Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Mamut notó que también Jondalar sonreía e hizo un gesto de aprobación. El artesano de herramientas había estado rehuyendo las reuniones de los jóvenes; se limitaba a mirarle desde cierta distancia y las risas no hacían más que aumentar sus celos. No sabía que la causa era, con frecuencia, el rechazo de Ayla a las insinuaciones de Ranec.
Al día siguiente, Ayla advirtió que Jondalar le sonreía por primera vez demasiado prolongadamente, lo que la dejó sin aliento y con el corazón latiendo aceleradamente. En los días siguientes, él fue a acostarse más temprano, en lugar de esperar a que ella estuviera dormida. Aunque ella no se decidía a insinuarse y él vacilaba en buscarla, Ayla tenía la esperanza de que Jondalar estuviera superando lo que tanto le afligía. Sin embargo, Ayla tenía miedo de abrigar esperanzas.
Después de aspirar profundamente, la muchacha apartó la pesada cortina y la sostuvo para que entraran los caballos. Sacudió su pelliza y la colgó de una percha. Al entrar, cosa poco habitual, encontró el Hogar del Mamut casi desierto. Sólo estaba allí Jondalar, conversando con el chamán. Ayla, agradablemente sorprendida, se dio cuenta en aquel momento de lo poco que le había visto últimamente. Se acercó rápidamente, sonriendo, pero el adusto ceño de Jondalar le aflojó las comisuras de la boca. No parecía alegrarse mucho de verla.
–¡Has pasado toda la mañana fuera y sola! –barbotó–. ¿No sabes que es peligroso salir sola? Preocupas a la gente. Un rato más y alguien habría tenido que salir a buscarte.
No dijo que el preocupado era él, ni que era él quien estaba pensando en salir a buscarla. Ayla retrocedió ante tanta vehemencia.
–No estaba sola. Estaba con Whinney y Corredor. Y fuera no hace tanto frío, hace sol –la irritaba aquel enojo; no se daba cuenta de que ocultaba un miedo casi insoportable por ella–. No es la primera vez que salgo sola en pleno invierno, Jondalar. ¿Con quién crees que salía cuando vivía en el valle?
«Tiene razón», pensó Jondalar. «Sabe cuidarse sola. ¿Qué derecho tengo yo a decirle cuándo puede salir y adónde puede ir? Mamut no parecía muy preocupado cuando me preguntó dónde estaba Ayla, y eso que ella es la hija de su Hogar. Debí haberle prestado más atención», pensó, avergonzado por haber hecho una escena sin motivos.
–Eh..., bueno..., voy a echar un vistazo a los caballos –murmuró, retrocediendo para correr hacia el anexo.
Ayla le siguió con la mirada. ¿Acaso pensaba que ella no los estaba cuidando bien? Se sintió confundida y perturbada. Le resultaba imposible comprender a aquel hombre.
Mamut la estaba observando con atención. Su dolor y su inquietud eran evidentes. ¿Por qué sería que a los enamorados les costaba tanto comprender sus propios problemas? Sintió la tentación de ponerles frente a frente, de obligarles a ver lo que era obvio para todo el mundo, pero se abstuvo de hacerlo. Ya había hecho todo lo que creyó oportuno. Desde un principio había percibido una tensión soterrada en el Zelandonii y estaba convencido de que el problema no era tan claro como parecía. Lo mejor sería dejar que ellos lo resolvieran por su cuenta. Aprenderían más de la experiencia si se les permitía buscar por sí mismos la solución. Pero sí podía instar a Ayla a hablar con él del asunto o, cuando menos, ayudarla a descubrir las posibles soluciones, a conocer sus propios deseos y sus propias posibilidades.
–¿Dices que no hace tanto frío, Ayla? –preguntó.
La pregunta tardó un momento en abrirse paso por entre el laberinto de pensamientos apremiantes que la preocupaban.
–¿Qué? Ah, sí..., creo que sí. No se trata de que haga más calor, sino que no parece hacer tanto frío.
–Ya me estaba yo preguntando cuándo quebraría Ella la espalda al invierno –dijo Mamut–. Me parecía que el momento debía estar próximo.
–¿Quebrar la espalda? No comprendo.
–Es sólo un dicho, Ayla. Siéntate y te contaré un cuento sobre la Gran Madre Tierra, la que creó todo lo viviente –dijo el anciano, sonriendo.
Ayla se sentó junto a él, en una esterilla tendida cerca del fuego.
–La Madre Tierra, en una gran batalla, arrancó una fuerza vital al Caos, que es un vacío inmóvil y helado, como la muerte; partiendo de él, creó la vida y el calor. Pero siempre debe luchar por la vida que creó. Cuando está llegando la estación fría, sabemos que se ha iniciado la batalla entre la Madre Tierra, que quiere dar cálida vida, y la fría muerte del Caos. Pero antes Ella debe atender a Sus hijos.
Ayla empezaba a interesarse por el relato y sonrió alentadoramente.
–¿Qué hace por ellos?
–A algunos les pone a dormir, a otros les viste abrigadamente para que resistan el frío, a otros les encomienda juntar comida y cueros. Según el tiempo se va haciendo cada vez más frío, tenemos la impresión de que la muerte está ganando y la Madre se ve arrinconada más y más. En lo peor de la estación fría, cuando la Madre está librando un combate de vida o muerte, nada se mueve, nada cambia, todo parece muerto. En nuestro caso, sin un albergue donde vivir y comida acumulada, en el invierno ganaría la muerte; a veces, si la batalla dura más que de costumbre, eso es lo que ocurre. En esa estación nadie sale. Se hacen cosas, se cuentan leyendas o se conversa, pero la gente trata de no salir y duerme más. Por eso se llama al invierno la pequeña muerte.
»Por fin, cuando el frío ha hecho retroceder a la Madre todo lo posible, Ella ofrece resistencia. Puja y puja hasta que quiebra la espalda al invierno. Eso significa que la primavera volverá. Pero aún no es primavera. La lucha ha sido larga y Ella necesita descansar para que renazca la vida. De cualquier modo, uno sabe que ha ganado. Se huele, se siente en el aire.
–¡Eso fue! ¡Lo sentí, Mamut! ¡Por eso quise llevarme a los caballos para que corrieran! ¡La Madre quebró la espalda al invierno! –exclamó Ayla, pues la leyenda parecía explicar exactamente lo que ella sentía.
–Creo que es hora de celebrarlo. ¿No te parece?
–Oh, sí, creo que sí.
–¿Te importaría ayudarme? –Mamut hizo una pausa apenas suficiente para que Ayla asintiera–. No todos perciben Su victoria todavía, pero ya lo harán. Podemos observar juntos las señales y decidir cuál es el momento oportuno.
–¿Qué señales?
–Cuando la vida empieza otra vez a surgir, cada uno lo percibe de distinta manera. Algunos se sienten felices y quieren salir, pero como aún hace demasiado frío, se tornan irritables. Quisieran percibir las vibraciones de la vida, pero todavía quedan muchas tormentas por delante. El invierno sabe que todo está perdido y se enfurece como nunca; la gente también lo percibe y se enfurece del mismo modo. Me alegra que me hayas avisado. Entre este momento y la primavera es cuando todos estarán más inquietos. Creo que tú lo notarás, Ayla. Es entonces cuando conviene organizar una celebración. Eso da a la gente motivos para expresar alegría en lugar de enfado.
«Sé que ella lo notará», pensó Mamut, al ver que fruncía el ceño. «Yo apenas comenzaba a notar la diferencia y ella ya la ha detectado. Sabía que estaba bien dotada, pero su capacidad sigue asombrándome y estoy seguro de que aún no he descubierto todo su alcance. Tal vez no lo descubra nunca; sus capacidades pueden ser mucho más grandes que las mías. ¿Qué es lo que dijo de aquella raíz y de la ceremonia de los mog-ures? Me gustaría que estuviera preparada... ¡La ceremonia de caza con el Clan! Eso me cambió; sus efectos fueron intensos, todavía están en mí. Ella también tuvo una experiencia similar. ¿Pudo haberla cambiado, avivando sus tendencias naturales? Tal vez... ¿Será demasiado pronto para usar la raíz en el Festival de Primavera? Tal vez convenga esperar hasta que ella haya trabajado conmigo en la Celebración de la Espalda Quebrada... o a la siguiente. Habrá muchas hasta la primavera...»
Deegie se dirigía hacia el Hogar del Mamut, bien abrigada para salir al exterior.
–Tenía la esperanza de encontrarte, Ayla. Quiero revisar esas trampas que puse para ver si ha caído algún zorro blanco con el que terminar la pelliza de Branag. ¿Me acompañas?
Ayla, que acababa de despertar, levantó la vista hacia el agujero para el humo, parcialmente descubierto.
–Parece que el día es agradable. Espera que me vista.
Apartó sus cubiertas y se incorporó, bostezando, desperezándose. Luego fue al sector separado con cortinas, cerca del anexo. En el trayecto pasó junto a una cama en la que dormían seis niños, amontonados como una camada de lobeznos. Vio que Rydag abría sus grandes ojos pardos y le sonrió. Volvió a cerrarlos y se acurrucó entre la menor, Nuvie, que estaba a punto de cumplir los cuatro años, y Rugie, quien se acercaba a los ocho. Crisavec, Brinan y Tusie también estaban en el montón; en los últimos tiempos, Ayla había visto también allí a Tasher, el menor de Fralie, que aún no tenía los tres cumplidos. Latie, que se acercaba a la adolescencia, jugaba cada vez menos con ellos.
Se malcriaba a los niños con benevolencia. Podían comer y dormir cuando y donde quisieran. Pocas veces respetaban los espacios territoriales de los adultos, pues todo el albergue les pertenecía. Podían reclamar la atención de cualquier miembro adulto del Campamento, y generalmente eran bien acogidos como una diversión, pues nadie tenía prisa para nada. Si los niños demostraban interés por algo en especial, siempre había un adulto dispuesto a prestarles ayuda o darles explicaciones. Si deseaban coser cueros, se les daban herramientas, tendones y restos de material. Si querían fabricar instrumentos, tenían a su disposición trozos de pedernal y martillos de piedra o hueso.
Peleaban, se revolcaban por el suelo o inventaban juegos, que solían ser versiones de las actividades de los adultos. Hacían pequeños hogares en los que aprendían a servirse del fuego. Fingían cazar, atravesando trozos de la carne almacenada, y los cocinaban. Cuando el juego llegaba a imitar las actividades copulatorias, los adultos sonreían con indulgencia. No había aspecto de la vida normal que se considerara reprensible; todo formaba parte de la instrucción necesaria para convertirse en adulto. El único tabú era la violencia, sobre todo la extremada o gratuita.
Al vivir tan estrechamente relacionados, nada podía destruir a un Campamento o a un pueblo entero como la violencia, sobre todo cuando los Mamutoi se veían confinados en un albergue durante todo un invierno. Ya fuera por casualidad o adrede, todas las costumbres, los modales y las prácticas se encaminaban a mantener la violencia reducida al mínimo. Las normas de conducta establecidas permitían una amplia variedad de diferencias individuales en actividades que, por lo general, no conducían a ella o que resultaban ser desahogos aceptables de las emociones fuertes. Se alentaba la habilidad individual y la tolerancia; los celos y la envidia eran objeto de comprensión, pero no eran aprobados. Las competiciones, incluidas las discusiones, eran utilizadas activamente como alternativas, pero de un modo ritualizado, bajo estricto control y dentro de unos límites precisos. Los niños aprendían rápidamente las reglas básicas: gritar era tolerable; golpear, no.
Ayla volvió a sonreír mientras verificaba el contenido de la gran bolsa de agua; los niños se habían acostado muy tarde la noche anterior. Le gustaba tener niños en derredor.
–Debería traer nieve antes de irnos. No hay mucha agua y hace tiempo que no nieva. Ya resulta difícil encontrar nieve limpia en las cercanías.
–No perdamos tiempo –dijo Deegie–. En nuestro hogar hay agua y también en el de Nezzie. Traeremos más al regresar –se estaba poniendo la abrigada ropa exterior, en tanto Ayla se vestía–. Tengo la bolsa con el agua y un poco de comida. Si no tienes hambre, podemos salir ahora mismo.
–La comida puede esperar, pero necesito una infusión caliente –la prisa de Deegie la estaba contagiando. El albergue apenas había comenzado a despertarse, y pasar un rato a solas con Deegie le apetecía enormemente.
–Creo que Nezzie ya la tiene preparada; no creo que se moleste si tomamos una taza.
–Pero ella prepara menta por la mañana. Quiero simplemente agregarla otra cosa..., algo que suelo tomar por la mañana. Y creo que también llevaré mi honda.
Nezzie insistió en que ambas comieran algunos cereales cocidos y les dio también carne asada para que se la llevaran. Talut quiso saber qué dirección iban a tomar y dónde estaban colocadas las trampas. Cuando salieron por la entrada principal, el día ya se estaba levantando; el sol emergía de un cúmulo de nubes, sobre el horizonte, para comenzar su viaje por un cielo despejado. Ayla advirtió que los caballos ya habían salido; no podía reprochárselo.
Deegie hizo a Ayla una demostración del rápido movimiento del pasador que convertía el círculo de cuero, prendido a un marco oval en el que se habían entretejido unas ramas de sauce, en un cómodo anclaje para sujetar las raquetas de nieve. Con un poco de entrenamiento, Ayla no tardó en deslizarse sobre la nieve al lado de su amiga.
Jondalar las vio partir desde la entrada del anexo. Con el ceño fruncido, echó una mirada al cielo y pensó en seguirlas, pero cambió de idea. Había algunas nubes, pero nada que presagiara peligro. ¿Por qué se preocupaba tanto por Ayla cada vez que ella salía del albergue? Era una ridiculez seguirla. Después de todo, no iba sola, la acompañaba Deegie, y las dos jóvenes eran perfectamente capaces de cuidarse por sí mismas, aunque nevara... o algo peor. No tardarían en descubrir que alguien las estaba siguiendo. Y si querían estar solas, él no haría sino estorbar. Dejó caer la cortina y volvió al interior. Pero no pudo quitarse de la mente la sensación de que Ayla corría peligro.
–¡Oh, mira, Ayla! –gritó Deegie, de rodillas, examinando el cuerpo cubierto de piel blanca. Petrificado por el hielo, pendía de un nudo corredizo bien sujeto a su cuello–. Puse otras trampas. Vamos corriendo a verlas.
Ayla quería quedarse a examinar la trampa, pero la siguió.
–¿Qué piensas hacer con esa piel? –preguntó cuando la alcanzó.
–Depende de cuántas consiga. Quería hacer una orla para la pelliza de Branag, pero también le estoy haciendo una túnica roja... no tan espléndida como la tuya... Será de mangas largas y lleva dos cueros. Estoy tratando de que el segundo salga del mismo color que el primero. Creo que voy a decorarla con piel y dientes de zorro blanco. ¿Qué te parece?
–Será muy bonita, ya lo creo –respondió Ayla. Avanzaron por la nieve durante un rato, al cabo del cual Ayla prosiguió–: ¿Qué piel te parece mejor para una túnica blanca?