Los cazadores de mamuts (100 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Es simple cortesía. Sé muy bien lo que Dalanar piensa de su mina.

–¿Qué es lo que hace que esta piedra sea tan especial? –inquirió Tarneg–. A menudo he visto pedernal en las llanuras aluviales de los ríos.

–Algunas veces es posible encontrar nódulos estupendos, recientemente desprendidos, en las llanuras aluviales, y son mucho más fáciles de coger. Es un trabajo duro arrancarlos de la roca. Pero el pedernal tiende a secarse si permanece mucho tiempo a la intemperie –dijo Jondalar–. Entonces las hojas salen más cortas y es más pesado conseguirlas.

–Si ha estado en la superficie más de lo debido, algunas veces Wymez entierra el pedernal en terreno húmedo durante algún tiempo –explicó Danug–. Así resulta más fácil trabajarlo.

–Yo también lo he hecho. Puede ayudar, pero depende del tamaño del nódulo y de lo seco que esté. Si es una pieza grande, no debe ser demasiado viejo. De todos modos, el sistema funciona mejor con los nódulos más pequeños, incluso de menor tamaño que un huevo. Lo que ocurre es que no vale la pena trabajarlos, a no ser que su calidad sea realmente buena.

–Nosotros hacemos algo parecido con los colmillos de mamut –dijo Tarneg–. Para empezar, envolvemos el colmillo en cueros húmedos y lo enterramos en cenizas calientes. El marfil cambia; se vuelve más denso, pero se curva mejor y es más fácil trabajarlo. Es la forma más sencilla de enderezar un colmillo entero.

–Siempre me ha intrigado cómo lo lográbais –se quedó pensativo unos instantes. Luego continuó–: A mi hermano le hubiera gustado aprender. Hacía lanzas; conocía perfectamente las propiedades de la madera, cómo curvarla y darle forma. Seguramente habría comprendido vuestras técnicas. Quizá fuera el conocimiento de vuestros métodos una de las razones por las que Wymez captó con tanta rapidez la idea de calentar el pedernal para hacerlo más manejable. Es uno de los mejores tallistas de pedernal que conozco.

–Tú también eres bueno trabajando el pedernal, Jondalar –comentó Tarneg–. Hasta Wymez habla maravillas de ti, y no suele ser pródigo en sus elogios. He estado pensando, ¿sabes? Voy a necesitar un buen fabricante de herramientas para el Campamento del Uro. Sé que planeas volver a tu Hogar, pero parece un viaje muy largo. Si decidieras quedarte, ¿no te gustaría establecerte con nosotros? Mi proposición es que te incorpores al Campamento del Uro.

Jondalar arrugó la frente, tratando de hallar un modo de negarse sin ofender a Tarneg.

–No estoy seguro. Tendría que pensarlo.

–Sé que Deegie te tiene simpatía; estoy seguro de que ella estaría de acuerdo. Y no te costaría nada encontrar una mujer para formar un hogar –le alentó el muchacho–. He visto cómo te rodean las mujeres, incluso las pies-rojos. Primero fue Mygie, pero ahora todas buscan pretextos para visitar el sector del pedernal. Tal vez sea porque eres nuevo aquí. Las mujeres siempre sienten curiosidad por los extranjeros –sonrió–. Sobre todo cuando ese extranjero es alto y rubio. Seguro que más de un hombre ha lamentado no ser un extranjero alto y rubio, porque a todos les gustaría interesar a las pies-rojos otra vez. Pero este año le toca a Danug –Tarneg miró a su joven primo y le hizo una mueca de connivencia.

Jondalar se sentía tan incómodo como Danug y apartó la vista, tratando de desviar la atención hacia otro sitio. De modo incidental, notó que su estatura no se destacaba mucho entre sus dos compañeros, pues los tres eran aproximadamente de la misma altura, y el adolescente aún seguiría creciendo; iba a ser tan alto como Talut. Pero en aquella Reunión de los Mamutoi había hombres de todos los tamaños, como en las de los Zelandonii.

–Bueno, espero que pienses lo del Campamento del Uro, Jondalar –dijo Tarneg–. Ahora que, por fin, Deegie y Branag van a unirse, este otoño nos dedicaremos a la construcción, aunque todavía no he decidido si hacer un albergue común, como el del Campamento del León, o un conjunto de viviendas individuales más pequeñas. Tiendo a ser anticuado: me gustan los grandes. Pero muchos de los más jóvenes quieren un lugar para vivir solos con sus familias, y admito que, cuando empiezan las discusiones, ha de ser agradable tener un sitio propio adonde ir.

–Te agradezco el ofrecimiento, Tarneg –dijo Jondalar–. Lo digo sinceramente, pero no quiero engañarte. Quiero volver a mi hogar. Tengo que regresar. Podría darte muchas razones: que necesito informar sobre la muerte de mi hermano, por ejemplo. Pero la verdad es que no sé por qué voy. Simplemente, me siento obligado.

–¿Es por Ayla? –preguntó Danug, con un cierto aire suspicaz.

–Ella es una de las razones, lo admito. No me gustaría verla compartir un hogar con Ranec. Pero cuando nos encontramos con vosotros estaba tratando de convencerla para que me acompañara a mi pueblo. Ahora parece que deberé viajar solo. Eso tampoco me gusta, pero no hay modo de cambiar las cosas. Aun así, tengo que ir.

–No estoy seguro de comprender lo que te impulsa a irte, pero te deseo buena suerte. Y que la Madre te sonría en tu Viaje. ¿Cuándo calculas partir? –preguntó Tarneg.

–Poco después de la cacería de mamuts.

–Hablando de la cacería, es hora de volver. Esta tarde van a planearla –observó Tanug.

Echaron a andar a lo largo del río, un afluente del que pasaba junto al asentamiento; en un determinado punto tuvieron que trepar entre rocas, pues las paredes se estrechaban. Cuando apenas acababan de salir de la garganta, rodeando una cornisa que daba sobre el abismo, encontraron a un grupo de jóvenes que insultaban o alentaban a gritos a dos de ellos, que se estaban peleando. Entre los espectadores estaba Druwez.

–¿Qué pasa aquí? –preguntó Tarneg, abriéndose paso a codazos para separar a los contrincantes.

Uno sangraba por la boca. Al otro se le estaba cerrando un ojo, cada vez más hinchado.

–Es sólo una... competición –dijo alguien.

–Sí, están... practicando... para los concursos de lucha –precisó otro espectador.

–Esto no es una competición –dijo Tarneg–. Es una pelea.

–No, de veras, no estábamos peleando –dijo el muchacho del ojo hinchado–. Sólo nos divertíamos un poco.

–¿Te parece que hincharse un ojo y romperse los dientes es divertirse un poco? Si estuviérais sólo practicando no habríais venido a este lugar tan alejado. No, esto ha sido premeditado. Será mejor que me digáis lo que ha pasado.

Ninguno de los dos jóvenes le dio una respuesta, pero hubo mucho restregar de pies contra el suelo.

–Y vosotros, ¿qué me decís? –preguntó Tarneg, observando a los otros jóvenes–. ¿Qué estábais haciendo todos aquí? La pregunta va para ti también, Druwez. ¿Qué van a decir tu madre y Barzec cuando sepan que estabas aquí, animando una pelea? Será mejor que me lo cuentes todo.

Aun así nadie hablaba.

–Entonces vendréis conmigo al Campamento y os conduciré ante los Consejos, para que ellos decidan lo que corresponde hacer. Las Hermanas ya encontrarán la manera de que desahoguéis vuestra agresividad, algo que sin duda servirá de lección. Tal vez hasta os prohíban participar en las cacerías.

–No los denuncies, Tarneg –rogó Druwez–. Dalen sólo trataba de impedirlo.

–¿Impedir qué? Convendría que me dijeras por qué empezó la pelea.

–Creo que yo lo sé –dijo Danug. Todo el mundo se volvió hacia el alto jovencito–. Es por la incursión.

–¿Qué incursión? –preguntó Tarneg. Aquello comenzaba a parecer grave.

–Algunos hablaban de hacer una incursión contra un campamento sungaea –explicó Danug.

–Sabéis que las incursiones están prohibidas. Los Consejos están tratando de compartir un fuego de la amistad y de traficar con los Sungaea. No quiero pensar en los problemas que provocaría una incursión. ¿De quién fue la idea?

–No lo sé –dijo Danug–. Un día todo el mundo se puso a hablar de eso. Alguien descubrió un Campamento de los Sungaea a pocos días de distancia. El plan era decir que salían de caza y, en cambio, ir a destrozar el Campamento, robar la comida y perseguir a sus ocupantes. Les dije que no tenía ningún interés para mí y que me parecía algo estúpido, que sólo se meterían en problemas y causarían dificultades a todo el mundo. Además, al venir hacia aquí pasamos por un Campamento Sungaea. Acababan de morir dos hermanitos. No sé si sería ése u otro Campamento el que pensaban atacar, pero probablemente todos estarán afligidos por la tragedia. No me pareció correcto atacarles.

–Danug puede negarse sin que nadie le llame cobarde –observó Druwez–, porque nadie se atreve a pelear con él. Pero cuando Dalen dijo que no participaría en ninguna incursión, algunos empezaron a decir que era porque tenía miedo. Entonces él quiso demostrar que no le asustaba pelear contra quien fuera. Resolvimos venir para no dejarle solo y que le atacaran en grupo. Ésta es la razón por la que estamos aquí.

–¿Quién de vosotros es Dalen? –preguntó Tarneg.

El muchacho del diente roto dio un paso hacia delante.

–Y tú, ¿quién eres? –preguntó al otro, cuyo ojo estaba amoratándose.

Éste se negó a responder.

–Se llama Cluve. Es el sobrino de Chaleg –aclaró Druwez.

–Ya sé lo que te propones hacer –dijo Cluve, sombrío–. Vas a cargarme con toda la culpa, sólo porque Druwez es hermano tuyo.

–No, no pensaba echarle la culpa a nadie. Voy a dejar que decida el Consejo de los Hermanos. Todos vosotros seréis convocados, incluido mi hermano. Ahora será mejor que os lavéis. Si vais a la Reunión con esas pintas, todo el mundo se enterará de que habéis estado peleándoos y será imposible ocultar la historia a las Hermanas. Y bien sabéis lo que pasará si ellas descubren que estuvisteis riñendo por una incursión contra los Sungaea.

Los muchachos se apresuraron a alejarse, antes de que Tarneg cambiara de idea, pero se retiraron en dos grupos: uno con Cluve, el otro con Dalen. Tarneg no dejó de observar quiénes acompañaban a cada uno. Después, los tres regresaron hacia la Reunión.

–Hay algo que me gustaría saber, si no te molesta –comentó Jondalar–. ¿Por qué dejas que sea el Consejo de los Hermanos quien decida qué hacer con los chicos? ¿Lo ocultarán realmente a las Hermanas?

–Las Hermanas no toleran las riñas y no escucharán ninguna excusa. Los Hermanos actuarán de distinta forma. Muchos de ellos han participado en incursiones cuando eran jóvenes, o en alguna pelea, sólo por el placer de la aventura. ¿Nunca te liaste a golpes con alguien cuando no debías, Jondalar?

–Bueno, sí, creo que sí. Y también me llamaron al orden.

–Los Hermanos serán más tolerantes, sobre todo con Dalen, que ha peleado por una buena causa. De todos modos, Dalen debió haber hablado con alguien sobre lo de la incursión, en vez de pelear para demostrar que no tenía miedo. A los hombres nos es más fácil perdonar este tipo de cosas. Las Hermanas, en cambio, piensan que las luchas siempre conducen a nuevas luchas. Tal vez sea cierto, pero Cluve tenía razón en un aspecto: Druwez es hermano mío. Él no estaba fomentando la riña, sino tratando de ayudar a su amigo a escapar de ella. No me gustaría verle en dificultades por algo así.

–¿Alguna vez te peleaste con alguien, Tarneg? –preguntó Danug.

El futuro jefe miró unos instantes a su primo menor; luego asintió.

–Una o dos veces, pero son pocos los que están dispuestos a desafiarme. Me pasa lo que a ti: soy demasiado grande para la mayoría. A veces, empero, esas competiciones organizadas encierran más elementos de lucha de lo que nadie está dispuesto a reconocer.

–Lo sé –dijo Danug, con expresión pensativa.

–Pero al menos hay quienes vigilan para que nadie salga malherido, y nadie se siente impulsado a buscar venganza –Tarneg levantó la vista al cielo–. Ya es cerca de mediodía, más tarde de lo que yo pensaba. Será mejor que nos demos prisa, si queremos saber cómo van los preparativos de la cacería.

Cuando Ayla y Talut llegaron al claro, subieron hasta una pequeña explanada en donde se reunían cuando los participantes no eran muchos y que utilizaban tanto para concentraciones improvisadas como para asambleas oficiales. En cuanto llegaron, Ayla paseó la mirada por entre la gente por si descubría entre ellos a Jondalar. Desde que llegaron apenas si se habían visto. Jondalar abandonaba el Campamento de la Espadaña muy temprano y no volvía hasta por la noche, cuando volvía.

Las contadas veces que le veía de lejos siempre estaba acompañado de una mujer, nunca la misma. Cuando se encontraba con Deegie, no podía evitar hacer algún comentario molesto respecto a sus numerosas acompañantes. Y no era ella la única que había advertido aquel comportamiento de Jondalar. El propio Talut se permitía comentar que, tras la prolongada abstinencia del invierno, parecía dispuesto a desquitarse en la breve temporada de verano. Eran muchos los que comentaban sus hazañas, generalmente en clave de humor, pero también a veces con cierto tono de admiración un tanto equívoco, impresionados por su aparente vigor y su evidente encanto. No era la primera vez que oía hablar de la atracción que ejercía sobre las mujeres, pero ahora parecía que a él le traía sin cuidado.

Cuando esos comentarios se hacían delante de ella, Ayla se sumaba a las risas de los demás. Pero por la noche, cuando estaba sola, se preguntaba, con lágrimas en los ojos, qué era lo que no marchaba bien. ¿Por qué no la elegía nunca a ella? De todas formas, le producía cierto alivio el ver que cambiaba continuamente de acompañante: era una prueba de que todavía no había encontrado a ninguna en particular que la reemplazara.

No podía saber que Jondalar se las componía para permanecer lo menos posible en el Campamento de la Espadaña. Cuando dormía fuera de la tienda se olvidaba más fácilmente de que Ayla y Ranec dormían juntos; no siempre en la misma cama, pues de cuando en cuando Ayla sentía la necesidad de dormir sola, pero nunca lejos el uno de la otra. Normalmente, Jondalar pasaba el día en la zona reservada a los talladores de sílex, lo que le permitía conocer a la gente que, con frecuencia, le invitaba a comer. Por primera vez, desde hacía muchos años, estaba ganando amigos sin necesidad de su hermano y estaba descubriendo que no era tan difícil como creía.

Las mujeres le proporcionaban una buena excusa para no volver en toda la noche o hacerlo lo más tarde posible, cuando todos estaban durmiendo. Ninguna de ellas le inspiraba sentimientos profundos y, como se sentía un tanto avergonzado de aprovecharse de su hospitalidad, se las componía para que no olvidaran inmediatamente la noche que habían pasado con él. Dado su atractivo, ellas mismas se imaginaban que Jondalar estaba más interesado en satisfacer su propio placer que el de ellas, pero él se las arreglaba para que quedaran plenamente satisfechas, lo que también era conveniente para él: no tenía necesidad de refrenar sus deseos y no se torturaba tratando de analizar sus propios sentimientos. Estas mujeres le satisfacían al igual que lo habían hecho todas las mujeres con las que había compartido Placeres antes de conocer a Ayla: de una manera superficial. Estaba ansioso de sentimientos más profundos que nunca mujer alguna había conseguido despertar en él, con excepción de Ayla.

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