Los cazadores de mamuts (111 page)

Read Los cazadores de mamuts Online

Authors: Jean M. Auel

En un segundo intento, la punta del punzón volvió a quebrarse. La frustración le llenó los ojos de lágrimas. Mientras intentaba enjugarlas, vio a Jondalar arrodillado frente a ella.

–¿Es esto lo que quieres, Ayla? –le preguntó, mostrándole el taladrador que ella había hecho para la ceremonia del Festival de Primavera.

–¡Es una herramienta del Clan! ¿De dónde la sac...? ¡Es la que hice yo!

–Lo sé. Aquel día volví a buscarla. Espero que no te moleste.

Ayla se sentía sorprendida, intrigada y extrañamente complacida.

–No, no me molesta. Me alegra. Pero ¿por qué la recuperaste?

–Quería... estudiarla –respondió Jondalar. No se decidía a decirle que deseaba la herramienta como recuerdo suyo cuando pensó en marcharse sin ella. No quería irse sin ella.

Ayla llevó las herramientas al Campamento de la Espadaña y pidió a Nezzie un trozo de cuero blando. La mujer, después de dárselo, se quedó observando cómo cosía el bolso de cuero.

–Parecen instrumentos toscos –comentó–, pero dan muy buen resultado. ¿Para qué es esa bolsita?

–Es el amuleto de Rydag, igual que el que hice para el Festival de Primavera. Tengo que meter en él un trozo de ocre rojo y dar un nombre a Rydag, como se hace en el Clan. Debería llevar también un tótem que le proteja y le ayude a encontrar su camino hacia el mundo de los espíritus –hizo una pausa, con el ceño fruncido–. No sé qué es lo que hacía Creb para descubrir el tótem de una persona, pero acertaba siempre. Tal vez pueda compartir mi tótem con Rydag. El León Cavernario es poderoso y a veces cuesta vivir con él, pero este niño sufrió muchas pruebas duras. Necesita un tótem fuerte y protector.

–¿Puedo ayudar en algo? –preguntó Nezzie–. ¿Hay que prepararle, vestirle...?

–Sí, yo también quiero ayudar –dijo Latie, que estaba de pie, a la entrada de la tienda, con Tulie.

–Y yo –agregó Mamut.

Al levantar la vista, Ayla vio que casi todos los miembros del Campamento del León estaban allí, dispuestos a cooperar y esperando sus indicaciones. Sólo faltaban los cazadores. La invadió un cálido afecto hacia todos ellos, que habían aceptado a un huérfano extraño como si fuera uno de los suyos, y un justiciero enojo contra los del Hogar del Mamut, que no estaban dispuestos a concederle siquiera una sepultura.

–En primer lugar, alguien podría buscar un poco de ocre rojo, como el que utiliza Nezzie para colorear el cuero, molerlo y mezclarlo con grasa, para hacer un ungüento. Hay que frotarle todo el cuerpo con eso. Debería ser grasa de oso cavernario, para que todo fuera correcto, pues el oso cavernario es sagrado para el Clan.

–No tenemos grasa de oso cavernario –se lamentó Tornec.

–Por aquí no hay muchos osos cavernarios –agregó Manuv.

–¿Por qué no grasa de mamut, Ayla? –sugirió Mamut–. Rydag no era sólo Clan: era mezclado. Tenía una parte de Mamutoi, y entre nosotros es sagrado el mamut.

–Sí, creo que podríamos utilizarlo. Él también era Mamutoi; no debemos olvidarlo.

–¿Y para vestirle, Ayla? –preguntó Nezzie–. Ni siquiera estrenó la ropa nueva que le hice este año.

La muchacha frunció el ceño y acabó por asentir.

–¿Por qué no? Después de colorearlo con ocre rojo, como se hace en el Clan, se le podría vestir con sus mejores ropas, como es costumbre entre los Mamutoi. Sí, me parece una buena idea, Nezzie.

–Nunca habría imaginado que también entre ellos fuera sagrado el rojo para los muertos –comentó Frebec.

–Yo ni siquiera sabía que sepultasen a sus muertos –añadió Crozie.

–Por lo visto, tampoco el Hogar del Mamut lo sabía –dijo Tulie–. Se van a llevar una sorpresa.

Ayla pidió a Deegie uno de los cuencos de madera que le había regalado por su adopción, hecho al estilo del Clan, y mezcló en él grasa de mamut con ocre rojo, formando un ungüento coloreado. Después fueron Nezzie, Crozie y Tulie, las de mayor edad entre las mujeres del campamento, quienes untaron con él el cuerpo de Rydag y lo vistieron. Ayla apartó con el dedo un poco de ungüento para después y puso un trozo de ocre rojo en el saquito que había hecho.

–¿Y para el sudario, Ayla? –preguntó Nezzie.

–Un sudario. ¿Qué es eso? –dijo Ayla.

–Nosotros usamos un cuero o una piel para sacar el cadáver; luego lo utilizamos para envolverlo antes de depositarlo en la tumba –explicó la mujer.

Ayla se dijo que, depués de vestir a Rydag tan suntuosamente, con todas sus alhajas, el entierro sería más Mamutoi que Clan. Pero las tres mujeres la miraban expectantes. Sí, tal vez Nezzie tuviera razón: era preciso usar algo para transportarle. Fijó la vista en Crozie y de pronto recordó algo en lo que no pensaba desde hacía mucho tiempo.

El manto de Durc: el manto que había usado para llevarle junto a su pecho cuando era bebé, y sobre la cadera antes de que aprendiera a andar. Era lo único que se había llevado consigo, al abandonar el Clan, sin ningún propósito determinado. Sin embargo, ¿cuántas noches, en su soledad, había hallado en aquel manto un vínculo con los seres que amaba? ¿Cuántas veces había llorado abrazada a él? Era el único recuerdo de su hijo y no estaba segura de poder renunciar a él. Pero ¿por qué llevarlo consigo el resto de su vida? Ayla notó que Crozie la miraba, y recordó la capa blanca que ésta confeccionó para su hijo. No se había desprendido de ella durante años, porque significaba mucho para ella. No obstante, renunció a aquella prenda por una buena causa, proteger a Corredor. En lugar de llevar el manto de Durc de un lado a otro, ¿acaso no era más importante que Rydag fuera envuelto en algo que procedía del Clan, cuando iba a ser enviado a caminar por el mundo de los espíritus? Así como la anciana había renunciado al recuerdo de su hijo, quizá era ya hora de que ella renunciara a Durc, agradeciendo, simplemente, que él no fuera sólo un recuerdo.

–Tengo algo para envolverle –dijo.

Fue hasta su cama y sacó, de debajo de un montón, un cuero plegado. Lo apoyó contra su mejilla una vez más y cerró los ojos, llena de recuerdos. Luego se lo entregó a la madre de Rydag.

–Aquí tienes un sudario del Clan –dijo a Nezzie–. Pertenecía a mi hijo. Ahora protegerá a Rydag en el mundo de los espíritus. Y quiero darte las gracias, Crozie –agregó.

–¿Por qué?

–Por todo lo que has hecho por mí. Y por enseñarme que todas las madres deben renunciar, llegado el momento.

–¡Hummff! –resopló la vieja, tratando de mostrarse severa, pero sus ojos brillaban de emoción. Nezzie cogió el manto y cubrió con él a Rydag.

Para entonces ya había oscurecido. Ayla había planeado efectuar una simple ceremonia dentro de la tienda, pero Nezzie le pidió que esperara hasta el día siguiente y la llevara a cabo fuera. De este modo demostraría a todos los presentes que Rydag era un ser humano. Además, los cazadores tendrían así un poco más de tiempo para llegar. Nadie quería que Talut y Ranec se perdieran los funerales. De todos modos, no podían esperar demasiado.

Al día siguiente, ya avanzada la mañana, sacaron el cuerpo al exterior y lo tendieron en el manto. Circulaba el rumor de que Ayla iba a dirigir el funeral de Rydag según la costumbre del Clan y muchos Mamutoi, curiosos, se habían reunido y estaban llegando otros.

Cuando Ayla cogió el pequeño cuenco de pasta roja y el amuleto, para convocar a los espíritus tal como había visto hacer siempre a Creb, se produjo una nueva conmoción. Para gran alivio de Nezzie, acababan de llegar los cazadores, con toda la carne de mamut. Se habían turnado para tirar de los dos aparejos, y ya estaban planeando introducir ciertas modificaciones para convertirlos en trineos que pudieran ser arrastrados por los hombres con más facilidad.

La ceremonia fue aplazada hasta que la carne quedó almacenada; Talut y Ranec fueron rápidamente puestos al corriente. La muerte de Rydag durante la Reunión de los Mamutoi planteaba un duro dilema. Se le había tratado de monstruo, de abominación, de animal, y no se enterraba a los animales. Se almacenaba su carne. Sólo los humanos tenían derecho a unos funerales y, en general, no se tardaba mucho en darles sepultura. A pesar de su negativa a celebrar unos funerales para Rydag, los Mamutoi sabían que no era animal. No reverenciaban a los espíritus de los cabezas chatas como no lo hacían tampoco con los espíritus de los ciervos, los bisontes y los mamuts, pero nadie había pensado almacenar el cuerpo de Rydag al lado de un costillar de mamut. Lo que realmente encontraban monstruoso era su aspecto humano. La solución ideada por Ayla y el Campamento del León suponía un alivio para todos.

Ayla subió a un montículo para reanudar la ceremonia, tratando de recordar los gestos que Creb hacía en esa parte de la misma. No conocía exactamente su significado, pues sólo los aprendían los Mog-ures, pero tenía la suficiente como para explicar al Campamento del León y a quienes la observaban lo que estaba haciendo.

–Ahora estoy llamando a los espíritus –dijo–. El Espíritu del Gran Oso Cavernario, del León Cavernario, del Mamut, de todos los demás, y también a los espíritus antiguos del Viento, de la Niebla y de la Lluvia –alargó la mano hacia el pequeño cuenco–. Ahora voy a darle un nombre y a convertirle en miembro del Clan –hundió el dedo en la pasta roja y trazó una línea vertical en el rostro del cadáver, desde la frente hasta la nariz. Luego se incorporó, diciendo con señales y a viva voz:

–El nombre del niño es Rydag.

Mientras se esforzaba por recordar exactamente los gestos y los movimientos correctos, su voz, su expresión y su porte, hasta su extraña pronunciación, cobraron un magnetismo tal que mantuvo a la gente en vilo. La historia de su Llamamiento a los mamuts, desde lo alto del hielo, estaba circulando con celeridad. Nadie dudaba de que aquella hija del Hogar del Mamut tenía todo el derecho del mundo a celebrar aquella ceremonia y todas las demás, llevara o no el tatuaje de los Mamutoi.

–Ahora ha recibido su nombre a la manera del Clan –explicó Ayla–, pero también necesita un tótem para que le ayude a encontrar el camino hacia el mundo de los espíritus. Como no sé cuál es el suyo, compartiré mi tótem con él: el Espíritu del León Cavernario. Es poderoso y protector, pero Rydag lo merece.

A continuación dejó al descubierto la flaca pierna derecha del niño y, con la pasta de ocre rojo, trazó cuatro líneas paralelas en el muslo. Luego se irguió para anunciar, con voz y ademanes:

–Espíritu del León Cavernario, el niño Rydag es puesto bajo tu protección –le colocó en el cuello un amuleto, atado a un cordón–. Rydag ya tiene nombre y ha sido aceptado por el Clan –dijo, con la ferviente esperanza de que así fuera.

Ayla había escogido un sitio, algo apartado del asentamiento, y el Campamento del Lobo había dado su autorización al Campamento del León para que el niño fuera enterrado allí. Nezzie amortajó el pequeño cadáver rígido con el manto de Durc. Talut lo alzó para llevarle a su sepultura, sin avergonzarse de las lágrimas que derramaba al depositar a Rydag en el hoyo, poco profundo.

Los del Campamento del León se concentraron en torno a la excavación, mientras se colocaban diversos objetos junto al cadáver. Nezzie le dejó a un lado algunos alimentos. Latie agregó el silbato favorito del niño. Tronie, la sarta de vértebras que él utilizaba para entretener a los bebés del Campamento del León el invierno pasado. A Rydag le encantaba cuidar a los bebés; era una forma de considerarse útil.

A una señal de Ayla, todos los miembros del Campamento del León recogieron una piedra y la depositaron cuidadosamente sobre la silueta amortajada: era el comienzo de su túmulo funerario. Sólo entonces inició Ayla la ceremonia del entierro. No intentó dar explicaciones, pues la finalidad era evidente. Empleando las mismas señales que había ejecutado Creb en el funeral de Iza y que ella había repetido en honor del Mog-ur cuando se lo encontró en la cueva derruida. Ejecutó también una danza gestual cuyos orígenes se perdían en la noche de los tiempos y cuya belleza majestuosa sorprendió a más de uno.

No utilizaba el lenguaje simplificado que había enseñado al Campamento del León, sino el rico y complejo idioma del Clan, que comprendía movimientos y posturas del cuerpo entero, lo que añadía matices y sutilezas al significado. Aunque muchos de los gestos eran esotéricos (la misma Ayla ignoraba su sentido completo), algunos eran familiares para el Campamento del León, que de esa forma pudo comprender su esencia: era el rito mediante el cual se facilitaba a alguien el acceso al otro mundo. Para el resto de los Mamutoi, los movimientos de la muchacha tenían la apariencia de una danza sutil y expresiva. Evocaba en ellos, con su silenciosa gracia, el amor y la pérdida, el dolor y la mítica esperanza del más allá.

Entusiasmado, con las mejillas inundadas de lágrimas, como todos los miembros del Campamento del León, Jondalar contemplaba la danza silenciosa recordando el día –que le parecía ya tan lejano– en que, allá en el valle, intentó explicar algo importante con aquella misma gracia. Ahora, aunque todavía no comprendía la naturaleza de aquella curiosa danza, presentía que sus gestos ocultaban un sentido oculto. Ahora se sorprendía igualmente de su pasada ignorancia y se estaba dejando ganar por la belleza del ritual.

Se acordó de la postura que Ayla adoptaba al comienzo de su encuentro, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, la cabeza inclinada, en espera de que la tocara en el hombro. Incluso cuando aprendió a hablar siguió adoptando aquella postura, que a él le incomodaba tanto más cuanto que se había enterado de que se trataba de una costumbre del Clan. Pero ella le había explicado que no conocía otro medio de dar a entender lo que no podía decir con palabras. Recordó, sonriendo, que no hacía mucho tiempo aún no sabía hablar. Ahora se expresaba correctamente en dos lenguas: el zelandonii y el mamutoi. Tres, si se contaba el lenguaje del Clan. Incluso había aprendido algunas expresiones sungaea durante los pocos días que habían estado con ellos.

Contemplando el ritual del Clan, dominado por los recuerdos de sus amores en el valle, la deseaba más que nunca. Pero al lado de Ayla descubrió a Ranec, tan cautivado como él, y cada vez que miraba a la joven, no podía evitar al hombre de piel oscura. Desde su regreso, Ranec no se separaba de Ayla y le daba claramente a entender a Jondalar que seguía siendo su Prometida. Jondalar había tratado de hablar a Ayla y expresarle su dolor por la muerte de Rydag, pero ella no se había mostrado sensible a sus esfuerzos por consolarla. Ella estaba anegada de tristeza, ¿qué esperaba él?

Other books

Bash, Volume II by Candace Blevins
The Mephisto Club by Tess Gerritsen
The Sleepwalkers by J. Gabriel Gates
Heart of Darkness by Lauren Dane
Kidnapped and Claimed by Lizzie Lynn Lee
Camp Wild by Pam Withers