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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (105 page)

–¿Por qué hablas de ese león como si fueras su madre? –preguntó una voz procedente de una gran silueta que se dibujaba en la entrada. Era Lomie, que avanzó a una indicación de Mamut.

–¿Es que eres realmente su madre? –apostilló este último.

–En cierto modo, sí. Era un bebé cuando le recogí. Había recibido una coz en la cabeza; entonces yo le curé, le crié y le llamé Bebé. Así seguí llamándole cuando creció. Tienes que creerme, Lomie, yo no sé llamar a los animales.

–En ese caso, ¿por qué apareció ese león en el momento más providencial si tú no le llamaste? –preguntó Lomie.

–Fue pura casualidad, no hubo nada misterioso en ello. Probablemente captó mi olor o el de Whinney y vino a buscarme. A veces venía de visita, aun después de haber formado su propia manada. Pregúntaselo a Jondalar.

–Y si no estaba bajo tu influencia especial, ¿por qué no hirió a la muchacha? Con ella no tenía ninguna relación afectiva. Ella dice que la derribó; pensó que iba a devorarla, pero el león se limitó a lamerle la cara.

–Creo que perdonó a esa muchacha porque se me parece un poco: es rubia y alta. Bebé creció con un ser humano, no con otros leones; para él, las personas humanas son su familia. Cuando pasaba algún tiempo sin verme, saltaba sobre mí y me derribaba si yo no se lo impedía. Es su modo de jugar. Quería que le abrazara y le rascara –explicó Ayla.

Notó entonces que, mientras hablaba, la tienda se había llenado de Mamutoi.

Wymez se retiró algunos pasos, con una sonrisa astuta. «Como ella no iba a verles, han acudido ellos», pensó. Al ver que Vincavec se acercaba más, frunció el ceño. Si ella se decidía por él, Ranec pasaría un momento difícil. Nunca había visto tan alterado al hijo de su hogar como al enterarse del ofrecimiento de Vincavec. Wymez admitió, para sus adentros, que también él se había inquietado.

Vincavec observaba a Ayla mientras ésta respondía a todas las preguntas. Como jefe y mamut de un Campamento, no se dejaba impresionar con facilidad; conocía bien las influencias temporales y los senderos de los poderes sobrenaturales. Pero él, como los otros Mamutoi, había sido llamado al Hogar del Mamut porque sentía pasión por explorar terrenos desconocidos, porque tenía sed de descubrir las razones profundas que rigen todas las cosas más allá de las apariencias; le preocupaban los misterios a los que no encontraba explicación y la manifestación evidente de un poder sobrenatural.

Desde el primer encuentro había percibido en Ayla un misterio que le intrigaba, una silenciosa fuerza, como si su temple ya hubiera sido puesto a prueba. Vincavec había llegado a la conclusión de que la Madre la protegía y que siempre era capaz de superar cualquier adversidad. No tenía la más remota idea de los métodos que empleaba y los resultados que obtenía le sorprendían al máximo. Sabía que nadie se atrevería a enfrentarse a ella, ni siquiera quienes la habían acogido. Nadie le reprocharía sus antecedentes ni despreciaría a su hijo. Su poder era demasiado grande. El que ella lo usara para el bien o para el mal era secundario: como el verano o el invierno, la noche o el día, eran dos caras de la misma sustancia. Nadie querría exponerse a los rayos de su cólera. Si ella podía dominar a un león cavernario, ¿quién sabe qué otras cosas podría hacer?

Mamut y Vincavec, como los otros Mamutoi, se habían educado en el mismo medio, estaban imbuidos en la misma cultura y tenían muy grabados los sistemas de creencias desarrollados con arreglo a esa existencia y que formaban parte de su engranaje mental y moral.

En general, pensaban que su vida estaba ordenada de antemano, puesto que en poco podían alterarla. Las enfermedades atacaban al azar, y aunque pudiesen ser combatidas con remedios, algunos morían en tanto otros lograban sobrevivir. Los accidentes eran también imprevisibles y si acometían a una persona cuando estaba sola, el desenlace solía ser fatal. El rigor de las temperaturas y los rápidos cambios climáticos, provocados por la proximidad de imponentes glaciares, producían sequías o inundaciones que tenían un efecto inmediato sobre el medio natural del que todos dependían. Un verano demasiado frío o en exceso lluvioso podía retrasar el crecimiento de las plantas, diezmar las poblaciones animales y cambiar sus pautas de migración. Los cazadores de mamuts se verían entonces en serias dificultades.

La estructura de su universo metafísico se inspiraba en el mundo físico y les proporcionaba respuestas a las cuestiones imposibles de resolver por otros medios y que, a falta de otras explicaciones aceptables, habían desencadenado un cúmulo de situaciones angustiosas, insuperables. Pero cualquier estructura, por grande que sea su utilidad, también impone sus limitaciones. En su mundo, los animales vagaban libremente, las plantas crecían por sí mismas. Siempre había sido así y no se imaginaban posibles cambios. Sabían dónde encontrar tal o cual planta y conocían las costumbres de los animales, pero no se imaginaban que era posible influir en la fauna y en la flora. No suponían en absoluto que las plantas, los animales y los seres humanos tienen la capacidad de cambiar y de adaptarse. Por consiguiente, ignoraban que esa capacidad era su única posibilidad de supervivencia.

El dominio de Ayla sobre los animales que había criado no les parecía natural; hasta entonces, nadie había tratado de domesticar a un animal. Los Mamutoi, anticipándose a la necesidad de explicaciones que aliviaran la ansiedad provocada por aquella gran innovación, habían revisado el edificio teórico de su mundo metafísico en busca de respuestas satisfactorias. Lo que Ayla había hecho no era una simple domesticación de animales: demostraba un poder sobrenatural, superior a todo lo imaginable. Su dominio sobre los animales sólo se podía explicar si ella tenía acceso al Espíritu original y, por tanto, a la Madre misma.

Vincavec, como el viejo Mamut y el resto de los Mamutoi, estaba íntimamente convencido de que Ayla no era sólo una mamut, una de los que Servían a la Madre; debía ser algo más. Tal vez encarnaba una presencia sobrenatural; hasta podía ser la misma Mut materializada. Y eso era tanto más creíble cuanto que la muchacha no hacía ostentación de sus poderes. De todas formas, cualquiera que fuese su poder, era indudable que la esperaba un gran destino y él deseaba con fervor ser parte de ese destino. Ayla era la elegida de la Gran Madre Tierra.

–Todas tus explicaciones son meritorias –dijo Lomie con convicción tras escuchar las alegaciones de Ayla–, pero ¿estarías dispuesta a participar en la Ceremonia del Llamamiento, aunque no creas poseer don especial para comunicar con los Espíritus? Muchos están convencidos de que traerías buena suerte a los cazadores si aceptases invocar al Espíritu del Mamut con nosotros. Eso no te haría daño alguno. Darías una gran alegría a los Mamutoi.

Ayla no halló modo de negarse, pero no se sentía cómoda en medio de las adulaciones de que era objeto. Ahora le resultaba casi desagradable caminar por el acampamiento y esperaba con impaciencia la cacería del día siguiente. A la excitación de su primera cacería de mamuts se sumaría el alivio de poder alejarse durante algún tiempo.

Al despertar, Ayla miró por la abertura triangular de la tienda de viaje. La luz del día comenzaba a iluminar el cielo por oriente. Se levantó en silencio, tratando de no despertar a Ranec ni a los demás, y se deslizó al exterior. El frío húmedo del amanecer impregnaba la atmósfera, pero, por suerte, habían desaparecido los enjambres de insectos voladores que pululaban por allí el día anterior.

Caminó hasta el borde de una poza de agua estancada cubierta de cieno y polen, un auténtido criadero de nubes de moscas y mosquitos de todas clases que les habían salido al paso la noche anterior, semejantes a una tromba zumbadora y arremolinada de humo negro, metiéndose bajo la ropa, en los ojos y en la boca, para dejar un rastro de picaduras rojas e hinchadas en cazadores y caballos.

Los cincuenta hombres y mujeres elegidos para participar en la primera cacería de la temporada habían llegado a los pantanos, desagradables pero imposibles de soslayar. Por debajo de la capa superficial ablandada por el deshielo de primavera y verano, la tierra congelada permanentemente no dejaba que el agua se filtrase. Allí donde la acumulación del deshielo era mayor de lo que se podía eliminar por evaporación, el resultado era una zona de aguas estancas. Durante la estación cálida no podía recorrerse una gran distancia sin encontrarse con suelos esponjosos, grandes lagos o pequeñas charcas de agua fundida, fangales pantanosos en donde se reflejaba el cielo cargado de nubes.

Llegaron demasiado avanzada la tarde para cruzar los pantanos o tratar de dar un rodeo. Se apresuraron a montar el campamento y a encender fogatas, tratando de alejar las nubes de insectos voladores. La primera noche que se detuvieron para pernoctar, aquellos que todavía no habían visto a Ayla utilizar su piedra de fuego lanzaron las acostumbradas exclamaciones de sorpresa, pero, a partir de entonces, ya se daba por sentado que a ella le correspondía encender el fuego.

Las tiendas de campaña utilizadas eran simples refugios de piezas de cuero virgen cosidas entre sí. La forma dependía de los materiales que hallasen o que transportasen en su bagaje: huesos o árboles flexibles; a veces se contentaban con tenderlos en el suelo. Un cráneo de mamut con grandes colmillos todavía intactos solía utilizarse para mantener levantada la solapa de cuero, o bien se podía atar al colmillo el flexible fuste de un sauce enano vivo. En ocasiones las defensas de mamut cumplían una doble función como postes para una tienda que, a veces, sólo se usaba para guardar la ropa o vestirse. Ahora el refugio de cuero, compartido por los cazadores del Campamento del León y algunos otros, estaba tendido a través de un caballete inclinado, con un extremo metido en la tierra y el otro sujeto a la horquilla de un árbol.

Una vez instalado el campamento, Ayla buscó entre la densa vegetación próxima al pantano y tuvo la gran alegría de encontrar una pequeña planta de hojas de un verde oscuro en forma de mano. Cavando con cuidado pudo desprender el conjunto de raíces y rizomas, con los que preparó una cocción que servía para aliviar los ojos y la garganta de los caballos y también para repeler a los insectos. Cuando la usó en su propia piel acribillada por las picaduras de los mosquitos, varias personas quisieron imitarla y acabó por tratar las picaduras de todo el grupo. Después molió un poco de raíz y le añadió grasa, a fin de preparar un ungüento para el día siguiente. Encontró también un macizo de pulicarias, recogió algunas y las echó al fuego; su acción insectífuga aumentaba el poder repelente del humo, manteniendo una pequeña zona relativamente libre de insectos.

Con el frío húmedo de la mañana, las plagas voladoras habían mermado su actividad. Ayla se estremeció, frotándose los brazos, pero no hizo ademán alguno de regresar al refugio. Permaneció quieta, contemplando el agua oscura; apenas reparaba en el aumento gradual de luz que iba colmando toda la bóveda celeste y dando relieve a la enmarañada vegetación. De pronto sintió que una abrigada piel le rodeaba los hombros. La estrechó contra sí, agradecida, mientras unos brazos le ceñían la cintura desde atrás.

–Estás fría, Ayla. Hace largo rato que estás aquí fuera –dijo Ranec.

–No podía dormir –respondió ella.

–¿Qué pasa?

–No lo sé. Estoy inquieta, pero no puedo explicarlo.

–Estás intranquila desde la ceremonia del Llamamiento, ¿verdad?

–No se me había ocurrido. Tal vez tengas razón.

–Pero si no participaste. Lo único que hiciste fue estar presente.

–No quería participar, pero no estoy segura. Tal vez haya ocurrido algo.

Inmediatamente después del desayuno, los cazadores empaquetaron sus cosas y reemprendieron viaje. En un primer momento trataron de rodear el pantano, pero aparentemente no había forma de evitarlo sin desviarse mucho. Talut y algunos maestros de caza escrutaron la espesa vegetación pantanosa envuelta en una fría niebla y después conferenciaron con los otros jefes. Por fin se decidieron por una ruta que parecía ser la más fácil.

La tierra empapada pronto dio paso a ciénagas movedizas. Muchos de los cazadores se quitaron el calzado y avanzaron con los pies descalzos por el agua lodosa, mientras Ayla y Jondalar guiaban a los nerviosos caballos con la mayor cautela. Las plantas trepadoras y los líquenes, adheridos a sauces, alisos y abedules enanos, formaban una jungla ártica en miniatura. Había que mirar dónde se ponían los pies, ya que, al carecer de un suelo firme que diera estabilidad a las raíces, los árboles crecían en ángulos inesperados, a veces casi se arrastraban. Era preciso avanzar entre troncos caídos, malezas retorcidas y raíces sumergidas en parte, exponiéndose a que los pies quedaran atrapados. Los juncos y las hierbas altas producían una engañosa sensación de solidez; las charcas malolientes estaban camufladas por musgos y helechos.

El avance era lento y fatigoso. A media mañana, cuando se detuvieron a descansar, todos estaban sudorosos y acalorados, incluso a la sombra. Cuando reanudaron la marcha, Talut tropezó con una rama de aliso, más tenaz que las otras; en un repentino estallido de ira, golpeó furiosamente el árbol con su enorme hacha. El líquido anaranjado que brotó a borbotones del árbol herido se parecía mucho a la sangre; Ayla tuvo un desagradable presentimiento.

Nunca fue mejor acogida la presencia de tierra firme. En el claro, cerca del pantano, crecían helechos y hierbas que superaban la altura de un hombre.

Giraron hacia el este para evitar las tierras húmedas y ascendieron por una cuesta, saliendo de la depresión pantanosa. Entonces distinguieron la confluencia de un gran río con su afluente. Talut, Vincavec y los líderes de otros Campamentos se detuvieron para consultar mapas trazados en marfil, y dibujaron otras marcas en el suelo con sus cuchillos.

Al aproximarse al río atravesaron un bosque de abedules, de altura reducida dadas las condiciones periglaciares, pero no carentes de belleza. Cada árbol parecía deliberadamente podado, como modelado en infinitas formas fascinantes, con una gracia desvaída y delicada. Sin embargo, sus ramas finas y frágiles resultaban engañosas: cuando Ayla trató de quebrar una, la encontró resistente como un tendón. Estas mismas ramas, agitadas por el viento, azotaban a la vegetación que competía con ellas y la doblegaban.

–Los llaman «Viejas Madres».

Ayla giró en redondo y se encontró con Vincavec.

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