Los cazadores de mamuts (110 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Si se cansa, puedes subirle a la yegua –observó Jondalar, que trataba de mantener quieto al nervioso potro.

–Tienes razón. No lo había pensado.

–Cuida de ella, Jondalar –suplicó Ranec–. Cuando está preocupada por otra persona se olvida de pensar en sí misma. Quiero que llegue bien a la Ceremonia de la Unión.

–La cuidaré, Ranec, no te preocupes. Será una mujer sana y salva la que lleves a tu hogar –fue la respuesta de Jondalar.

Ayla paseó la mirada de uno a otro. Estaban diciéndose mucho más de lo que expresaban las palabras.

Cabalgaron a buen ritmo hasta el mediodía; sólo entonces se detuvieron a comer parte de lo que llevaban. Ayla estaba tan preocupada por Rydag que habría preferido seguir adelante, pero los caballos necesitaban esa pausa. Se preguntó si no habría sido el propio Rydag quien había enviado a Lobo en su busca. Era lo más probable. A cualquier otra persona se le habría ocurrido enviar un mensajero. Sólo Rydag podía comprender que Lobo tenía la inteligencia suficiente para captar el mensaje y seguir el rastro de Ayla hasta encontrarla. Pero Rydag no lo habría hecho de no existir una extrema urgencia.

La erupción volcánica hacia el sudeste la tenía asustada. El gran chorro lanzado hacia el cielo había cesado, pero la nube aún estaba allí, extendiéndose. El temor a las convulsiones de la tierra estaba tan arraigado en ella, era tan profundo, que la mantenía en un ligero estado de conmoción. Sólo el agudo temor por Rydag la ayudaba a mantener el dominio de sí misma.

Pero, a pesar de sus temores, sus miedos y sus angustias, no dejaba de advertir la presencia de Jondalar. Estaba descubriendo de nuevo el placer de estar en su compañía. ¡Había soñado tantas veces que cabalgaba al lado de Jondalar, escoltada por Lobo! Mientras descansaban le observó subrepticiamente, con aquella especial habilidad de las mujeres del Clan para hacerse invisibles, para ver sin ser vistas. Su mera presencia le inspiraba un cálido deseo de echarse en sus brazos. Pero su reciente interpretación del inexplicable comportamiento de Jondalar y su reciente humillación, al comprender que le había estado buscando sin ser deseada, le impedía demostrar su interés. Si él no la deseaba, tampoco ella a él, o por lo menos no permitiría que conociera sus sentimientos.

Jondalar también la estaba observando. Buscaba un modo de hablar con ella, de decirle lo mucho que la amaba, de reconquistarla. Sin embargo, el joven parecía evitarla, le era imposible sorprender su mirada. Sin duda estaba afligida por Rydag (él mismo temía lo peor), y era preferible no molestarla. No era un buen momento para sacar a relucir sus sentimientos personales y, después de tanto tiempo, ni siquiera sabía cómo empezar. Mientras cabalgaban se le ocurrieron los planes más extraños: no detenerse en el Campamento del Lobo, continuar con ella quizá hasta estar de vuelta entre los suyos. Sabía, no obstante, que eso era imposible. Rydag la necesitaba y, por otro lado, estaba prometida a Ranec. Iban a unirse. ¿Por qué iba a querer acompañarle?

No descansaron mucho tiempo. En cuanto Ayla consideró que los caballos estaban en condiciones, volvieron a montar. Apenas habían avanzado nada cuando vieron que se aproximaba un hombre, que les hizo señas desde lejos. Al acercarse descubrieron que se trataba de Ludeg, el mensajero que les había informado sobre la nueva sede de la Reunión de Verano.

–¡Ayla! ¡A ti te busco! Nezzie me envió por ti. Lamento que sean malas noticias. Rydag está muy enfermo. –Ludeg miró en derredor–. ¿Dónde están los demás?

–Vienen detrás. Nos adelantamos en cuanto lo supimos –dijo Ayla.

–Pero ¿cómo os enterásteis? Soy el único mensajero enviado.

–No –dijo Jondalar–. Eres el único mensajero humano enviado. Pero los lobos corren más de prisa.

Sólo entonces vio Ludeg al joven lobo.

–Él no fue a cazar con vosotros. ¿Cómo es que está aquí?

–Creo que le envió Rydag –dijo Ayla–. Nos encontró al otro lado de los pantanos.

–Por suerte –completó Jondalar–. Te habría costado dar con los cazadores, pues han decidido volver rodeando el pantano. Es más fácil, con tanta carga.

–Con que encontrasteis mamuts. Me alegro; eso hará felices a todos –Ludeg miró a Ayla–. Será mejor que os apresuréis. Es una suerte que estéis tan cerca.

Ayla sintió que el rostro se le quedaba sin sangre.

–¿Quieres volver a caballo, Ludeg? –preguntó Jondalar, antes de reanudar la marcha–. Podemos montar juntos.

–No. Eso os retrasaría. Ya me he ahorrado un largo viaje y no me importa volver a pie.

Ayla puso a Whinney al galope hasta el Campamento del Lobo. Desmontó de un salto y entró en la tienda antes de que nadie hubiera advertido su regreso.

–¡Ayla, ya estas aquí! –exclamó Nezzie–. Menos mal que has llegado a tiempo. Temía que muriera antes. Ludeg debe de haber corrido mucho.

–No ha sido Ludeg quien nos ha encontrado, sino Lobo –explicó Ayla, mientras se liberaba de su abrigo para correr a la cama de Rydag.

Tuvo que cerrar los ojos un instante para superar su impresión. Las apretadas mandíbulas del enfermo, así como sus tensas facciones, le revelaron, mejor que las palabras, lo terrible de su sufrimiento. Estaba pálido, grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos; los pómulos y la frente sobresalían en fuertes ángulos. Cada aliento era un esfuerzo que le causaba más dolor. Ayla miró a Nezzie, que estaba de pie junto a la cama.

–¿Qué ha pasado, Nezzie? –preguntó, luchando por contener las lágrimas ante el estado del niño.

–Ojalá lo supiera. Estaba bien, y de pronto le atacó ese dolor. Traté de hacer todo lo que me enseñaste y le di el remedio. De nada sirvió.

Ayla sintió un leve contacto en el brazo.

–Me alegro de que hayas venido –expresó Rydag por medio de gestos.

¿Dónde había visto, en el pasado, aquel esfuerzo por hacer gestos con un cuerpo demasiado débil para moverse? «Iza. Así estaba cuando murió», pensó Ayla. En aquella ocasión acababa de regresar tras un largo viaje y una prolongada estancia en la Reunión del Clan; pero ahora sólo se había ausentado para cazar mamuts. ¿Qué le había pasado a Rydag? ¿Cómo había podido enfermar así? ¿O acaso era algo que se había estado gestando lentamente?

–Tú enviaste a Lobo a buscarme, ¿verdad? –preguntó.

–Sabía él encontrarte –dijo el niño–. Lobo inteligente.

Cerró entonces los ojos, exhausto. Ayla tuvo que apartar la vista. Era penoso presenciar el esfuerzo que hacía para respirar.

–¿Cuándo tomaste tu remedio por última vez? –preguntó, al verle abrir de nuevo los ojos.

–No sirve –Rydag meneó levemente la cabeza–. Nada sirve.

–¿Cómo que nada sirve? Tú no sabes de eso. La curandera soy yo, confía en mí –replicó ella, con voz firme.

–No, Ayla. Yo sé –insistió el niño.

–Bueno, voy a examinarte. Pero antes voy a buscarte un remedio.

El niño, al ver que se levantaba para alejarse, le tocó la mano.

–No te vayas –consiguió gesticular entre dos respiraciones que le arrancaron una agónica expresión.

–¿Lobo aquí? –preguntó él, por fin.

La muchacha emitió un silbido. Alguien estaba fuera de la tienda, atento a impedir que el animal entrara, pero de pronto le fue imposible retenerlo. Lobo apareció de un brinco y saltó sobre la cama, tratando de lamer la cara de Rydag. El niño sonrió, y a la joven le resultó casi insoportable ver aquella sonrisa en un rostro que era del Clan y a la vez tan característico de Rydag. Como el travieso lobezno podía agotar aún más al enfermo, ella le obligó a bajar.

–Envío Lobo. Quiero Ayla –indicó Rydag otra vez–. Quiero...

Parecía no conocer el signo correspondiente a la palabra.

–¿Qué es lo que quieres, Rydag? –le alentó Ayla.

–Trató de decírmelo –intervino Nezzie–, pero no comprendí nada. Espero que tú lo entiendas. Parece tener mucha importancia para él.

El niño cerró los ojos, arrugando la frente, y Ayla tuvo la sensación de que intentaba recordar algo.

–Durc suerte. Él... raíces. Ayla, quiero... Mog-ur.

Se estaba esforzando demasiado, pero lo único que Ayla podía hacer era intentar comprenderle.

–¿Mog-ur? –el gesto era silencioso–. ¿Te refieres a un hombre del mundo de los espíritus? –agregó en voz alta.

Rydag asintió, alentado, pero la expresión del rostro de Nezzie era inescrutable.

–¿Era eso lo que trataba de decir? –preguntó.

–Sí, creo que sí –dijo Ayla–. ¿Te ayuda algo?

Nezzie hizo un gesto de desaliento; después un rayo de cólera brilló en sus ojos.

–Ya sé lo que quiere. No quiere ser un animal, desea ir al mundo de los espíritus. Que le entierren... como a un ser humano.

Rydag asentía para demostrar su acuerdo.

–Por supuesto –manifestó Ayla, perpleja–. Es un ser humano.

–No, no lo es. Nunca fue considerado como un Mamutoi. Ellos no lo aceptarán. Decían que era un animal –aclaró Nezzie.

–¿Eso significa que no será enterrado? ¿Que no puede transitar por el mundo de los espíritus? –Los ojos de Ayla refulgían de ira. –¿Quién ha decidido semejante cosa?

–El Hogar del Mamut. No lo permitirán.

–Bueno, ¿acaso no soy yo hija del Hogar del Mamut? ¡Y lo autorizo!

–No servirá de nada. También Mamut lo haría. Pero el Hogar del Mamut tiene que estar de acuerdo, y no es así.

Rydag había estado escuchando, lleno de esperanza, pero en esos momentos su ilusión se desvanecía. Ayla vio su expresión, su desencanto, y se enfureció como nunca.

–El Hogar del Mamut puede reservarse su opinión. No es a ellos a quienes les corresponde decidir si alguien es humano o no. Rydag es una persona, lo quieran ellos o no. Lo mismo que mi hijo. Que el Hogar del Mamut se trague su entierro. A él no le hace falta. Cuando llegue el momento lo haré yo, a la manera del Clan, como hice con Creb, el Mog-ur. ¡Rydag caminará por el mundo de los espíritus, diga el Hogar del Mamut lo que quiera!

Nezzie echó un vistazo al niño. Ahora parecía relajado. No, más bien en paz. La tensión había desaparecido. Rydag tocó a Ayla en el brazo.

–No soy animal –gesticuló.

Parecía querer decir algo más, y la muchacha esperó. De pronto vio que no había sonido alguno, que el dolor que deformaba su rostro había desaparecido en su último aliento. Ya no sufría.

Ayla, en cambio, sí. Al levantar la vista vio a Jondalar, que había estado allí desde el principio. Su rostro estaba tan alterado por el dolor como el de ella y el de Nezzie. De pronto, los tres se abrazaron, tratando de consolarse mutuamente.

En ese momento, alguien más expresó su dolor. Desde el suelo, bajo la cama de Rydag, surgió un gemido grave, prolongado en lamentos que se fueron intensificando, hasta convertirse en el primer aullido de Lobo, potente y sonoro. Cuando se le acabó el aliento volvió a empezar, aullando a la muerte en el tono fantasmagórico y escalofriante de todos los lobos.

Varias personas se habían reunido delante de la tienda, pero dudaban en entrar. También Ayla, Jondalar y Nezzie dejaron de sollozar y escucharon sobrecogidos el lamento del lobo. Nadie podría haberse imaginado una elegía más patética.

Después de haber secado sus lágrimas, Ayla se sentó, inmóvil, junto a aquel cuerpecito desmedrado. Con los ojos enrojecidos, entreveía su vida en el Clan, a Rydag, que había terminado por reemplazar a Durc. Le habían quitado a su hijo, pero, gracias a Rydag, podía imaginarse cómo iría creciendo, a quién se parecería y cómo pensaría. Cuando un arranque suyo de afecto la hacía sonreír, o cuando se quedaba sorprendida de su inteligencia, se imaginaba a Durc con sus mismas cualidades, su misma comprensión. Con Rydag desaparecía el vínculo que todavía la unía a Durc. Y lloraba a sus dos hijos.

El dolor de Nezzie no era menor, pero había que atender a las necesidades de los vivos. Rugie trepó a su regazo, desilusionada porque su compañero de juegos, su amigo, su hermano, ya no pudiera jugar ni hacer señales con las manos. Danug sollozaba, tendido cuán largo era en su cama, con la cabeza escondida bajo las cubiertas de piel. Alguien tenía que salir para comunicar la noticia a Latie.

–¿Ayla? ¡Ayla! –dijo Nezzie, por fin–. ¿Qué debe hacerse para enterrarle a la manera del Clan? Tenemos que prepararle.

La muchacha tardó un momento en darse cuenta de que alguien le estaba hablando. Con el ceño fruncido, centró su atención en Nezzie.

–¿Qué?

–Tenemos que prepararle para el entierro –repitió Nezzie–. ¿Cómo se hace? No sé nada sobre las costumbres del Clan.

No, ninguno de los Mamutoi las conocía, mucho menos el Hogar del Mamut. Ayla sí las conocía. Recordó los entierros que había visto durante su vida con el Clan y estudió lo que se debía hacer por Rydag. Antes de sepultarle a la manera del Clan, era preciso introducirle en el Clan. Para eso había que darle un nombre y un amuleto, con un trozo de ocre rojo. De pronto, Ayla se levantó precipitadamente y salió.

Jondalar fue tras ella.

–¿Adónde vas?

–Si queremos que Rydag sea del Clan, tengo que hacerle un amuleto.

Ayla atravesó el campamento a grandes pasos, visiblemente furiosa; pasó junto al Hogar del Mamut, sin echarle siquiera una mirada, encaminándose directamente hacia el sector donde se trabajaba el pedernal. Jondalar la seguía; creía saber lo que la muchacha iba a hacer. Ésta pidió un nódulo de pedernal, que nadie tuvo ánimos de negarle. Miró en derredor, encontró una maza de piedra y despejó un sitio en donde trabajar.

Mientras comenzaba a dar forma al pedernal, a la manera del Clan, los artesanos Mamutoi comprendieron lo que se proponía y se agruparon discretamente para observar su técnica. Nadie quería irritarla más de lo que estaba, pero se trataba de una oportunidad excepcional. En cierta ocasión, Jondalar trató de explicar las técnicas del Clan, cuando ya todos estaban al tanto de los antecedentes de Ayla, pero su formación era diferente. No poseía el suficiente dominio al emplear métodos ajenos. Incluso cuando tenía éxito, los Mamutoi pensaban que era gracias a su pericia, no por realizar un proceso desacostumbrado.

Ayla decidió hacer dos herramientas: un cuchillo afilado y un punzón, que llevaría al Campamento de la Espadaña para preparar el amuleto. Consiguió hacer un cuchillo utilizable, pero estaba tan acongojada y dolorida que le temblaban las manos. Cuando trató de dar forma a la punta estrecha y afilada, se le hizo pedazos; luego notó que estaba rodeada de observadores y eso la puso nerviosa. Tuvo la sensación de que los artesanos mamutoi estaban dispuestos a juzgar las técnicas del Clan, y que ella no las estaba empleando debidamente. Se encolerizó aún más por prestarles atención.

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