Los cazadores de mamuts (71 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Pues le diré... Le diré que lo siento, pero no puedo evitarlo. No quiero a ninguna otra; sólo a Ayla. Ahora ella es Mamutoi. Lo lógico es que se una a otro Mamutoi. Y ése quiero ser yo.

–Así será, si tiene que ser, Ranec –replicó Mamut bondadosamente–. Pero recuerda esto: la elección no depende de ti. Ni siquiera de ella. Ayla fue escogida por la Madre con una finalidad, y recibió muchos dones. No importa lo que tú decidas ni lo que decida Ayla: Mut es quien tiene definitivamente el derecho sobre ella. Cualquier hombre que desee unirse a ella, se unirá también a los designios de Mut.

Capítulo 25

A medida que aquella antigua Tierra volvía imperceptiblemente su gélida faz boreal hacia el astro refulgente en torno del cual giraba, hasta las tierras próximas a los glaciares sentían un beso de suave calidez y paulatinamente despertaban del sueño de un invierno intenso y prolongado. La primavera se agitaba, renuente al comienzo; luego, con la urgencia de una estación cuyo tiempo era breve, se desprendía de la helada capa con exuberante ímpetu inundando y esponjando el suelo.

Las gotas que caían desde las ramas y las frondas abovedadas al primer calor de un mediodía de deshielo se endurecían hasta formar carámbanos con el frío de las noches. Los días posteriores, cada vez más cálidos, aquellos largos colgantes ahusados aumentaban de tamaño; luego, al desprenderse de su gélido asidero, perforarían los montículos de nieve; arroyuelos de nieve y hielo fundidos, convertidos ya en torrenteras, arrastrarían la humedad acumulada que había permanecido hasta entonces en fría suspensión. En su huida, estos cursos de agua se precipitaban hacia los lechos antiguos, hacia los barrancos, o abrían otros en el loess, ayudados y dirigidos a veces por una pala hecha con una cornamenta o por un achicador de marfil.

El río, bordeado por el hielo, gemía y crepitaba en su lucha por quebrar su prisión invernal, a medida que el deshielo se volcaba en su corriente oculta. Por fin, sin previo aviso, un estruendo que se oyó hasta en el albergue, seguido por un segundo crujido y un tronar ensordecedor, anunciaron que el hielo ya no sujetaba la inundación. Los trozos desprendidos y arrastrados dando tumbos marcaron el cambio de estación.

Como si el frío hubiese sido barrido por la corriente, los habitantes del Campamento, tan aprisionados como el río por las bajísimas temperaturas, salieron, a modo de torrentes, del albergue. Si bien hacía calor sólo relativamente, la encorsetada vida interior dio paso a una frenética actividad exterior. Cualquier pretexto para salir era saludado con entusiasmo, aunque no fuera más que para la limpieza de primavera.

Los del Campamento del León eran limpios, según las costumbres de su pueblo. Aunque abundase la humedad, en forma de hielo y nieve, para proveerse de agua se requería fuego y grandes provisiones de combustible. Aun así, parte del hielo y la nieve que fundían para cocinar y beber se utilizaba para la higiene, y todos tomaban periódicos baños de vapor. En general, los sectores individuales estaban ordenados; se limpiaban las herramientas y los utensilios, y se cepillaban las pocas ropas que se usaban dentro del albergue, además de lavarlas de vez en cuando y mantenerlas en buenas condiciones. Pero, al terminar el invierno, había dentro de la vivienda un hedor increíble.

Contribuían a ello los alimentos en diversas etapas de conservación o descomposición, cocinados, sin cocinar y echados a perder; los aceites para quemar, rancios generalmente, pues en las lámparas solían añadirse grumos de grasa fresca al aceite viejo; las cestas utilizadas para la defecación, que no siempre se vaciaban de inmediato, los recipientes con orina, acumulada para obtener amoníaco por descomposición de la urea, y, por último, la propia gente. Aunque los baños de vapor eran saludables y limpiaban la piel, en poco ayudaban a eliminar los olores normales del cuerpo, lo cual no constituía su finalidad. El olor personal formaba parte de la identidad de cada uno.

Los Mamutoi estaban habituados a los olores naturales, fuertes y penetrantes, de la vida diaria. Su desarrollado sentido del olfato servía, como el del oído y el de la vista, para tener conciencia del medio. Ni siquiera los olores de los animales eran considerados desagradables, pues también eran naturales. Pero al entibiarse el clima, hasta las narices acostumbradas a los ordinarios olores de la vida comenzaban a notar las consecuencias de un encierro de veintisiete personas durante un período prolongado. La primavera ofrecía la oportunidad de descorrer las cortinas para ventilar el albergue; se recogían y se sacaban los desechos acumulados durante todo el invierno.

En el caso de Ayla, la operación incluía retirar el estiércol del anexo. Los caballos habían pasado bien el invierno, lo que suponía un gran alivio para la joven, pero eso no tenía nada de asombroso. Los caballos de la estepa eran animales resistentes, adaptados a los rigores de los inviernos crudos. Aunque Whinney y Corredor debían buscar pasto por cuenta propia, podían refugiarse en un sitio mucho más abrigado que los que podían encontrar, habitualmente, sus congéneres. Por añadidura, se les daba agua y alguna comida. Los caballos maduraban rápidamente en las estepas, en circunstancias normales, porque era necesario para la supervivencia; Corredor, como otros potrillos nacidos en la misma temporada, había alcanzado la plenitud de su desarrollo. Aunque adquiriría un poco más de corpulencia en los años siguientes, era un joven potro, fuerte y resistente, algo más grande que su madre.

La primavera constituía también la época de la escasez. Se habían acabado ya las reservas de ciertos alimentos, sobre todo los productos vegetales, que eran sus favoritos, y otras provisiones comenzaban a agotarse. Al hacer inventario, todos se alegraron de haber organizado aquella última cacería de bisontes. De lo contrario, para entonces les habría faltado carne. Sin embargo, la carne les llenaba sin que llegaran a quedarse satisfechos. Ayla recordó entonces los tónicos que Iza preparaba en primavera para el clan de Brun, y decidió hacer lo mismo para el Campamento. Sus tisanas de hierbas secas (que incluían acedera amarilla, rica en hierro, y rosal silvestre, para prevenir el escorbuto) aliviaron la falta latente de vitaminas que provocaba la necesidad de alimentos frescos, pero no eliminaron el deseo. Todo el mundo esperaba con ansias las primeras verduras. Sin embargo, el recurso a los conocimientos medicinales de Ayla iba más allá de esos tónicos.

El albergue semisubterráneo estaba bien aislado y caldeado por las fogatas, las lámparas y el calor natural de los cuerpos. Aun cuando fuera hacía un frío penetrante, en el interior se usaba poca ropa. Durante el invierno, todos ponían cuidado en abrigarse debidamente antes de salir, pero se olvidaban de tener esa precaución al comenzar el deshielo. Aunque la temperatura apenas sobrepasaba el punto de congelación, se tenía la sensación de que hacía más calor y la gente del Campamento, al salir, añadía poca ropa a la que usaba habitualmente en el interior. Las lluvias de primavera y la nieve fundida hacían que, con frecuencia, volvieran al albergue mojados y helados. Y eso reducía sus defensas.

Ayla tuvo que tratar más resfriados, toses y gargantas irritadas en ese principio de temporada que en lo más intenso del invierno. La epidemia de reumas y de infecciones respiratorias afectó a todo el mundo. La misma Ayla tuvo que pasar algunos días en cama para curarse una leve fiebre y una fuerte tos pulmonar. Antes de que la primavera hubiera avanzado mucho, ya había atendido a casi todos los del Campamento. Según los casos, les suministraba infusiones medicinales, tratamientos de vapor, cataplasmas calientes para la garganta y el pecho, y asistía a los enfermos con solicitud y eficiencia. Todo el mundo alababa la eficacia de su medicina. Cuando menos, hacía que la gente se sintiera mejor.

Nezzie le dijo que esos resfriados de primavera eran habituales, pero cuando Mamut cayó con los mismos síntomas, poco después que Ayla, ésta se olvidó de sus propios síntomas residuales para dedicarse al anciano. Tenía mucha edad, y eso la preocupaba. Una infección respiratoria grave podía resultar fatal. Sin embargo, el chamán contaba con una gran reserva de energía, a pesar de sus años, y se restableció con mayor prontitud que otros miembros del Campamento. Aunque disfrutaba con sus atenciones, la instó para que atendiese a otros más necesitados y se tomara ella misma algún descanso.

Cuando Fralie cayó presa de fiebre y una fuerte tos convulsiva, Ayla no esperó a que se lo pidieran para ofrecer su ayuda; pero de nada sirvió. Frebec no permitía que entrara en su hogar para atender a la embarazada. Crozie discutió furiosamente con él y todo el Campamento le dio la razón, pero el hombre se mantenía inflexible. La anciana llegó a discutir con Fralie, tratando de convencerla para que no hiciera caso de Frebec; resultó inútil. La enferma se limitaba a sacudir la cabeza, sin dejar de toser.

–Pero ¿por qué? –preguntó Ayla a Mamut, mientras sorbían juntos una bebida caliente, al oír un nuevo ataque de tos.

Tronie había llevado a su hogar a Tasher, cuya edad estaba entre la de Nuvie y la de Hartal. Crisavec dormía con Brinan en el Hogar del Uro, para que la mujer embarazada y enferma pudiera descansar. Pero Ayla sufría cada vez que oía toser a Fralie.

–¿Por qué ese hombre no me deja atenderla? ¿No ve que los otros se sienten mejor? Y ella lo necesita más que nadie. Le hace mucho mal toser así, sobre todo ahora.

–No es difícil contestar a tu pregunta, Ayla. Si uno piensa que los del Clan son animales, es imposible creer que sepan algo de medicina. Y si tú te criaste con ellos, ¿qué puedes saber?

–¡Pero si no son animales! Las curanderas del Clan son muy hábiles.

–Lo sé, Ayla. Lo sé mejor que nadie. Y creo que ya lo saben todos aquí. Hasta el mismo Frebec. Cuando menos, aprecian tu capacidad, pero Frebec no quiere dar su brazo a torcer después de tantas discusiones. Teme quedar humillado.

–¿Qué es más importante? ¿Su orgullo o el bebé de Fralie?

–Fralie parece pensar que el orgullo de Frebec.

–No es culpa de ella. Frebec y Crozie tratan de obligarla a elegir entre uno de los dos, y ella no quiere elegir.

–A Fralie le corresponde decidirse.

–Ése es el problema: ella no quiere decidirse. Se niega a elegir.

Mamut meneó la cabeza.

–No, está eligiendo, aunque no se dé cuenta. Pero la elección no es entre Frebec y Crozie. ¿Cuánto le falta para dar a luz? –preguntó–. A mí me parece que está a punto.

–No estoy segura, pero no creo que esté lista. Se la ve voluminosa porque está muy delgada, pero el bebé aún no está en posición. Eso es lo que me preocupa. Creo que es demasiado pronto.

–No hay nada que puedas hacer, Ayla.

–Pero si Frebec y Crozie no discutieran tanto sobre cualquier cosa...

–Eso no tiene nada que ver con el asunto. No es problema de Fralie: es cosa de Frebec y Crozie. Fralie no tiene por qué dejarse atrapar por lo que pueda haber entre ellos. Puede decidir por su cuenta... y, en realidad, eso es lo que está haciendo. Elige no hacer nada. O más exactamente, si tus temores están bien fundados (y creo que sí), elige entre dar a luz ahora o más adelante. Tal vez esté eligiendo entre la vida y la muerte para su bebé... y poniéndose en peligro, al mismo tiempo. Pero a ella le corresponde escoger, y tal vez lo haga por razones que nosotros desconocemos.

Los comentarios de Mamut siguieron golpeando la mente de Ayla mucho después de terminada la conversación. La muchacha se acostó pensando en ellos. Tenía razón, por supuesto. A pesar de lo que Fralie sentía por Frebec y por su madre, en esa lucha no entraba ella. Ayla trató de buscar un modo de convencer a Fralie, pero ya lo había intentado antes. Ahora, mientras Frebec la mantuviera alejada de su hogar, no había posibilidades de hablar con ella. Se durmió con esta angustiosa preocupación grabada en su mente.

Despertó en medio de la noche y permaneció inmóvil, escuchando. No habría podido decir con certeza qué la había despertado, pero tenía la sensación de haber oído un gemido de Fralie en la oscuridad del albergue. Tras un largo silencio, se hizo a la idea de que había estado soñando. Como Lobo gimiera, alargó una mano para consolarle. Tal vez el cachorro tuviera una pesadilla y eso la había despertado. Pero su mano se detuvo antes de tocar al lobezno. Ayla aguzó el oído, tratando de percibir lo que parecía una queja ahogada.

Apartó sus cobertores y se levantó, en silencio, en busca del cesto para orinar. Después se pasó una túnica por encima de la cabeza y se acercó al hogar. Se oyó una tos sofocada, seguida por un verdadero espasmo, que terminó en otra queja ahogada. Ayla avivó las brasas y echó un poco de yesca y astillas de hueso hasta obtener una pequeña fogata. Después puso a calentar algunas piedras y buscó la bolsa de agua.

–Puedes preparar un poco de tisana para mí también –dijo Mamut en voz baja, desde la oscuridad de su cama. Luego apartó sus pieles y se incorporó–. Creo que muy pronto estaremos todos levantados.

Ayla, asintiendo, vertió un poco más de agua en el cesto de cocinar. Se oyó otro ataque de tos; después, movimientos y voces apagadas en el Hogar de la Cigüeña.

–Necesita algo que le calme la tos y otra cosa para detener el proceso del parto... si no es demasiado tarde. Creo que voy a revisar mis medicinas –Ayla dejó su cuenco a un lado, pero vaciló–. Es sólo por si alguien lo necesita.

Cogió una rama encendida. Mamut la vio revisar las plantas secas que había traído consigo desde el valle. «Es una maravilla verla practicar sus artes curativas», pensó. «Pero se la ve demasiado joven para poseer tanta habilidad. Si yo fuera Frebec, me preocuparía más por su poca edad y su posible inexperiencia que por sus antecedentes. Sé que aprendió con la mejor, pero ¿cómo es posible que sepa tanto? Ha de haber nacido con este don, y esa curandera, Iza, ya lo vio desde un principio.»

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