Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Mira, Jondalar! ¡Mira eso! –gritó, señalando con el dedo–. ¡Casi hemos llegado!
Hasta Whinney parecía entusiasmada; no hizo falta azuzarla para que apretara el paso. Ayla buscó otro punto de referencia: un saliente rocoso cuya forma peculiar hacía pensar en una leona agazapada. Al encontrarla, giraron hacia el norte hasta llegar al borde de una empinada cuesta, sembrada de grava y piedras sueltas. Allí se detuvieron a mirar hacia abajo. En el fondo fluía un río pequeño, en dirección este, centelleando al sol; sus aguas lanzaban rayos que salpicaban las rocas. Desmontaron para bajar, con mucho cuidado. Los caballos comenzaron a cruzar el río y se detuvieron a beber, mientras Ayla buscaba las piedras salientes que siempre había usado para cruzar a saltos. Al llegar a la otra orilla, también ella bebió.
–El agua es mejor aquí. ¡Mira qué clara se desliza! –exclamó–. No tiene nada de lodo. Se puede ver el fondo. ¡Y mira, Jondalar, aquí están los caballos!
Jondalar sonrió con afecto ante tanta exuberancia; el valle largo y familiar le provocaba una sensación similar de encontrarse en casa. Los vientos ásperos y el frío glacial de las estepas azotaban con menos rigor la protegida hondonada y, aun sin el follaje de verano, se veía una vegetación más rica y abundante. La pendiente que acababan de descender volvía a ascender hasta terminar en una muralla de roca pura, en dirección hacia la izquierda del valle. Una amplia franja de árboles y malezas bordeaba la ribera opuesta del arroyo, antes de espaciarse más allá, convirtiéndose en una pradera donde el heno dorado se henchía en oleadas bajo el sol de la tarde. A la derecha, la manta de hierba alta ascendía gradualmente hasta las estepas al tiempo que se estrechaba; hacia el fondo del valle, la pendiente se hacía cada vez más empinada, hasta convertirse en la segunda pared de una garganta angosta.
A medio camino, un pequeño rebaño de caballos de la estepa había dejado de pastar para mirar hacia los viajeros. Uno de ellos relinchó. Whinney agitó la cabeza a modo de respuesta. La manada dejó que se aproximaran hasta que estuvieron bastante cerca. Después, como el extraño olor de los humanos continuara avanzando, giraron al unísono, en medio de un tronar de cascos, con las colas y las crines al aire, subieron al galope la suave pendiente hasta ganar la estepa. Los dos humanos, que iban a lomos de la yegua, se detuvieron a observarlos. Lo mismo hizo el joven potro sujeto por la soga.
Corredor, con la cabeza en alto y las orejas dirigidas hacia delante, les siguió hasta donde la cuerda se lo permitía; luego, con el cuello bien estirado y las fosas nasales abiertas, los observó hasta perderles de vista. Whinney le llamó con un pequeño relincho para reiniciar el descenso hacia el valle. Se fue hacia ella y la siguió.
A buena marcha, la joven pareja y las bestias se dirigieron río arriba hacia la estrecha desembocadura del valle. Vieron cómo el riachuelo contorneaba brutalmente, hacia la derecha, en un tumulto de torbellinos, una avanzada de la muralla y una playa cubierta de rocas. Al otro lado había un gran amasijo de rocas, maderos arrojados por las aguas, huesos, astas, cuernos y colmillos de toda índole. Algunos eran esqueletos de animales caídos de las estepas o de animales atrapados por la inundación y arrojados contra la muralla.
Ayla se moría de impaciencia. Se deslizó al suelo desde el lomo de Whinney y subió corriendo por un sendero, empinado y estrecho, hasta lo alto de la pared, que formaba una cornisa frente a una cavidad abierta en el acantilado. Estaba a punto de entrar a la carrera, pero se detuvo en el último momento. Allí había vivido sola; su supervivencia se debía a que nunca, ni por un momento, olvidaba estar alerta a cualquier peligro posible. No eran sólo los humanos los que usaban las cuevas. Pegándose a la pared exterior, se quitó la honda de la cabeza y se inclinó para recoger algunos guijarros.
Con mucha precaución, miró hacia el interior. Sus ojos sólo encontraron oscuridad, pero su nariz detectó un leve olor a leña quemada mucho tiempo antes y el olor a almizcle, un poco más reciente, de los glotones; pero tampoco era tan reciente. Traspasó la entrada de la cueva y dejó que su vista se acostumbrara a la penumbra.
Sentía la presión de las lágrimas que le colmaban los ojos y se esforzó vanamente por contenerlas. Allí estaba su cueva, su casa. Todo era muy familiar; sin embargo, el sitio donde había vivido durante tanto tiempo parecía desierto y abandonado. La luz que entraba por el agujero superior le demostró que su olfato no se había equivocado; una inspección más atenta le arrancó una exclamación de horror. La cueva estaba en total desorden. Algún animal, quizá más de uno, había entrado allí y dejado por todas partes pruebas de su presencia. Había que averiguar la extensión del daño.
En aquel momento apareció Jondalar ante la entrada, seguido por Whinney y Corredor. La cueva había sido también la vivienda de la yegua y la única que Corredor conociera hasta la visita del Campamento del León.
–Parece que hemos tenido visita –dijo Jondalar, al reparar en la devastación–. ¡Esto es un desastre!
Ayla soltó un gran suspiro y se enjugó una lágrima.
–Será mejor que encienda el fuego y algunas antorchas para ver qué ha quedado. Pero primero descargaré a Whinney para que pueda descansar y pastar.
–¿Te parece conveniente dejarles así, en completa libertad? Corredor parecía con ganas de seguir a aquellos caballos. Tal vez fuera mejor atarlos –observó Jondalar, que tenía malos presentimientos.
–Whinney siempre ha gozado de libertad –respondió Ayla, algo escandalizada–, no puedo atarla; es amiga mía. Se queda a mi lado porque así lo desea. Cierta vez, cuando quiso un potro, se fue con una manada. La eché tanto de menos que no sé qué habría hecho de no ser por Bebé. Pero regresó. Se quedará y mientras ella esté aquí, tampoco se irá Corredor, al menos hasta que crezca. Bebé me abandonó. Corredor también podría hacer lo mismo, así como los hijos abandonan el hogar de la madre cuando crecen. Pero los caballos son diferentes de los leones. Creo que si se convierte en un amigo, como Whinney, se quedará.
Jondalar asintió.
–Está bien, los conoces mejor que yo –después de todo, Ayla era la experta, la única experta, en lo que concernía a los caballos–. ¿Qué te parece si yo hago fuego mientras tú la descargas?
Jondalar se acercó al sitio donde Ayla tenía siempre la leña y los elementos para encender el fuego, sin darse cuenta de lo familiar que se le había hecho la cueva en el breve verano pasado allí con ella. Mientras tanto, se preguntaba cómo hacer de Corredor un buen amigo. Aún no comprendía del todo cómo se comunicaba Ayla con Whinney para hacerla ir donde ella quisiera, cuando iban de excursión, ni por qué permanecía siempre cerca, aun teniendo libertad para marcharse. Tal vez no lo comprendería nunca, pero estaba dispuesto a intentarlo. Mientras tanto, no vendría mal tener a Corredor atado con una soga, al menos mientras viajaban por donde hubiera otros caballos.
Una revisión minuciosa de la cueva y su contenido les bastó para reconstruir la historia de lo ocurrido. Un glotón y una hiena habían estado en la cueva en diferentes momentos, pues sus huellas estaban entremezcladas; uno de ellos había vaciado por completo un depósito de carne seca. Un cesto de cereales recogidos para Whinney y Corredor, que había quedado más o menos a la vista, estaba mordisqueado en varios puntos. A juzgar por las huellas, varios tipos de roedores pequeños –ratones de campo, pikas, ardillas, gerbos, hamsters gigantes– habían aprovechado ese regalo del cielo, del que apenas quedaba algún grano. Bajo un montón de heno encontraron un nido colmado de botín. Sin embargo, casi todos los cestos de granos, raíces y frutas secas, que estaban guardados en hoyos excavados en el suelo de la cueva o protegidos por rocas apiladas, habían sufrido mucho menor daño.
Ayla se alegró de que sus cueros blandos y sus pieles, curtidos en aquellos años, estuvieran guardados en un cesto resistente, bajo un montón de piedras. Aquella protección había resultado demasiado fuerte para las bestias, pero el sobrante de las ropas que Ayla había hecho para Jondalar y para sí, antes de la partida, estaba reducido a trizas. Otro montículo de piedras, que contenía, entre otras cosas, un recipiente de cuero crudo lleno de grasa, cuidadosamente almacenada en tripas de venado, había sido objeto de repetidos asaltos; una esquina estaba desgarrada por la acción de dientes y garras y uno de los embutidos había sido roto, pero el montículo había resistido.
Además de buscar la comida almacenada, los animales habían hurgado en otras zonas, derribando pilas de vasijas, hechas a mano, de madera pulida, y canastos o esterillas tejidos con sutiles diseños; habían defecado en varios sitios y provocado un desorden total por todas partes. Pero el daño en sí no era tanto como parecía a simple vista; la amplia farmacopea de Ayla, compuesta de hierbas medicinales desecadas y de remedios a base de plantas, estaba esencialmente intacta.
Hacia el anochecer, Ayla se sentía mucho mejor. La cueva estaba nuevamente limpia y en orden; tras comprobar que las pérdidas no eran tan grandes, habían cocinado y consumido una comida; después exploraron el valle para descubrir qué cambios se habían producido. Con fuego en el hogar, pieles extendidas sobre heno limpio en la depresión que Ayla utilizaba como cama y los caballos cómodamente instalados en su sitio, al otro lado de la entrada, Ayla pudo sentirse, por fin, a gusto.
–Me cuesta creer que he vuelto –dijo, sentada en una esterilla, frente al hogar–. Tengo la impresión de que he estado ausente mucho tiempo, pero no ha sido tanto realmente.
–No, no ha sido mucho.
–Tal vez me parece tanto por lo mucho que he aprendido. Me alegro de haberte acompañado, Jondalar, y de haber conocido a Talut y a los Mamutoi. ¿Sabes cuánto miedo tenía de encontrarme con los Otros?
–Sé que te preocupaba, pero estaba seguro de que si llegabas a conocerles, te gustarían.
–No era sólo miedo de encontrarme con la gente, sino de encontrarme con los Otros. Para el Clan eran eso. Aunque toda mi vida me habían repetido que nací entre ellos, aún me consideraba parte del Clan. Incluso después de la maldición, cuando supe que no podría volver, los Otros me daban miedo. Fue peor cuando Whinney vino a vivir conmigo; no sabía qué hacer. Temía que no me permitieran quedarme con ella, que la mataran para comer. Y temía que no me permitieran cazar. No quería volver a vivir con gentes que me prohibieran hacer lo que me gustaba ni que me obligasen a hacer lo que no quería.
De pronto, el recuerdo de sus temores y ansiedades le llenó de inquietud y nerviosismo. Se levantó para acercarse a la boca de la cueva y apartó el pesado rompevientos. Afuera, en el saliente que formaba un amplio porche frente a la cueva, la noche era clara y fría. El duro brillo de las estrellas centelleaba en un cielo intensamente negro, con una luz tan cortante como el viento. Se frotó los brazos y se los ciñó al cuerpo, mientras caminaba hasta el extremo del saliente.
Cuando comenzaba a temblar, una piel le envolvió los hombros. Se dio la vuelta y se encontró frente a Jondalar. Éste la encerró en sus brazos y ella se acurrucó en su calor. Él se inclinó para besarla.
–Aquí hace frío –dijo–. Vuelve dentro.
Ella se dejó llevar, pero se detuvo tras el pesado cuero que le había servido de tienda desde el primer invierno.
–Ésta era mi tienda... No, no, la tienda de Creb –se corrigió–. Pero él no la usaba nunca. Yo sí, cuando me elegían para acompañar a los hombres a las cacerías a fin de que descuartizáramos las presas y ayudáramos a llevarlas. Pero la tienda no me pertenecía. Era de Creb. La traje conmigo al partir, pensando que a él no le habría molestado. No podía preguntárselo. Estaba muerto, pero, aun estando vivo, no me habría visto. Acababan de maldecirme –por su cara se deslizaban algunas lágrimas, pero parecía no darse cuenta–. Yo estaba muerta. Pero Durc me vio. Era demasiado pequeño para saber que, supuestamente, no debía verme –sollozaba de nuevo–. Oh, Jondalar, yo no quería dejarle. Pero tampoco podía llevármele conmigo. No sabía qué iba a ser de mi vida.
Él no supo qué decir ni qué hacer; se limitó a abrazarla y dejarla llorar.
–Quiero volver a verle. Cada vez que veo a Rydag pienso en Durc. Ojalá estuviera aquí conmigo. Ojalá nos adoptaran a los dos los Mamutoi.
–Es tarde, Ayla. Estás cansada. Ven a acostarte –dijo Jondalar, conduciéndola hacia las pieles.
Pero se sentía intranquilo. Aquellos pensamientos estaban fuera de la realidad y no quería fomentarlos.
Ella se dejó guiar dócilmente. En silencio, su compañero le ayudó a quitarse las ropas. Luego la empujó suavemente hacia atrás y la cubrió con las pieles. Agregó leña al fuego y amontonó las brasas del hogar, para que duraran más tiempo, antes de desnudarse rápidamente y acostarse junto a ella. La rodeó con un brazo, mientras la besaba con ternura y suavidad, rozando apenas sus labios.
El efecto era placentero y provocó en ella una respuesta estremecida. Con el mismo contacto ligero, comenzó a besarle la cara: las mejillas, los ojos cerrados y nuevamente los labios. Con una mano le echó hacia atrás la barbilla y la acarició de la misma forma el cuello y la nuca. Ayla se esforzó por permanecer quieta; en vez de sentir cosquillas, oleadas de exquisito fuego siguieron a esos contactos delicados, dispersando su humor melancólico.
Con la punta de los dedos siguió la curva de su hombro, la línea de su brazo. Después, lentamente, ascendió hasta la axila, lo que provocó en ella una sacudida que puso en tensión sus nervios. La experimentada mano que dibujaba las curvas de su cuerpo rozó de pasada un pezón que se endureció súbitamente por efecto del placer.
Jondalar no pudo resistir; se inclinó para aprisionar el pezón entre sus labios. Ella se apretó contra él. Sintió que estaba dispuesta. Percibió su olor femenino y sintió en sus ingles una creciente tensión casi dolorosa. No llegaba a saciarse nunca de ella y ella parecía estar siempre dispuesta a recibirle. Que él supiera, nunca le había rechazado. En cualquier circunstancia, dentro o fuera, bajo las cálidas pieles o sobre la tierra helada, allí estaba ella para él, no sólo aquiesciente, sino activa, con urgencias. Sólo durante su período lunar se mostraba a veces reticente, como incómoda. En esos casos, él respetaba sus deseos y dominaba sus impulsos.
En el momento en que su mano empezó a acariciar el muslo de la joven, sintió cómo se ofrecía a él; su deseo alcanzó una violencia tal que hubiera podido poseerla inmediatamente. Pero quería que el placer fuera largo y refinado. Quizá fuera aquélla la última vez durante el invierno en que se encontraran solos en un lugar seco y abrigado. Cierto que en la morada de los Mamutoi no se privaban de hacerlo, pero aquella soledad en pareja enriquecía los Placeres con un especial aliciente de libertad y de intensidad.