Los cazadores de mamuts (93 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Por favor, utilizad cuanto necesitéis. ¿Estáis cómodos en este sitio? Lamento que debáis acampar tan lejos, pero os habéis retrasado. Temía que no viniérais –dijo Marlie.

–Dimos un rodeo –explicó Talut–. Pero este lugar es más conveniente para nosotros, por los animales. No están habituados a tanta gente.

–¡Me gustaría saber cómo llegaron a habituarse al trato de una sola persona! –clamó una voz.

Los ojos de Tulie se iluminaron al ver que se acercaba un joven de elevada estatura, pero Deegie fue la primera en salir a su encuentro.

–¡Tarneg, Tarneg! –exclamó, echándose en sus brazos.

El resto del Hogar del Uro la siguió a muy poca distancia. Tarneg abrazó a su madre y a Barzec. Todos tenían los ojos llenos de lágrimas. Después, Druwez, Brinan y Tusie reclamaron su atención. Él rodeó con los brazos los hombros de ambos muchachos y los estrechó contra sí, comentando lo mucho que habían crecido. Por último levantó a Tusie en vilo. Después de un mutuo abrazo y unas cosquillas que provocaron risitas encantadas, Tarneg la dejó en el suelo.

–¡Tarneg! –tronó Talut.

–¡Talut, viejo oso! –fue la respuesta, igualmente sonora.

Los dos se abrazaron. El parecido familiar era acentuado, pues el joven era tan corpulento como su tío, aunque su pelo tenía la tonalidad oscura del de su madre. Después de frotar su mejilla contra la de Nezzie, esbozó una sonrisa traviesa y levantó del suelo a la mujer de redondeadas formas.

–¡Tarneg! ¿Qué haces? ¡Bájame! –le regañó ella.

El muchacho la soltó con suavidad y le guiñó un ojo.

–Ahora sé que soy tan hombre como tú, Talut –dijo, riendo a carcajadas–. ¿Sabes cuánto tiempo hace que deseaba hacer esto, sólo para demostrarte que era capaz?

–No es necesario... –refunfuñó Nezzie.

Pero Talut echó atrás la cabeza, riéndose ruidosamente.

–Hace falta mucho más que eso, jovencito. Cuando puedas compararte conmigo entre las pieles, serás tan hombre como yo.

Nezzie renunció a salvaguardar su dignidad mediante protestas y se limitó a mirar al gigantesco oso que tenía por compañero, meneando la cabeza con exasperado cariño.

–No sé qué tienen las Reuniones de Verano, pero todos los viejos quieren demostrar que todavía son jóvenes –dijo–. Bueno, al menos eso me da un poco de descanso.

–¡No estés tan segura! –protestó Talut–. No soy tan viejo que no pueda llegar hasta la leona de mi hogar, aunque tenga que descombrar el camino.

–Hummm –Nezzie se encogió de hombros, desdeñosa, y le volvió la espalda, sin hacer comentarios.

Ayla se mantenía cerca de los dos caballos, reteniendo a Lobo para que no asustara a la gente con sus gruñidos, pero había observado la escena con mucho interés, incluidas las reacciones de los presentes. Danug y Druwez parecían azorados. Aunque todavía no tenían experiencia, sabían de qué se estaba hablando, y desde hacía algún tiempo el tema les interesaba mucho. Tarneg y Barzec sonreían de oreja a oreja. Latie, ruborizada, trataba de esconderse detrás de Tulie, que ponía cara de estar por encima de esas tonterías. Casi todos sonreían con aire complaciente, incluido Jondalar, cosa que Ayla advirtió no sin sorpresa. Había estado preguntándose si los motivos de su actitud para con ella no tendrían alguna relación con costumbres muy distintas. Tal vez, a diferencia de los Mamutoi, los Zelandonii no concedían a la gente el derecho de elegir pareja. Pero él no parecía desaprobar aquello.

Cuando Nezzie pasó junto a ella para entrar en la tienda, Ayla vio que esbozaba una sonrisita comprensiva.

–Todos los años pasa lo mismo –le dijo en un susurro–. Tiene que montar una gran escena y proclamar ante todos lo hombre que es y retirar algunos «escombros» los primeros días..., aunque siempre se parecen a mí: rubias y regordetas. Después, cuando considera que nadie le presta atención, se siente muy feliz de pasar casi todas sus noches en el Campamento de la Espadaña... y muy desdichado si yo no estoy allí.

–¿Adónde vas?

–Quién sabe... En reuniones como ésta puedes llegar a conocer a todo el mundo o al menos a cada uno de los Campamentos, pero nunca conoces a nadie íntimamente. Por lo que a mí respecta, he de confesar que, por lo general, se trata de mujeres con hijos mayorcitos o de una receta para sazonar el mamut. A veces un hombre atrae mi atención o yo le atraigo a él, pero no por eso voy a montar una escena. Talut no puede permitirse jactarse de ello, pero, todo hay que decirlo, a él no le haría ninguna gracia que yo me jactase.

–Y tú no lo haces.

–Es poca cosa, si con eso preservo la armonía y las buenas relaciones en mi hogar... y le complazco.

–Le amas de verdad, ¿eh?

–¡Ese viejo oso! –exclamó Nezzie, como si le costase admitirlo. Pero de inmediato sonrió; la ternura asomó a sus ojos–. Al principio tuvimos nuestros malos momentos (ya sabes lo gritón que puede ser), pero nunca dejé que me acobardara ni que me hiciera callar sólo porque él grite. Creo que por eso le gusto. Talut sería capaz de quebrar en dos a un hombre si se lo propusiera, pero no es ése su modo de ser. Aunque a veces se enfade, no hay en él crueldad. Jamás lastimaría a otro más débil. ¡Y casi todos son más débiles que él! Sí, le amo, y cuando amas a un hombre estás dispuesta a complacerle.

–¿Llegarías a... no acompañar a otro hombre que te gustara, aun cuando eso le complaciera? –preguntó Ayla.

–A mi edad no me costaría mucho, Ayla. La verdad es que no tengo mucho de qué presumir. Cuando era más joven me gustaba encontrar caras nuevas y divertirme un poco en las Reuniones de Verano, y hasta compartir alguna vez las pieles ajenas. Pero creo que Talut tiene razón al menos en un punto: no hay muchos que puedan comparársele. No por todos los «escombros» que pueda despejar, sino porque pone sumo cuidado en cómo lo hace.

Ayla asintió, comprendiendo. Luego frunció el ceño, pensativa. «¿Qué se hace cuando los hombres son dos y los dos muestran mucho interés?»

–¡Jondalar!

Ayla levantó la vista al oír una voz femenina desconocida que pronunciaba el nombre del joven rubio. Le vio sonreír y acercarse a una mujer, a la que saludó calurosamente.

–¡Todavía sigues estando con los Mamutoi! ¿Dónde está tu hermano? –dijo la mujer. Tenía un aspecto imponente; aunque de poca estatura, su cuerpo era musculoso.

La frente de Jondalar se ensombreció con un gesto de dolor. Ayla adivinó, por la expresión de la mujer, que había comprendido.

–¿Cómo ocurrió?

–Una leona le robó la presa y él la persiguió hasta la madriguera. El macho le mató y a mí me dejó herido –dijo él, con la mayor brevedad de que fue capaz.

La mujer asintió, haciéndose cargo de su pesar.

–¿Dices que te hirió? ¿Cómo te salvaste?

Jondalar miró hacia Ayla, que les estaba observando. Entonces se acercó a ella con su interlocutora.

–Ayla, te presento a Brecie de los Mamutoi, la Mujer Que Manda del Campamento del Sauce... o más bien del Campamento del Alce. Talut dice que así se llama tu campamento de invierno. Ella es Ayla de los Mamutoi, hija del Hogar del Mamut, del Campamento del León.

Brecie quedó asombrada. ¡Hija del Hogar del Mamut! ¿De dónde había salido aquella mujer que no estaba en el Campamento del León el verano anterior? Ayla no era un nombre Mamutoi.

–Brecie –dijo Ayla–. Jondalar me habló de ti. Eres la que le rescató, con su hermano, de las arenas movedizas del Río de la Gran Madre. Y eres amiga de Tulie. Es un placer conocerte.

«Ese acento no es mamutoi. Tampoco sungaea», pensó Brecie. «Y no se parece al acento de Jondalar. Ni siquiera estoy segura de que se trate de un acento. Habla muy bien el mamutoi, pero tiene un modo peculiar de comerse algunas palabras.»

–Encantada de conocerte... ¿Ayla, dijiste?

–Ayla, sí.

–Qué nombre tan extraño... –como no recibiera ninguna explicación, Brecie continuó–: Pareces ser la que... cuida de estos... animales.

En aquel momento pensó que nunca había estado tan cerca de un animal vivo sin que éste huyera.

–Por eso la obedecen –intervino Jondalar, sonriendo.

–Pero ¿no te he visto con uno de ellos? Desde luego, me has sorprendido, Jondalar. Así vestido, por un momento te confundí con Darnev. Y al verte con un caballo pensé que estaba viendo visiones o que Darnev había retornado del mundo de los espíritus.

–Ayla está enseñándome a comprender a los animales –dijo Jondalar–. Además, ella me salvó del león cavernario. Domina bien a los animales, créeme.

–Eso es evidente –dijo Brecie, echando una ojeada a Lobo, que no estaba tan nervioso, aunque su actitud resultaba amenazadora–. ¿Por eso la ha adoptado el Hogar del Mamut?

–Ése es uno de los motivos –respondió Jondalar.

Había sido un golpe a ciegas por parte de Brecie, basado en la suposición de que Ayla había sido adoptada por el Mamut del Campamento del León. La respuesta de Jondalar confirmaba sus sospechas. De cualquier modo, no explicaba de dónde provenía. Casi todos daban por sentado que acompañaba al hombre rubio y alto, tal vez como pareja o como hermana, pero ella sabía que Jondalar había llegado a aquel territorio con su hermano por única compañía. ¿De dónde habría sacado a aquella mujer?

–¡Ayla! ¡Cuánto me alegro de volver a verte!

La joven levantó la vista y se encontró con Branag, que venía del brazo de Deegie. Se abrazaron con afecto, frotando mejilla contra mejilla. Ella le había visto una sola vez, pero parecía un viejo amigo; resultaba agradable conocer por lo menos a alguien en medio de aquella muchedumbre.

–Madre quiere que vengas para presentarte al Hombre y a la Mujer Que Manda del Campamento del Lobo –dijo Deegie.

–Por supuesto.

Para Ayla era un alivio poder alejarse de la inquisitiva Brecie. Había notado la rapidez de su mente por las astutas preguntas que hacía, y se sentía incómoda.

–Jondalar, ¿quieres quedarte con los caballos? –preguntó. Había notado que quienes acompañaban a Branag y a Deegie se estaban acercando a los animales–. Todo esto es demasiado nuevo para ellos; se sienten mejor en compañía de alguien conocido. ¿Dónde está Rydag? Él puede encargarse de Lobo.

–Está dentro –dijo Deegie.

Ayla le vio a la entrada de la tienda, con aire tímido.

–Tulie quiere presentarme a la Mujer Que Manda. ¿Quieres vigilar a Lobo? –le preguntó Ayla, con palabras y por señales.

–Vigilo –respondió él con señas, mirando a toda la gente reunida con cierta aprensión.

Salió lentamente y se sentó junto a Lobo, rodeándole con un brazo.

–¡Mirad eso! Hasta habla con los cabezas chatas. ¡Ha de ser buena para los animales! –gritó alguien de entre la multitud, con acento burlón.

Varias personas rieron. Ayla giró en redondo y les fulminó a todos con la mirada, buscando al que había alzado la voz.

–Cualquiera puede hablarles. Puedes hablar a una piedra, si te da la gana. La cuestión es que te respondan –dijo otra voz, provocando nuevas carcajadas.

Ayla se volvió hacia aquella dirección, tan furiosa que apenas podía articular palabra.

–¿Alguien trata de insinuar que este niño es un animal? –preguntó otra voz más familiar.

Ayla frunció el ceño al ver que un miembro del Campamento del León se adelantaba.

–Yo, Frebec. ¿Por qué no? Él no sabe lo que estoy diciendo. Los cabezas chatas son animales. Con frecuencia lo has dicho tú mismo.

–Y ahora digo que me equivocaba, Chaleg. Rydag sabe exactamente lo que estás diciendo, y no es difícil lograr que te responda. Sólo hace falta que aprendas su lenguaje.

–¿Qué lenguaje? Los cabezas chatas no saben hablar. ¿Qué historia te han contado?

–El lenguaje de las señales. Él habla con las manos –dijo Frebec.

Estalló una burlona carcajada general. Ayla le observaba con curiosidad. A Frebec no le gustaba que se rieran de él.

–Pues no me creas si no quieres –dijo. Se encogió de hombros e hizo ademán de alejarse, como si el asunto no tuviera importancia, pero de pronto se volvió hacia el hombre que había estado ridiculizando a Rydag–. Pero te diré una cosa. Este niño puede hablar también con el lobo. Y si le ordena que te ataque, no apostaré por tu vida.

Sin que Chaleg lo notara, Frebec había estado haciendo señas al niño. Los movimientos de sus manos no tenían significado alguno para el desconocido. Rydag, a su vez, había consultado con Ayla. Todo el Campamento del León les observaba, encantados de saber por medio del lenguaje secreto lo que se gestaba. Podían hablar delante de toda aquella gente sin que nadie se enterara.

Sin volverse, Frebec continuó:

–¿Por qué no le haces una demostración, Rydag?

Y de pronto Lobo dejó de estar apaciblemente sentado junto al niño. De un solo brinco cayó sobre el hombre, con el pelo erizado y mostrando los dientes. Su gruñido puso la piel de gallina a todos los presentes. El hombre dilató los ojos y saltó hacia atrás, aterrorizado. Casi todos los que estaban cerca retrocedieron con él, pero Chaleg se apresuró a desaparecer. A una señal de Rydag, Lobo volvió tranquilamente a su sitio, como si estuviera muy satisfecho de su actuación. Después de dar varias vueltas en redondo, se acomodó con el hocico entre las patas y la vista fija en Ayla.

La muchacha reconoció para sus adentros que habían corrido un riesgo. Sin embargo, la señal no había sido exactamente la de atacar. Se trataba tan sólo de un juego al que los niños jugaban con Lobo: un ataque simulado como el que practicaban los lobeznos entre ellos. Habían enseñado a Lobo a que no mordiera de veras. Cuando Ayla cazaba con él y quería simplemente que le levantara la pieza, le hacía una señal similar. Cierto que, a veces, saltaba y mataba al animal por propia iniciativa, pero esta vez no se trataba de una señal que le había impulsado a atacar realmente a un ser humano. Lobo no había atacado al hombre, se había limitado a saltar sobre él. Pero había existido el peligro de que lo hiciera.

Ayla sabía muy bien que un lobo puede matar para defender su territorio o su manada. Sin embargo, al ver cómo volvía a su sitio, pensó: «Si los lobos pudieran reír, éste se estaría riendo». Daba la sensación de que había captado la idea: se trataba de dar un susto y sabía cómo hacerlo. El ataque no había sido sólo un amago, sus movimientos no parecían ser un juego. Tal parecía tratarse de una verdadera agresión, pero sin llegar a ejecutarla. Encontrarse de buenas a primeras ante tanta gente había representado una prueba para el lobo, pero desempeñó magníficamente su papel. La satisfacción de ver la expresión de terror reflejada en la cara del hombre bien valía la pena de haber corrido el riesgo. ¡Rydag no era un animal!

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