Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–Lobo me cuida –indicó Rydag, con una gran sonrisa–. Nadie se queda mucho si está Lobo. Digo a Nezzie: «Vete». Vete tú también Ayla.
–Tiene razón –confirmó Mamut–. Lobo parece satisfecho de quedarse con él, y no conozco mejor guardián.
–¿Y si se encuentra mal? –preguntó Ayla.
–Si encuentro mal, digo a Lobo: «Trae Ayla» –Rydag hizo la señal que habían practicado. El lobezno se levantó de un salto, apoyó las patas en el pecho de la joven y le lamió el mentón para atraer su atención.
Ella le rascó el cuello, sonriente, y le indicó que se echara.
–Quiero estar aquí, Ayla. Me gusta mirar. Río. Caballos en pradera. Gente que pasa –el niño sonrió–. Pocos me ven. Miran tienda, miran lugar caballos. Después ven Lobo. Gente divertida.
Mamut y Ayla sonrieron ante el infantil placer que le causaba la sorpresa de los demás.
–Bueno, supongo que no habrá problema. Nezzie no le habría dejado solo si le creyera en peligro –reconoció Ayla, renunciando a su última excusa–. Estoy lista, Mamut.
Mientras caminaban hacia los albergues permanentes del Campamento del Lobo, Ayla reparó en una densa concentración de tiendas y de gente. Le gustó el emplazamiento, porque desde allí se divisaban los árboles y la pradera, además del río. Algunos les saludaron con la cabeza o de viva voz al pasar. Ayla observaba a Mamut y tomaba nota de sus respuestas para actuar del mismo modo.
Un albergue, situado a un extremo de una hilera algo desigual de seis alojamientos, parecía ser el polo de atención de una gran actividad. A poca distancia había una zona despejada, seguramente el sector de la reunión. Los Campamentos adyacentes a dicha zona despejada no tenían el aspecto habitual de viviendas. Uno de ellos estaba rodeado por una cerca hecha con huesos de mamut, ramas y heno seco, marcando los límites del sector. Al pasar junto a ella, Ayla oyó que la llamaban por su nombre y se detuvo, sorprendida.
–¡Latie!
Entonces recordó lo que Deegie le había explicado. En el albergue del Campamento del León, la restricción impuesta a la jovencita en cuanto a su trato con hombres no limitaba demasiado sus actividades; sin embargo, en la sede de la Reunión estaba completamente recluida. Con ella estaban algunas otras jovencitas. Cuando presentó a Ayla a sus compañeras, éstas parecieron sobrecogidas.
–¿Adónde vas, Ayla?
–Al Hogar del Mamut –respondió el anciano, en su lugar.
La muchacha asintió como si estuviera al corriente. Ayla vio a Tulie dentro del cercado, en una tienda decorada con pinturas rojas; estaba conversando con otras mujeres y la saludó con la mano.
–¡Mira, Latie! ¡Una pies-rojos! –exclamó una de las amigas, en un tono de sofocado entusiasmo. Todo el mundo se paró para observarla, entre las risitas de las más jóvenes. Ayla contempló con gran interés a la mujer que pasaba; iba descalza, con las plantas de los pies pintadas de rojo brillante. Aunque le habían hablado de aquellas mujeres, era la primera vez que veía a una. Parecía normal y corriente, pero había en ella algo que atraía las miradas.
La mujer se aproximó a un grupo de jóvenes a los que Ayla no había visto jamás y que acechaban tras un grupo de árboles pequeños, al otro lado del claro. Ayla tuvo la sensación de que su andar se tornaba más insinuante y su sonrisa más lánguida al acercarse a ellos; de pronto, sus pies rojos se hicieron más llamativos. Se detuvo a hablar con los jóvenes y su risa argentina flotó a través del espacio despejado. Mientras se alejaban, recordó la conversación de Mamut con las mujeres en la víspera del Festival de Primavera.
Las Todavía No Mujeres, aquellas jóvenes que no habían sido iniciadas aún en los Placeres, eran mantenidas bajo vigilancia constante; pero no sólo por parte de las encargadas. Ayla reparó en varios grupos de jóvenes que rodeaban la zona vedada donde se encontraban Latie y sus compañeras, con la esperanza de divisar a las muchachas, que eran tanto más deseables cuanto prohibidas. No había otra edad en que una mujer fuera objeto de mayor interés por parte de la población masculina. A las muchachitas les encantaba aquel estado incomparable y la atención especial que despertaban; además, aunque no lo demostraran abiertamente, se sentían atraídas a su vez por el sexo opuesto. Pasaban casi todo el día espiando fuera de la tienda o en torno de la cerca, haciendo comentarios sobre los muchachos que desfilaban por el perímetro, con exagerada indiferencia.
Aunque los jóvenes, que vigilaban y eran a su vez vigilados, acabasen por formar un hogar con las que estaban a punto de convertirse en mujeres, difícilmente serían elegidos para la primera e importante iniciación. Las muchachitas analizaban diversas posibilidades entre hombres mayores y más experimentados, asesoradas por las mujeres con quienes compartían la tienda. A los candidatos eventuales se les solía hablar en privado, por lo general antes de que se efectuara la selección final.
El día antes de la ceremonia, las jóvenes alojadas en una gran tienda salían en grupo. Cuando hallaban a un hombre con el que les gustaría pasar la noche, le rodeaban para «capturarle». Los así capturados debían acompañar a las iniciadas, y pocos se negaban a la solicitud. Esa noche, después de algunos ritos preliminares, los hombres y las jóvenes entraban en la tienda en penumbra, se buscaban a tientas y pasaban la noche explorando las diferencias y compartiendo Placeres. Supuestamente, ni las muchachas ni los hombres sabían con quién acababan compartiendo el lecho, pero, en la práctica, lo sabían. Las mujeres mayores vigilaban para que no hubiera rudezas innecesarias y se mantenían disponibles para la rara contingencia de que hiciera falta su consejo. Si, por cualquier motivo, alguna de las jóvenes quedaba sin abrir, el problema se podía solucionar discretamente en una segunda noche ritual, sin que nadie cargara abiertamente con la culpa.
Ni Danug ni Druwez serían invitados a la tienda de Latie; en primer lugar, porque el parentesco con ella era demasiado cercano, pero también porque eran demasiado jóvenes. Otras mujeres, que habían celebrado sus Primeros Ritos en años anteriores (sobre todo las que aún no tenían hijos), podrían representar a la Gran Madre durante la Reunión y enseñar Su camino a los jovencitos. Después de una ceremonia especial en su honor y de permanecer una temporada aisladas, se les teñía las plantas de los pies con una tintura de color rojo intenso, que no desaparecía con el lavado, aunque sí con el roce prolongado, para indicar que estaban a disposición de los jóvenes necesitados de experiencia. Algunas llevaban también bandas de cuero rojo atadas al antebrazo, el tobillo o la cintura.
Aunque algunas bromas eran inevitables, estas mujeres se tomaban en serio su función. Comprendían la timidez natural de los jóvenes y la urgencia oculta bajo su ansiedad; por eso les trataban con consideración, enseñándoles a conocer a las mujeres; así, algún día serían escogidos para convertir a una niña en mujer, a fin de que pudiera tener un hijo. Y para demostrar cuánto valor concedía a su generosa entrega, Mut bendecía a muchas de esas mujeres. Incluso las que llevaban cierto tiempo viviendo con un hombre sin haber portado vida en sus vientres, solían estar embarazadas antes de terminar la estación.
Junto con las Todavía No Mujeres, las pies-rojos eran las más buscadas por los hombres de todas las edades. Nada estimulaba tanto a un Mamutoi como el destello de una planta roja; algunas mujeres, conocedoras de esta debilidad, daban a sus pies un tinte rojizo para hacerse más atractivas. Aunque las pies-rojos podían escoger a cualquier hombre, sus servicios eran para los más jóvenes; cuando uno de los mayores lograba sus favores, se consideraba muy afortunado.
Mamut condujo a Ayla hacia un Campamento no muy alejado del de los Ritos de la Feminidad. A primera vista, parecía una tienda corriente; la diferencia consistía en que todos sus ocupantes estaban tatuados. Algunos, como Mamut, llevaban simplemente un motivo en forma de cheurones de un azul intenso tatuado en la parte superior del pómulo derecho: tres o cuatro V superpuestas y encajadas unas en otras. Este tatuaje recordaba a Ayla los maxilares inferiores de mamuts utilizados para construir el albergue de Vincavec. Algunos tatuajes eran más elaborados, sobre todo los de los hombres. Incorporaban no sólo cheurones, sino también triángulos, zigzags, rombos y espirales de ángulos rectos, en rojo y azul.
Ayla se alegraba de que se hubieran detenido en el Campamento del Mamut antes de llegar a la Reunión. De no haber conocido a Vincavec, se habría sobresaltado al ver aquellos rostros tatuados. Por muy fascinantes y complicados que fuesen, ninguno de aquellos tatuajes era tan elaborado como el de Vincavec.
El siguiente detalle que llamó la atención de Ayla fue que si bien parecía darse una preponderancia de mujeres en aquel Campamento, no se veían niños. Por lo visto, los habían dejado al cuidado de otras personas. Ayla no tardó en comprender que aquel lugar no era para criaturas; era un sitio donde se reunían los adultos para discusiones serias, ritos... y apuestas. Varias personas estaban jugando con huesos marcados, palos y trozos de marfil junto a la entrada.
Mamut se acercó a la tienda, que estaba abierta, y rascó en el cuero para avisar de su llegada. Ayla miró hacia dentro por encima de su hombro, tratando de no llamar la atención. Sin embargo, todos la observaban disimuladamente, curiosos por conocer a la joven a quien el viejo Mamut había aceptado no sólo como discípula, sino como hija. Se decía de ella que era forastera, ni siquiera Mamutoi, y nadie sabía de dónde procedía.
La mayor parte de aquella gente había ido a dar una vuelta por el Campamento de la Espadaña para ver a los caballos y al lobo y habían quedado fuertemente impresionados por los animales, pero no lo habían exteriorizado. ¿Cómo era posible domar a un potro u obligar a una yegua a que se quedara tan tranquila con tanta gente a su alrededor? ¿Y qué decir de aquel lobo que vivía con ellos? ¿Cómo se explicaba que se mostrara tan dócil con los miembros del Campamento del León al tiempo que se comportaba como un lobo normal con los extranjeros? Nadie podía pasar al interior del Campamento del León a menos de que fuera invitado y se decía que había atacado a Chaleg.
El anciano indicó a Ayla que le siguiera al interior y ambos se sentaron junto a un gran hogar en el que sólo ardía una llama pequeña. Frente a ellos estaba la mujer más gorda que la muchacha había visto en su vida, tanto que se preguntó cómo habría podido caminar hasta allí.
–He traído a mi hija para presentártela, Lomie –dijo el viejo Mamut.
–Os esperaba –respondió ella.
Antes de seguir hablando, retiró del fuego una piedra calentada al rojo vivo, sobre la cual dejó caer algunas hojas que había sacado de un paquete y se inclinó para aspirar el humo que despedían. Ayla percibió el olor de la salvia y, con menor intensidad, el del verbasco y la lobelia. Al observar a la mujer con atención, notó cierta pesadez en la respiración, que no tardó en aliviarse, y comprendió que sufría una tos crónica, probablemente asmática.
–¿No preparas también un jarabe con la raíz del verbasco? –le preguntó–. Eso te podría aliviar.
No sabía si había hecho bien en hablar antes de ser presentada, pero su deseo de ayudar la impulsó a ello.
Lomie levantó bruscamente la cabeza, sorprendida, y miró con renovado interés a la joven rubia. En el rostro de Mamut se dibujó un esbozo de sonrisa.
–¿También es Mujer Que Cura? –preguntó Lomie a Mamut.
–Creo que no la hay mejor, ni siquiera tú, Lomie.
La mujer comprendió que él no hablaba con ligereza. El viejo Mamut sentía un gran respeto por sus talentos.
–¡Y yo pensaba que sólo habías adoptado a una joven bonita para que aliviara tus últimos años, Mamut!
–En efecto, Lomie. Me ha aliviado la artritis y varios dolores más.
–Me alegra saber que tiene dones ocultos. Pero es joven para eso.
–Hay en ella más de lo que supones, Lomie, a pesar de su juventud.
–Te llamas Ayla –dijo Lomie volviéndose hacia ella.
–Sí, soy Ayla del Campamento del León de los Mamutoi, hija del Hogar del Mamut... y protegida del León Cavernario –respondió Ayla, tal como le había indicado Mamut.
–Ayla de los Mamutoi. Ayla... Hum... Suena extraño, pero también tu voz es extraña. Nada desagradable, eso sí. Destaca, hace que la gente se fije en ti. Soy Lomie, Mamut del Campamento del Lobo y Mujer que Cura de los Mamutoi.
–Primera Mujer Que Cura –corrigió Mamut.
–¿Cómo puedo serlo, viejo Mamut, si ella es mi igual?
–No dije que Ayla fuera tu igual, Lomie, sino que no la hay mejor. Sus antecedentes son... insólitos. Aprendió con... alguien que poseía conocimientos muy profundos sobre cierta forma de curar. ¿Hubieras sido tú capaz de identificar el sutil aroma del verbasco, disimulado por el fuerte olor de la salvia, si no supieras que estaba ahí? ¿Y saber de inmediato cuál es la enfermedad que te aqueja?
Lomie iba a hablar, pero vaciló y no respondió. Mamut prosiguió:
–Creo que ella lo habría sabido con sólo mirarte. Tiene un raro don para diagnosticar y un asombroso conocimiento sobre remedios y modos de curar. Pero le falta habilidad en lo que tú sobresales: en descubrir y atacar la causa que crea la enfermedad y en hacer que el enfermo quiera curarse. Podría aprender mucho de ti y confío en que aceptes adiestrarla, pero también creo que tú podrías aprender bastante de ella.
Lomie se volvió hacia Ayla.
–¿Es eso lo que quieres?
–Eso es lo que quiero.
–Si tanto sabes ya, ¿qué crees poder aprender de mí?
–Soy mujer de medicina. Es... lo que soy..., mi vida. No podría ser otra cosa. Me adiestró alguien que era... la Primera. Pero desde un principio me enseñó que siempre se puede aprender algo más. Y sería un honor aprender de ti.
La sinceridad de Ayla no era fingida. Estaba deseosa de compartir con alguien sus ideas, de analizar tratamientos, de adquirir conocimientos nuevos.
Lomie se quedó pensativa. ¿Mujer de Medicina? ¿Dónde había oído antes aquel sinónimo de curandera? Por el momento, dejó la cuestión a un lado. Ya lo recordaría.
–Ayla tiene un regalo para ti –dijo Mamut–. Llama a cuantos desees, pero después cierra la solapa de la tienda, por favor.
Mientras ellos hablaban, la mayoría de los que estaban fuera habían penetrado en la tienda o estaban de pie a la entrada. La multitud se agolpó en el interior. Nadie quería perder detalle. Cuando todo el mundo se hubo acomodado y la entrada de la tienda quedó cerrada, Mamut dibujó con la mano un círculo en el suelo, cogió un puñado de polvo y apagó la llama. Sin embargo, la luz del sol se filtraba por el agujero para el humo y, vagamente, a través de las paredes de cuero virgen. La demostración de Ayla no sería tan dramática como en la absoluta oscuridad del Campamento del León, pero todos los Mamutoi comprenderían las múltiples posibilidades de aquel regalo.