planicies y frenaban el crecimiento de los árboles con tan cruel eficacia como el frío. Atenazada por la combinación de ambos elementos, la tierra estaba a la vez helada y seca.

A medida que los cazadores se iban acercando a las espesas brumas blanquecinas, les iba saliendo al paso una región cada vez más desolada. Rocas desnudas y pedregales sembraban el suelo. Sobre ellas se asentaban los líquenes, costras escamosas amarillentas, grises, pardas y a veces de un verde vivo, más parecidas a piedras que a plantas. Resistían como podían algunas herbáceas floridas y algunos arbustos enanos, mientras que la hierba espesa y los carrizos dibujaban amplios tapices verdes. Hasta en aquella región salvaje y desolada, batida por vientos glaciales y agostadores, seguía existiendo vida.

Pronto se dibujaron algunos contornos por entre la bruma opaca. Amplias placas de rocas quebradas, largas franjas de arena, piedras y gravas, rocas venidas de ninguna parte, como depositadas allí por una mano de gigante. El suelo pedregoso era lavado por las aguas, pequeños riachuelos o torrentes que discurrían anárquicamente, y a medida que los cazadores avanzaban más se iba percibiendo la humedad en el ambiente. En los recodos sombreados seguía habiendo manchones de nieve sucia, y en una depresión, junto a una gran roca, una capa de nieve rodeaba una pequeña charca en donde algunos bloques de hielo en suspensión pintaban el agua de vivos colores azulados.

Por la tarde cambió la dirección del viento. Cuando los viajeros decidieron acampar estaba nevando. Descorazonados, Talut y los demás se detuvieron para analizar la situación. Vincavec había hecho repetidas veces un Llamamiento al Espíritu del Mamut, pero sin resultado. A aquellas alturas ya deberían haber topado con las grandes bestias.

Por la noche, tendida silenciosamente en sus pieles, Ayla cobró conciencia de misteriosos sonidos que parecían provenir de las entrañas del suelo: chirridos, bufidos, gorgoteos. No podía identificarlos y no tenía idea de cuál podía ser su origen. Eso la puso nerviosa. Trató de dormir, pero se despertaba una y otra vez. Por fin, ya de amanecida, la venció el cansancio, obligándola a ceder a un pesado sopor.

Al despertar notó que ya era tarde. La luz parecía demasiado intensa y no había nadie más en la tienda. Cogió su pelliza y se disponía a salir, pero sólo llegó hasta la abertura: al mirar hacia fuera quedó petrificada, con la boca abierta. Los vientos cambiantes habían barrido de momento las brumas procedentes del glaciar, dejando al descubierto una gigantesca pared de hielo, tan increíblemente grande que la cima se perdía entre las nubes.

Su mismo tamaño hacía que pareciese más próxima de lo que estaba, pero a unos cuatrocientos metros se veían algunos bloques gigantescos, desprendidos de la muralla, formando montículos. Había numerosas personas alrededor de ellos, las cuales le proporcionaron una escala para apreciar el verdadero tamaño de aquella barrera de hielo. El glaciar ofrecía un espectáculo increíble, de asombrosa belleza. Relumbraba bajo el sol, en millones de cristales descompuestos en todos los tonos del prisma. Pero sobre el color profundo, subyacente, dominaba el mismo azul irreal que había visto en la charca el día anterior. No había palabras para describir aquel espectáculo.

Ayla terminó apresuradamente de vestirse, con la impresión de haberse perdido algo importante. Se sirvió una taza de algo que parecía una infusión, aunque ya se estaba formando una película de hielo. Al descubrir que era caldo, tardó sólo un momento en decidir que daba lo mismo. Después de beberlo, tomó un poco de cereal cocido, ya congelado, y lo envolvió en una gruesa tajada de carne asada. Luego se encaminó hacia el grupo a paso rápido.

–Creí que no ibas a levantarte nunca –comentó Talut al verla llegar.

–¿Por qué no me habéis despertado? –preguntó ella, al tiempo que tomaba el último bocado.

–No es prudente despertar a nadie de un sueño tan profundo, salvo en caso de una emergencia –apostilló Talut.

–El espíritu necesita tiempo para sus viajes nocturnos, a fin de volver renovado –agregó Vincavec, que se había acercado a saludarla. Hizo ademán de cogerle las manos, pero ella las apartó y se limitó a rozarle la mejilla con la suya, y se alejó para examinar el hielo.

–Sube por aquí, Ayla –la llamó Ranec–. Es más fácil si das la vuelta por este lado.

Ayla levantó la vista y le vio de pie en lo alto de un bloque ligeramente irregular. ¡Cuál no fue su sorpresa al ver que Jondalar estaba a su lado!

Ayla trepó por una serie de placas y fragmentos quebrados. La arenisca pegada al hielo hacía que fuera menos resbaladizo; con un poco de cuidado, no era difícil escalar sin riesgo. Al llegar a lo más alto, se irguió de cara al viento y cerró los ojos. Las ráfagas la empujaban, como si pusieran a prueba su resolución a resistirlas, y la voz de la gran muralla retumbaba, gimiente, a poca distancia. Giró la cabeza hacia la intensa luz de lo alto, perceptible aun a través de los párpados cerrados, y sintió en la piel la lucha cósmica entre el calor del astro celeste y el frío del glaciar. El aire mismo se estremecía con indecisión.

Luego abrió los ojos. El glaciar dominaba el panorama, colmando su vista. La enorme, majestuosa, formidable extensión de hielo que llegaba hasta el cielo avanzaba por toda la amplitud de la tierra que ella era capaz de divisar. Las montañas eran insignificantes a su lado. El espectáculo la llenó de una exaltación humilde y sobrecogida. Su sonrisa provocó una respuesta similar en Jondalar y Ranec.

–No es la primera vez que lo veo –dijo el tallista–, pero podría verlo tantas veces como estrellas hay en el firmamento y jamás me cansaría de contemplarlo.

Tanto Ayla como Jondalar se manifestaron de acuerdo.

–Pero puede ser peligroso –agregó Jondalar.

–¿Cómo llegó aquí tanto hielo? –preguntó Ayla.

–El hielo se mueve –explicó Ranec–. A veces crece, otras veces se retira. Estos bloques se desprendieron cuando la pared llegaba hasta aquí. Al principio eran mucho más grandes. Se han estado reduciendo, al igual que la muralla –Ranec estudió el glaciar–. Creo que la última vez estaba más lejos. Está creciendo de nuevo.

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