Los cazadores de mamuts (87 page)

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Authors: Jean M. Auel

Le siguió con la mirada hasta perderle de vista, y aún continuó mirando, durante un rato, al espacio vacío. Por fin Lobo, con sus ansiosos chillidos, le hizo volver a la realidad. Después de colocarse la honda alrededor de la cabeza, comprobó los guijarros que llevaba en su bolsa, levantó al cachorro y lo colocó sobre la cruz de Whinney. Una vez a lomos de la yegua, inició el ascenso de la cuesta en dirección diferente a la que había tomado Jondalar. Su idea original había sido salir de caza con Lobo, y aquella era una buena ocasión. El cachorro ya sabía acechar y cazar ratones y pequeños animales por su cuenta, y Ayla había descubierto que era muy hábil en levantar la caza a fin de que ella pudiera abatir a las aves con su honda. Aunque en un principio fue por casualidad, el lobezno aprendía con celeridad y comenzaba a hacerlo siguiendo las órdenes de la muchacha.

Ayla tenía razón en un punto: si Jondalar se había retirado apresuradamente no era porque no quisiera tenerla cerca en aquel momento, sino más bien porque sentía el deseo de estar con ella en todo momento. Necesitaba alejarse de sus propias reacciones ante su proximidad. Ahora estaba prometida a Ranec; él había perdido cualquier derecho que pudiera tener sobre la muchacha. En los últimos tiempos había tomado la costumbre de montar a caballo para alejarse de cualquier situación difícil, de las emociones contradictorias o, simplemente, para pensar. Comenzaba a comprender por qué Ayla montaba con frecuencia cuando algo la perturbaba. Galopar a campo abierto por la pradera, sintiendo el viento en la cara, era a un tiempo un sedante y un reconstituyente.

Una vez en las estepas, lanzó a Corredor al galope y se aplastó contra su vigoroso cuello, proyectado hacia delante. Conseguir que el potro aceptara a alguien sobre su lomo había resultado sorprendentemente fácil, pero Ayla y Jondalar le habían ido acostumbrando de diferentes modos y maneras. Más difícil había sido convencer al caballo para que siguiera la dirección marcada por su jinete.

Jondalar comprendía que el dominio que Ayla ejercía sobre Whinney lo había conseguido de una forma absolutamente natural, hasta el punto de que las señales que Ayla le transmitía eran aún en gran medida inconscientes. Él, en cambio, actuaba de un modo más estudiado: al tiempo que adiestraba al animal, él mismo aprendía mucho. Aprendía cómo mantenerse sobre el caballo, cómo adaptarse al juego de sus poderosos músculos en vez de rebotar sobre su lomo. Iba descubriendo cómo la sensibilidad del animal a una simple presión de sus piernas, a ligeras modificaciones en la posición de su cuerpo facilitaba mucho la tarea de guiarle.

A medida que iba ganando en seguridad y se sentía más cómodo, montaba más a menudo, que era precisamente lo que uno y otro necesitaban. Al mismo tiempo, cuanto más conocía a Corredor, mayor era el afecto que sentía hacia él. Ese afecto lo sintió desde el principio, cuando aún era el caballo de Ayla. Aunque se repetía que lo estaba adiestrando para ella, detestaba la idea de marcharse sin él.

Jondalar había planeado partir inmediatamente después del Festival de Primavera, pero aún seguía allí, sin saber realmente el porqué. Trataba de inventarse razones; la estación no estaba aún lo suficientemente avanzada, el tiempo era todavía imprevisible y, además, había prometido a Ayla adiestrar a Corredor, pero sabía que se trataba tan sólo de pretextos. Talut tenía la certeza de que se retrasaba para poder ir a la Reunión de Verano. Jondalar no se molestaba en sacarle de su error, aunque tuviese decidido irse antes de que ellos iniciaran el viaje. Todas las noches, al acostarse, especialmente cuando Ayla iba al Hogar del Zorro, se prometía a sí mismo partir al día siguiente. No obstante, todas las mañanas lo posponía. Luchaba contra sí mismo: en cuanto pensaba seriamente en preparar su equipaje, la recordaba tendida en el suelo, fría e inmóvil, en el Hogar del Mamut, y se sentía incapaz de marcharse.

Mamut, que había estado hablando con él al día siguiente del Festival, le dijo que la raíz era demasiado poderosa, que le resultaba imposible controlarla y que era excesivamente peligrosa. El chamán añadió que no volvería a probarla. Había aconsejado a Ayla que tampoco ella volviera a probarla, pero que, si tenía que hacerlo, necesitaría una fuerte protección. Así, sin decirlo de una manera directa, dejó entrever a Jondalar que, de algún modo, había sido él quien logró llegar hasta la muchacha con su pensamiento y hacer que regresara.

Las palabras del chamán le conturbaron, pero también le proporcionaron un extraño consuelo. Si Mamut había temido por la seguridad de Ayla, ¿por qué le había pedido a él que no se fuera? ¿Por qué estaba tan seguro de que era él quien la había hecho regresar? Ayla se había comprometido con Ranec y no cabían dudas de los sentimientos del tallista. Si Ranec estaba allí, ¿qué falta hacía su propia presencia? ¿Por qué no había sido Ranec quien la hiciera regresar? ¿Acaso el anciano sabía algo que él ignoraba?

Fuera lo que fuese, Jondalar no soportaba la idea de que Ayla pudiera volver a necesitar su ayuda encontrándose él ausente. Lo malo era que tampoco podía soportar la idea de verla vivir con otro hombre, por lo que no sabía si marcharse o quedarse definitivamente.

–¡Lobo! ¡Deja eso! –chilló Rugie, enojada. Ella y Rydag estaban jugando en el Hogar del Mamut, a donde Nezzie les había enviado para poder así ella preparar el equipaje–. ¡Ayla, Lobo se ha apoderado de mi muñeca y no la quiere soltar!

Ayla estaba sentada en medio de su cama, rodeada por los varios montones en que había dispuesto sus pertenencias.

–¡Lobo! ¡Suéltala! –ordenó–. Ven aquí.

Lobo dejó caer la muñeca, que estaba hecha con restos de cuero, y se acercó a Ayla con la cola entre las patas.

–Sube –indicó ella, dando unas palmaditas a la cabecera de su cama, donde él solía dormir. El cachorro subió de un brinco–. Ahora, échate y no molestes más a Rugie y a Rydag.

El animal se echó, con la cabeza entre las patas, mirándola con ojos tristes y contritos.

Ayla volvió a la tarea de ordenar sus cosas, pero pronto se detuvo para observar a los dos niños, que jugaban en el suelo del hogar. La intrigaban. Estaban jugando a los «hogares», fingiendo que compartían uno, como los adultos. El hijo era la muñeca de cuero, que tenía forma humana, con su cabeza redonda, su cuerpo, sus brazos y sus piernas, y estaba envuelto en una piel suave. Fue la muñeca lo que fascinó a Ayla. Ella nunca había tenido ninguna, pues los del Clan no hacían imágenes de ninguna especie, pero recordó a un conejo herido que había llevado cierta vez a la cueva, para que Iza lo curara. Había acunado al conejo tal como Rugie lo hacía con su muñeca.

Ayla sabía que, generalmente, era Rugie la que iniciaba los juegos. A veces jugaban a que estaban unidos, otras veces a que eran los «jefes», dos hermanos, varón y mujer, a cargo de su propio campamento. Ayla observaba a la chiquilla rubia y al muchacho de pelo castaño, en el que, de pronto, descubrió las facciones características del Clan. «Rugie le consideraba como un hermano», pensó, «pero es difícil que compartan algún día la jefatura de un Campamento.»

Rugie entregó la muñeca a Rydag y se levantó para salir, como si tuviera que realizar alguna tarea imaginaria. Rydag la siguió con la vista y dejó el juguete en el suelo, mirando a Ayla con una sonrisa. No le interesaba ya el supuesto bebé; prefería los de verdad, aunque no le importaba acompañar a Rugie en el juego, cuando ella estaba presente. Al cabo de un rato, él también salió. La niña había olvidado el juego de la muñeca. Rydag iba tras ella o a buscarse otra distracción.

Ayla volvió a su tarea de elegir lo que iba a llevar a la Reunión de Verano. Le parecía que, en el espacio de un año, se había visto con demasiada frecuencia ante la disyuntiva entre lo que debía llevar y lo que debía dejar de sus pertenencias. Esta vez se trataba de un simple viaje. Cogería tan sólo lo que pudiera llevar. Tulie le había hablado ya de utilizar los caballos y los travesaños para transportar los regalos; esto aumentaría su prestigio y el del Campamento del León.

Recogió el cuero que había teñido de rojo y lo desplegó, preguntándose si lo necesitaría; aún no había decidido el uso que haría de él. El rojo era sagrado para el Clan; además, le gustaba. Volvió a plegarlo y lo puso con otros objetos que deseaba llevar consigo aparte de lo necesario: el caballito tallado, que tanto le gustaba y que Ranec le había regalado el día de su adopción, y su nueva muta, la bella punta de pedernal que le regalara Wymez, algunas sartas de cuentas, el atuendo que le regaló Deegie, la túnica blanca hecha por ella y el manto de Durc.

Mientras elegía algunos otros objetos, su mente divagaba y se puso a pensar en Rydag. ¿Llegaría alguna vez a tener una compañera como Durc? No esperaba encontrar muchachas así en la Reunión de Verano. Ni siquiera esperaba que pudiera llegar a la edad adulta. Una vez más se alegró de haber tenido un hijo fuerte y sano que pronto tendría una compañera. A aquellas alturas, el clan de Broud debía de estar preparándose para acudir a la Reunión del Clan, si es que no se había puesto ya en camino. Seguro que Ura contaba con volver con ellos para unirse a Durc y era probable que no se hiciera fácilmente a la idea de abandonar su propio clan. Pobre Uba, qué doloroso debía de resultarle tener que dejar a sus gentes para ir a vivir en un lugar desconocido con un clan desconocido. De repente se vio asaltada por una idea que aún no se le había pasado por la cabeza: ¿Durc y Uba se gustarían mutuamente? Así lo esperaba; seguramente ninguno de los dos tendría otra elección.

Mientras pensaba en su hijo, cogió una bolsa que había traído de su valle, la abrió y vació su contenido. El corazón le dio un vuelco al ver aquella estatuilla de marfil. Representaba a una mujer, pero no se parecía a ninguna de las que ella había visto antes; entonces se dio cuenta de su originalidad. La mayoría de las mutas, a excepción de las mujeres-pájaro de Ranec, presentaban formas opulentas, maternales, rematadas por una simple protuberancia, a veces decorada, a modo de cabeza. Se suponía que representaban a la Madre. Aquella estatuilla, en cambio, representaba a una mujer esbelta, con el cabello peinado en múltiples pequeñas trenzas, como ella misma se había peinado tiempo atrás. Pero lo más sorprendente era que tenía el rostro minuciosamente modelado, con una fina nariz, una barbilla y un esbozo de ojos.

A medida que se le amontonaban los recuerdos, la estatuilla que tenía entre los dedos se iba desdibujando ante su mirada. La había esculpido Jondalar cuando estaban en el valle. Cuando la talló dijo que quería capturar el espíritu de Ayla con el fin de que jamás quedaran separados. Ésa había sido la razón que le había impulsado a hacerla a semejanza de la joven, a pesar de que nadie debía modelar una imagen que representara a una persona real, por temor a tender una trampa a su espíritu. Por eso precisamente le había dicho que guardara ella la escultura con el fin de que nadie pudiera utilizarla contra ella con un propósito maléfico. Aquélla era su primera muta, se dijo. Él se la había regalado después de sus Primeros Ritos, cuando la convirtió en una verdadera mujer.

Jamás olvidaría aquel verano en su valle, cuando los dos estaban solos. Pero ahora Jondalar se iba a marchar sin ella. Apretó contra su pecho la figurilla de marfil; deseaba poder acompañarle. Lobo, por simpatía, la miró gimiendo y arrastrándose insensiblemente hacia ella: se suponía que debía quedarse donde estaba y él lo sabía. Ayla lo atrajo hacia sí, hundió su rostro en el pelaje del animal, que trataba de lamer sus lágrimas salobres.

Oyó que alguien se acercaba por el pasillo central. Se incorporó rápidamente, limpiándose la cara, y trató de dominarse. Cuando Barzec y Druwez pasaron junto a ella, concentrados en su conversación, fingió buscar algo a su espalda. Luego guardó la talla en el saco y lo puso, cuidadosamente, sobre el cuero rojo, para llevárselo consigo. Jamás podría abandonar su primera muta.

Esa misma noche, cuando el Campamento del León se preparaba para compartir una comida, Lobo lanzó un súbito gruñido amenazador y corrió hacia la entrada principal. Ayla se levantó de un salto y se lanzó en su persecución, preguntándose qué podía pasar. Algunos más la siguieron. Al apartar la cortina, la muchacha se llevó la sorpresa de encontrarse ante un desconocido, muy asustado, que retrocedía al ver a aquel lobo casi adulto en posición de atacar.

–¡Lobo! ¡Aquí! –ordenó Ayla.

El cachorro retrocedió contra su voluntad, pero no apartó la vista del hombre; mantenía los dientes a la vista y no dejaba de gruñir.

–¡Ludeg! –exclamó Talut, adelantándose, con una gran sonrisa. Estrechó al visitante en un abrazo de oso–. Pasa. Ven adentro. Hace frío.

–Yo... no sé –vaciló el hombre, mirando al lobezno–. ¿Hay otros como éste ahí dentro?

–No, no hay más –aseguró Ayla–. Lobo no te hará daño. Yo no se lo permitiré.

Ludeg miró al jefe, sin saber hasta qué punto podía fiarse de aquella desconocida.

–¿Por qué tenéis un lobo en el albergue?

–Es una larga historia, pero es mejor escucharla ante un buen fuego. Pasa, Ludeg. El lobezno no te hará daño, te lo aseguro.

Talut dirigió a Ayla una significativa mirada cargada de intenciones y condujo al joven al interior del albergue.

Ayla comprendió con exactitud el significado de dicha mirada: era mejor que Lobo no lastimara a aquel forastero. Siguió a los dos hombres, indicando al cachorro que se mantuviera a su lado, pero no sabía cómo ordenarle que dejara de gruñir. Se trataba de una situación nueva. Sabía que los lobos solían atacar y matar a los extraños que osaran invadir su territorio. La conducta de Lobo era totalmente comprensible, pero no por eso aceptable. Tendría que habituarse a los desconocidos, le gustaran o no.

Nezzie saludó calurosamente al hijo de su prima, le liberó de su zurrón y de su pelliza, y entregó ambas cosas a Danug para que las llevara a una plataforma vacía en el Hogar del Mamut. Luego llenó un plato y le buscó asiento. Ludeg no dejaba de mirar al lobo, lleno de nerviosa aprensión; cada vez que el lobezno advertía aquellas miradas intensificaba sus gruñidos. Cuando Ayla le hacía callar, aplastaba las orejas y se echaba en el suelo, pero un momento después volvía a gruñir. Pensó en pasarle una soga al cuello, pero decidió que eso no haría más que acentuar la inquietud de un animal a la defensiva y el nerviosismo del visitante.

Rydag, que se había retirado un poco, intimidado por el viajero, aunque parecía conocerle, se dio perfecta cuenta del problema y comprendió que la actitud tensa del hombre lo agravaba. Tal vez si Ludeg veía que el lobo era manso, se tranquilizaría. Casi todos estaban reunidos en el hogar de cocinar. Al advertir que Hartal se había despertado, Rydag tuvo una idea. Fue al Hogar del Reno y tranquilizó al pequeño; después le cogió de la mano para conducirle al hogar de cocinar, pero no junto a su madre, sino hacia donde estaban Ayla y Lobo.

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