Los cazadores de mamuts (73 page)

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Authors: Jean M. Auel

Y Ayla echó a andar, precipitadamente, hacia el Hogar de la Cigüeña. Fralie, al verla allí, experimentó de súbito un gran alivio.

–Lo primero es arreglar esta cama y ponerte cómoda –dijo la muchacha, tirando de las cubiertas e incorporándola con pieles y almohadas.

Fralie sonrió. De pronto, por alguna razón, notó que Ayla todavía conservaba cierto acento exótico. No, en realidad no era un acento, sino cierta dificultad para pronunciar determinados sonidos. Resultaba extraño que una se acostumbrara a algo así. La cabeza de Crozie apareció junto a la cama, entregó a Ayla una pieza de cuero, bien plegada.

–Es su frazada de parto, Ayla –la desplegaron y, mientras Fralie cambiaba de posición, la extendieron por debajo de ella–. Ya era hora de que te llamaran, pero no queda tiempo para detener el nacimiento –se quejó la anciana–. Lástima; tenía la corazonada de que esta vez sería una niña. Es una pena que muera.

–No estés tan segura de que morirá, Crozie –dijo Ayla.

–Pero si es prematuro. Lo sabes.

–Sí, pero no le mandes todavía al otro mundo. Hay cosas que se pueden hacer, si no llega con demasiada anticipación... y si el parto va bien –Ayla miró a Fralie–. Ya veremos.

–Ayla –exclamó la parturienta, con los ojos brillantes–, ¿crees que hay esperanza?

–Siempre hay esperanza. Ahora bebe esto. Te calmará la tos y te hará sentirte mejor. Después veremos si estás en estado avanzado o no.

–¿Qué contiene eso? –preguntó Crozie.

Ayla observó a la anciana un momento, antes de responder. En su voz había una orden implícita, pero Ayla percibió la preocupación y el interés que la motivaban. Se percató de que aquel modo de preguntar era propio de Crozie, como si estuviera habituada a dar órdenes. Pero este tono autoritario podía ser mal interpretado en boca de alguien que no ostentaba rango de autoridad.

–La corteza interior de un arbusto parecido al cerezo, para tranquilizarla, para calmar su tos y aliviar el dolor del parto –explicó Ayla–, hervida con raíz de ranúnculo azul, pulverizada, para que los músculos trabajen más y aceleren el parto. Ya está demasiado avanzado para poder interrumpirlo.

–Hum –vocalizó Crozie, asintiendo.

Le interesaba tanto verificar la habilidad de Ayla como conocer los ingredientes exactos. La respuesta la dejó satisfecha; Ayla no se limitaba a administrar el remedio que alguien le había indicado, sino que sabía lo que estaba haciendo. Ella no conocía las propiedades de esas plantas, pero era evidente que la muchacha sí.

A lo largo del día, todo el mundo pasó por el Hogar de la Cigüeña para hacer una visita de pocos minutos y ofrecer a Fralie un apoyo moral. Sin embargo, las sonrisas de aliento tenían un deje de tristeza. Todos sabían que Fralie estaba sometida a una dura prueba que tenía muy pocos visos de llegar a un final feliz.

Para Frebec, el tiempo se arrastraba lentamente. No sabía qué esperar y se sentía perdido, inseguro. Había presenciado algún otro parto, pero no recordaba que fueran tan largos; tampoco le había parecido que el alumbramiento fuera tan difícil para otras mujeres. ¿Acaso todas se retorcían, forcejeaban y gritaban así?

En su hogar, con tantas mujeres allí, no había lugar para él; de cualquier modo, no le necesitaban. Mientras estuvo sentado en la cama de Crisavec, observando y esperando, nadie reparó siquiera en él. Por fin se levantó para alejarse, sin saber adónde ir. Sintió que tenía hambre y se encaminó hacia el primer hogar, con la esperanza de encontrar restos de asado o algo así. En el fondo, pensaba buscar a Talut. Necesitaba hablar con alguien, compartir su experiencia con alguien que pudiera comprenderle. Cuando llegó al Hogar del Mamut, vio allí a Ranec, Danug y Tornec, de pie junto al fuego, conversando con Mamut; bloqueaban parcialmente el pasillo y Frebec se detuvo. No tenía ganas de enfrentarse con ellos y pedirles que se apartaran. Pero tampoco podía quedarse eternamente allí. Por fin empezó a cruzar el espacio central, rumbo a ellos.

–¿Cómo está Fralie, Frebec? –preguntó Tornec.

Aquella pregunta amistosa le sorprendió vagamente.

–Ojalá lo supiera –respondió.

–Te comprendo –manifestó el otro, con una sonrisa agria–. Nunca me siento tan inútil como cuando Tronie está dando a luz. Detesto verla sufrir y querría ayudar de algún modo. Pero no se puede hacer nada. Eso es cosa de mujeres; le corresponde a ella llegar hasta el final. Siempre me sorprende, cuando todo termina, que puedan olvidarse de todo en cuanto ven al bebé y saben que está... –se interrumpió, comprendiendo que había hablado de más–. Disculpa, Frebec, no quise decir...

Frebec frunció el ceño y se volvió hacia Mamut.

–Fralie dice que este bebé está naciendo con demasiada anticipación. Dice que los bebés prematuros no viven. ¿Es cierto? ¿Este bebé va a morir?

–No te puedo responder a eso, Frebec. Está en manos de Mut –dijo el anciano–. Pero sé que Ayla no renunciará. Depende de cuánta sea la anticipación. Los bebés prematuros son débiles y pequeños; por eso, generalmente, mueren. Pero no siempre, sobre todo si no llegan demasiado pronto. Y cuanto más viven, mayores son las posibilidades de que sobrevivan. No sé qué puede hacerse, pero, en cualquier caso, Ayla es la persona indicada. Recibió un don poderoso y tengo por seguro una cosa: ninguna Mujer Que Cura podría haber recibido una preparación mejor. Sé de primera mano lo hábiles que son las curanderas del Clan. Una de ella me curó, cierta vez.

–¡A ti! ¿Te curó una cabeza chata? –se asombró Frebec–. No entiendo. ¿Cómo, cuándo?

–Cuando era joven, en mi Viaje –dijo Mamut.

Los jóvenes esperaron a que continuara el relato, pero pronto fue evidente que no daría más información.

–Me pregunto, viejo, cuántos secretos y cuántas historias ocultan los años de tu larga vida –comentó Ranec con una ancha sonrisa.

–He olvidado más de lo que abarca toda tu vida, joven, a pesar de lo mucho que recuerdo. Ya era viejo cuando tú naciste.

–¿Qué edad tienes? –preguntó Danug–. ¿Lo sabes?

–En otros tiempos llevaba la cuenta dibujando, en la piel interior de un cuero, cada primavera, un recordatorio, de algún acontecimiento importante que se hubiera producido durante el año. Llené varios; el biombo ceremonial es uno de ellos. Ahora soy tan viejo que no llevo la cuenta. Pero te daré una idea, Danug. Mi primera compañera tuvo tres hijos –Mamut miró a Frebec–. El primero, un varón, murió. La segunda, a su vez, tuvo cuatro hijos. La mayor de esos cuatro, al crecer, dio a luz a Tulie y a Talut. Tú, por supuesto, eres el primer hijo de la compañera de Talut. Y la compañera del primogénito de Tulie puede estar esperando un hijo, a estas horas. Si Mut me concede otra temporada, tal vez vea a la quinta generación. Así de viejo soy, Danug.

El muchacho meneó la cabeza. Mamut era más anciano de lo que él pudiera siquiera imaginar.

–Manuv y tú, ¿no sois parientes, Mamut? –preguntó Tornec.

–Él es el tercer hijo de la compañera de un primo más joven, así como tú eres el tercer hijo de la compañera de Manuv.

En ese momento se produjo cierto alboroto en el Hogar de la Cigüeña y todos se volvieron a mirar en aquella dirección.

–Ahora respira profundamente –dijo Ayla– y empuja una vez más. Ya casi has terminado.

Fralie jadeó, tratando de tomar aliento, y empujó con fuerza, apretando las manos de Nezzie.

–¡Bien! ¡Así está bien! –la alentó Ayla–. Ya viene. ¡Ya viene! ¡Bien! ¡Aquí está!

–¡Es una niña, Fralie! –dijo Crozie–. ¡Te dije que sería una niña!

–¿Cómo está? –preguntó la parturienta–. ¿Está...?

–¿La ayudas a expulsar la placenta, Nezzie? –pidió Ayla, mientras limpiaba el moco de la boca de la criatura, que forcejeaba por aspirar su primera bocanada de aire. Hubo un silencio angustioso. De pronto, el anhelante y milagroso grito de la vida.

–¡Está viva! ¡Está viva! –exclamó Fralie, con lágrimas de alivio y esperanza.

«Sí, está viva», pensó Ayla, «pero es tan pequeña...» Nunca había visto un bebé tan diminuto. Pero estaba viva, pataleaba, se debatía y respiraba. Ayla la puso boca abajo, atravesada contra el vientre de Fralie. Entonces cayó en la cuenta de que sólo había visto nacer a los bebés del Clan. Tal vez los Otros nacían más pequeños. Ayudó a Nezzie con la placenta; luego puso a la criatura de espaldas para atar el cordón umbilical en dos sitios, con trozos de tendón teñido de rojo. Empleó un afilado cuchillo de pedernal para cortar entre ambas ataduras. Para bien o para mal, la niña estaba librada a sus fuerzas; era un ser humano independiente, vivo y palpitante. Pero los dos días siguientes serían críticos.

Mientras limpiaba a la criatura, Ayla la examinó cuidadosamente. Parecía perfecta, aparte de su excepcional pequeñez y su débil llanto. La envolvió en una cubierta de piel suave y se la entregó a Crozie. Cuando Nezzie y Tulie hubieron retirado la frazada de parto, Ayla verificó que la madre estuviera limpia y cómoda, equipada con una absorbente almohadilla hecha con lana de mamut, y con su hija recién nacida en el hueco del brazo. Después llamó a Frebec por señas, para que viera a la primera hija de su hogar. Crozie no se movió de su sitio.

Fralie la descubrió un poco, mirando a Ayla con lágrimas en los ojos.

–Es tan pequeñita –dijo, arropándola.

Abrió la delantera de su túnica y la acercó a su pecho. La pequeña buscó a tientas, halló el pezón y, por la sonrisa de Fralie, Ayla comprendió que estaba succionando. A los pocos segundos dejó el pecho; parecía exhausta por el esfuerzo.

–Qué pequeña es... ¿Vivirá? –preguntó Frebec a Ayla. Su pregunta parecía una súplica.

–Está respirando. Si puede mamar, hay esperanzas. Pero necesitará ayuda para sobrevivir. Es preciso mantenerla abrigada. La poca fuerza que tiene ha de ser reservada para mamar. Y toda la leche que trague debe estar destinada a crecer –Ayla miró a Frebec y a Crozie con severidad–. Si queréis que viva, no ha de haber más riñas en este hogar. Eso podría inquietarla, y si se inquieta, no podrá crecer. Ni siquiera podemos permitir que llore; no tiene fuerzas para llorar. Impediría que la leche que necesita la haga crecer.

–¿Cómo puedo impedir que llore, Ayla? ¿Cómo sabré cuándo amamantarla si no llora? –preguntó Fralie.

–Tanto Frebec como Crozie deben ayudarte, porque la niña necesita estar contigo constantemente, como si todavía estuviera en tu vientre. Lo mejor será hacer un aparejo que la sostenga contra tu pecho. De ese modo la mantendrás abrigada y la reconfortarás con tu contacto y el sonido de tu corazón, al que está habituada. Y, lo que es más importante, cuando quiera mamar, le bastará girar la cabeza para alcanzar el pecho, Fralie. Así no malgastará en llanto la energía que necesita para crecer.

–¿Y para cambiarla?

–Úntale la piel con un poco de ese sebo blando que te he dado, Crozie. Voy a preparar más. Usa estiércol, bien limpio, para absorber sus deposiciones. Cuando haya que cambiarla, retira el estiércol, para que no la muevas demasiado. Tú debes descansar, Fralie, y no moverte demasiado con ella. También a ti te beneficiará. Trataremos de que no tosas mucho. Si sobrevive unos cuantos días, cada día que supere la hará más fuerte. Con vuestra ayuda, Frebec y Crozie, tiene posibilidades de sobrevivir.

En el albergue iba reinando una atmósfera de tímida esperanza a medida que iban cerrándose las cortinas contra un sol rojo circundado por un cúmulo de nubes que cruzaban por el horizonte. Casi todos habían terminado la cena y estaban avivando el fuego, limpiando los utensilios o acostando a los niños para reunirse a conversar, como todas las noches. Varias personas se habían sentado ya ante el Hogar del Mamut, pero la conversación se reducía a un murmullo, como si hablar en voz alta fuera una transgresión.

Ayla había dado a Fralie una bebida para relajarla, a fin de que pudiera dormir. En los días siguientes podría descansar muy poco. Casi todos los bebés se adaptaban a una rutina de razonables períodos de sueño entre sus mamadas, pero la recién nacida no podía succionar mucho tiempo y, por lo tanto, no dormía mucho rato cuando ya estaba pidiendo de nuevo más alimento. Fralie tendría que dormir también a intervalos cortos hasta que la niña se fortaleciera.

Resultaba casi extraño ver a Frebec y a Crozie trabajando al unísono, ayudándose mutuamente para atender a Fralie y dando muestras de una comedida cortesía. Tal vez no durara, pero al menos lo estaban intentando y parte de su animosidad parecía haber desaparecido.

Crozie se acostó temprano. El día había sido difícil y ella ya no era tan joven. Se sentía cansada y pensaba levantarse pronto para atender a Fralie. Crisavec aún dormía con el hijo de Tulie; Tasher estaba con Tronie.

Frebec, solo en el Hogar de la Cigüeña, contemplaba el fuego, dominado por emociones confusas. Se sentía ansioso por proteger a la diminuta criatura, la primera hija de su hogar, y temía por ella. Ayla se la había puesto en los brazos un momento, mientras ella y Crozie se ocupaban de Fralie. La estudió prolongadamente asombrado de que un ser tan pequeño pudiera ser tan perfecto; hasta tenía uñas en sus diminutos dedos. Temía moverse, temía romperla; fue un alivio que Ayla volviera a hacerse cargo de ella, pero también le costó entregársela.

De pronto se levantó y echó a andar por el pasillo. No quería estar solo esa noche. Se detuvo en los límites del Hogar del Mamut, contemplando a las personas sentadas alrededor del fuego. Eran los miembros más jóvenes del Campamento. En otros tiempos habría pasado de largo para ir al primer hogar, donde habría conversado con Talut y Nezzie, con Tulie y con Barzec, con Manuv o Wymez; últimamente con Jondalar, y a veces con Danug. Aunque Crozie estaba allí con frecuencia, resultaba más fácil ignorarla que enfrentarse a la posibilidad de verse desdeñado por Ranec o marginado por Deegie. Pero Tornec, aquel día, se había mostrado amistoso; su compañera era madre, él sabía bien lo que sentía un hombre. Frebec aspiró hondo y se acercó al hogar.

En el momento en que se detenía junto a Tornec, el grupo rompió a reír. Por un instante, Frebec pensó que se reían de él y estuvo a punto de marcharse.

–¡Frebec, estás ahí! –exclamó Tornec.

–Creo que queda un poco de infusión –dijo Deegie–. Voy a servirte un poco.

–Todos dicen que es una niñita preciosa –comentó Ranec–. Y Ayla asegura que hay esperanzas.

–Es una suerte que tengamos a Ayla aquí –agregó Tronie.

–Sí, es una suerte –reconoció Frebec.

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