Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla cubrió el fuego, se acercó a su plataforma y se desnudó para acostarse. Era una dura prueba afrontar la noche sabiendo que Jondalar no dormiría a su lado. Se ocupó de pequeñas cosas para retrasar el momento de acostarse entre las pieles, segura como estaba de que pasaría despierta la mitad de la noche. Por fin cogió al lobezno y se sentó en el borde de la cama, acariciándole y hablándole, hasta que el cálido y afectuoso animalito se quedó dormido en sus brazos. Entonces le puso en su cesto y le acarició hasta que se quedó inmóvil. Para compensar la ausencia de Jondalar, prodigaba su amor al lobo.
Mamut se dio cuenta de que estaba despierto y abrió los ojos. Apenas podía distinguir algunas siluetas en la oscuridad. El albergue estaba en silencio, un silencio nocturno, lleno de leves estremecimientos, respiraciones profundas y vagos rumores de sueño. Volvió lentamente la cabeza hacia el resplandor rojo de las ascuas, tratando de descubrir qué era lo que le había sacado tan bruscamente de su profundo sueño. Oyó entonces una respiración tensa y un sollozo ahogado, que le hicieron apartar sus cubiertas.
–¿Ayla? Ayla, ¿te encuentras mal? –preguntó con suavidad.
La muchacha sintió una mano caliente sobre el brazo.
–No –repuso con voz ronca; vuelto el rostro hacia la pared.
–Estás llorando.
–Siento haberte despertado. No tenía que haber hecho ruido.
–No has hecho ruido. He despertado porque me necesitabas. La Madre me ha enviado a ti. Estás sufriendo. Estás herida por dentro, ¿verdad?
Ayla aspiró profunda y dolorosamente, tratando de reprimir el grito que pugnaba por escapársele de la garganta.
–Sí –dijo.
Cuando se volvió hacia él, Mamut vio un fulgor de lágrimas a la luz mortecina.
–En ese caso, Ayla, llora. No debes contenerte. Tienes razones para sufrir y derecho a llorar.
–¡Oh, Mamut! –exclamó la muchacha, con un gran sollozo convulsivo. Luego, reprimiéndose, pero aliviada por el permiso que se le había dado, lloró en silencio su dolor y su angustia.
–No te contengas, Ayla. Llorar te hace bien –dijo él, sentado en el borde de la cama, dándole suaves palmaditas–. Todo saldrá según lo previsto, como está decidido. Todo está bien, Ayla.
Al cabo de un rato, la joven buscó un trozo de piel blanda para limpiarse la cara y la nariz; luego se sentó junto al anciano.
–Ahora me siento mejor –dijo.
–Siempre es mejor llorar cuando se siente la necesidad de hacerlo. Pero esto no ha terminado, Ayla.
Ella inclinó la cabeza.
–Lo sé –se volvió hacia él, con expresión interrogante–. Pero ¿por qué?
–Algún día lo sabrás. Creo que son fuerzas poderosas las que dirigen tu vida. Fuiste elegida para un destino especial. La carga que llevas no es fácil; mira lo que ya has debido superar en tu corta vida. Pero no todo será dolor, Ayla: tendrás grandes alegrías. Eres amada, atraes el amor. Eso te ha sido concedido para ayudarte a aliviar la carga. Siempre tendrás amor..., tal vez demasiado.
–Yo creía que Jondalar me amaba.
–No estés tan segura de que no es así. Pero son muchos los que te aman, incluido este viejo –dijo Mamut, sonriendo. Ayla también sonrió–. Hasta un lobo y dos caballos te aman. ¿No ha sido siempre así?
–Tienes razón. Iza me amaba. Era mi madre, aunque yo no naciera de ella. Antes de morir dijo que me amaba más que a nadie. Creb también..., aunque le decepcionaba y le hacía sufrir –Ayla hizo una pausa antes de continuar–: Uba también me amaba... y Durc –volvió a interrumpirse–. ¿Te parece que volveré a ver a mi hijo alguna vez, Mamut?
El chamán hizo una pausa antes de responder.
–¿Cuánto hace que no le ves?
–Tres años..., no, cuatro. Nació a principios de primavera. Cuando me fui tenía tres años. Tiene, más o menos, la misma edad que Rydag... –de pronto miró al viejo chamán y siguió hablando con entusiasmo–. Mamut, Rydag es un niño de espíritus mezclados, como mi hijo. Si Rydag puede vivir aquí, ¿por qué no Durc? Tú fuiste a la península y regresaste. ¿Por qué no puedo yo ir a buscarle y traerle aquí? No queda tan lejos.
Mamut frunció el ceño, estudiando su respuesta.
–No puedo contestar a eso, Ayla. Sólo tú puedes hacerlo, pero has de pensarlo muy bien antes de tomar una decisión, no sólo por ti, sino por tu hijo. Eres Mamutoi. Has aprendido a hablar nuestro idioma y conoces muchas de nuestras costumbres, pero aún te queda mucho que aprender.
Ayla no estaba escuchando las palabras que el anciano elegía con tanto cuidado. Su mente volaba ya hacia el futuro.
–Si Nezzie adoptó a un niño que ni siquiera podía hablar, ¿por qué no a uno que sí puede? Durc podía hablar, sólo que no tenía idioma que aprender. Él y Rydag podrían ser amigos. Durc podría ayudarle, correr a traerle cosas. Es muy veloz.
Mamut la dejó continuar con su entusiasta enumeración de virtudes hasta que se interrumpió voluntariamente. Entonces le preguntó:
–¿Cuándo irías por él, Ayla?
–En cuanto sea posible. Esta primavera... No, es demasiado difícil viajar en primavera; hay muchas inundaciones. Será mejor en verano –Ayla hizo una pausa–. O tal vez no. Este verano habrá Reunión del Clan, y si no llego a tiempo tendré que esperar meses a que regresen. Pero para entonces Ura estará con ellos.
–¿La niña que fue prometida a tu hijo? –preguntó Mamut.
–Sí. Se aparearán dentro de pocos años. Los niños del Clan crecen con más celeridad que los Otros..., que yo. Iza creía que jamás llegaría a ser mujer, por lo lenta que fui comparada con las niñas del Clan... Ura podría ser ya mujer, estar lista para tener un compañero y un hogar propio –Ayla frunció el ceño–. Cuando la conocí era una criatura, y Durc... Le dejé cuando era pequeño. Pronto será hombre y estará en condiciones de mantener a una compañera, una compañera que tenga hijos. Yo ni siquiera tengo pareja. La compañera de mi hijo podría tener un niño antes que yo.
–¿Sabes qué edad tienes, Ayla?
–Exactamente no, pero siempre cuento mis años al terminar el invierno, por esta época, no sé por qué –volvió a fruncir el ceño–. Creo que es hora de agregar otro año. Eso significa que debo de tener... –cerró los ojos para concentrarse en las palabras de contar–. Ahora tengo dieciocho años, Mamut. ¡Estoy envejeciendo!
–¿Tenías doce años cuando nació tu hijo? –preguntó él sorprendido. Ayla asintió–. He sabido de algunas niñas que se convierten en mujeres a los nueve o diez, pero esto es prematuro. Latie todavía no es mujer, aunque tiene doce años.
–Lo será pronto. Estoy segura.
–Creo que tienes razón. Pero no eres vieja, Ayla. Deegie tiene casi diecisiete años y no se unirá hasta el verano próximo.
–Es cierto. Y prometí que participaría en su Unión. Sin embargo, no puedo ir al mismo tiempo a una Reunión de Verano y a una Reunión del Clan –Mamut la vio palidecer–. De todos modos, no puedo ir a la Reunión del Clan. Ni siquiera estoy segura de poder volver al Clan. Estoy maldita. Estoy muerta. El propio Durc podría pensar que soy un espíritu y tener miedo de mí. ¡Oh, Mamut!, ¿qué debo hacer?
–Debes pensar con mucho cuidado antes de decidirte por lo más conveniente –respondió él. Enseguida, al notarla inquieta, resolvió cambiar el tema–. Pero tienes tiempo. Todavía no ha llegado la primavera, aunque pronto será el Festival. ¿Has pensado en la raíz y en la ceremonia de que me hablaste? ¿Estás dispuesta a incluir esa ceremonia en el Festival de Primavera?
Ayla sintió un escalofrío. La idea la asustaba, pero allí estaría Mamut para ayudarla. Él sabía qué hacer. Además, le veía tan interesado en descubrir de qué se trataba...
–Está bien, Mamut. Sí, lo haré.
Jondalar notó inmediatamente el cambio en las relaciones entre Ayla y Ranec, aunque no quería aceptarlo. Les observó durante varios días, hasta que ya no pudo negar la evidencia: Ranec casi vivía en el Hogar del Mamut, y Ayla aceptaba de buen grado su presencia. Hizo lo posible por convencerse de que era mejor así, de que había hecho lo correcto al alejarse, pero no podía aplacar su dolor por haber perdido el amor de Ayla ni el saberse excluido. A pesar de haber sido él quien se apartó de ella, abandonando voluntariamente su lecho y su compañía, ahora se sentía rechazado.
«No le ha costado mucho», se dijo. «Él apareció al día siguiente para rondarla, y ella apenas pudo aguardar a que yo me marchase para darle la bienvenida. Seguramente estaban esperando a que me fuera. Debí de haberme dado cuenta.
»Pero ¿de qué la culpas? Eres tú quien se marchó, Jondalar. Ella no te lo pidió. Después de aquella primera vez, no volvió con Ranec. Estaba allí, a tu disposición, y tú lo sabías...
»Y ahora es a él a quien está dispuesta a recibir. Y él se desvive por estar a su lado. ¿Puedes reprochárselo? Quizá sea ésa la mejor solución. Aquí se desea su presencia, están más habituados a los cabezas chatas..., al Clan. Y es amada...
»Sí, la quieren. ¿No es eso lo que deseas para ella? Que la acepten y que alguien la ame...
«Pero yo la amo», pensó, con una oleada de dolor y angustia. «¡Oh, Madre! ¿Cómo voy a soportarlo? Ha sido la única mujer a la que he amado. No quiero que sufra. No quiero que la rechacen. ¿Por qué ella? ¡Oh, Doni!, ¿por qué tuvo que ser ella?
«Tal vez debería irme. Eso es, me iré.» Era incapaz de pensar con claridad en aquel momento.
Se dirigió a grandes pasos hacia el Hogar del León, interrumpiendo a Talut y a Mamut, que ultimaban detalles para el Festival de Primavera.
–Me voy –barbotó–. ¿Qué puedo hacer para conseguir algunas provisiones?
Tenía el enloquecido aspecto de un hombre desesperado. El jefe y el chamán cambiaron una mirada de entendimiento.
–Jondalar, amigo mío –dijo Talut, dándole una palmada en el hombro–, sería un placer darte todas las provisiones que puedas necesitar, pero ahora no puedes irte. Viene la primavera, pero echa una ojeada ahí fuera. Y las últimas celliscas son las peores.
Jondalar se calmó, comprendiendo que su repentino impulso era imposible de realizar. Nadie en su sano juicio podía iniciar un viaje en aquellas condiciones.
Talut notó que los músculos tensos de Jondalar se aflojaban y siguió hablando.
–En primavera habrá inundaciones y son muchos los ríos que hay que cruzar. Además, tan lejos; no puedes pasar el invierno con los Mamutoi y no cazar el mamut con ellos. Una vez que estés de vuelta con los tuyos, ya no tendrás oportunidad, Jondalar. La primera cacería será a principios del verano, poco después que asistamos a la Reunión de Verano. Y el mejor momento para iniciar un viaje es justo por entonces. Me harías un gran favor si quisieras quedarte con nosotros, por lo menos hasta la primera cacería de mamuts, para que nos hagas una exhibición con tu lanzavenablos.
–Sí, por supuesto, lo voy a pensar –dijo Jondalar. Después miró de frente al corpulento pelirrojo–. Y gracias, Talut. Tienes razón: no puedo marcharme todavía.
Mamut estaba sentado, con las piernas cruzadas, en su sitio favorito para meditar: la plataforma-cama situada al lado de la suya, que se utilizaba para guardar pieles, cueros y otra ropa de cama. Pero no estaba meditando, sino pensando. Desde aquella noche en que las lágrimas de Ayla le habían despertado tenía una conciencia más aguda de la desesperación que provocaba en la muchacha la partida de Jondalar. Su desdicha le había causado una profunda impresión. Aunque ella se las componía para disimular ante todos la intensidad de sus sentimientos, él notaba ahora algunos pequeños detalles en su comportamiento que no había advertido hasta entonces. Aunque parecía disfrutar con la compañía de Ranec y reía sus bromas, se la notaba retraída; los cuidados y el afecto que prodigaba a Lobo y a los caballos tenían algo de desolada nostalgia.
Mamut comenzó a observar mejor al rubio y alto visitante; el comportamiento de Jondalar denotaba la misma desolación. Parecía dominado por una ansiedad atormentada, aunque también él tratara de disimularlo. Tras su desesperado intento de partir en medio de una tormenta, el viejo chamán temía que su buen juicio estuviera afectado por la posibilidad de perder a Ayla. Para el anciano, tan habituado a tratar íntimamente con el mundo de los espíritus de Mut y su destino, aquello representaba un impulso más profundo que el simple amor juvenil. Tal vez la Madre tuviera sus planes para él, planes que afectaban también a Ayla.
Mamut era reacio a intervenir, pero se preguntaba por qué la Madre le había demostrado que Ella era la fuerza oculta tras los mutuos sentimientos de ambos jóvenes. Y aunque estaba convencido de que Ella acabaría por recomponer las circunstancias según le conviniera, quizá deseara su ayuda en aquel asunto.
Mientras se preguntaba si podía dar a conocer los deseos de la Madre y, en ese caso, cómo hacerlo, Ranec llegó al Hogar del Mamut en busca de Ayla. Mamut sabía que había salido con Whinney y el lobezno, y tardaría en regresar. Ranec miró en derredor y vio al anciano que se aproximaba.
–¿Sabes dónde está Ayla, Mamut? –preguntó.
–Sí, ha salido con los animales.
–Me extrañaba no haberla visto desde hace rato.
–La ves mucho últimamente.
Ranec sonrió.
–Y espero verla con más frecuencia aún.
–Ella no llegó sola a este albergue, Ranec. ¿No crees que Jondalar tiene algún derecho de prioridad?
–Tal vez lo tuviera cuando llegaron, pero renunció a ella. Abandonó el hogar –dijo Ranec.
Mamut notó cierto tono defensivo en su voz.
–Creo que todavía existen fuertes sentimientos entre ambos. No me parece que la separación sea definitiva, si se permite que el profundo vínculo vuelva a restablecerse, Ranec.
–Si pretendes decirme que me aparte de ella, Mamut, lo siento, pero es demasiado tarde. También mis sentimientos por Ayla son fuertes –la voz de Ranec se quebró de emoción–. La amo, Mamut; quiero emparejarme con ella, crear un hogar juntos. Es hora de que me instale con una mujer, y quiero a sus hijos en mi hogar. Nunca conocí a nadie como ella. Es cuanto he soñado. Si logro convencerla, me gustaría anunciar nuestra Promesa en el Festival de Primavera y unirme a ella en el Nupcial de este verano.
–¿Estás seguro de que es eso lo que deseas, Ranec? –preguntó Mamut. Tenía cariño a Ranec; sabía que Wymez se sentiría feliz si el chico moreno que había traído de sus viajes encontraba una mujer con la cual establecerse–. Hay muchas Mamutoi que aceptarían de buen grado una unión contigo. ¿Qué le dirás a esa bonita pelirroja con la que estás casi comprometido? ¿Cómo se llama? ¿Tricie? –Mamut estaba seguro de que si el rubor hubiera podido hacerse visible en su tez oscura, la cara de Ranec se habría puesto roja.