Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
De pronto, Talut alzó su vozarrón pidiendo silencio. Fue un bramido tan potente que todo el mundo calló, sorprendido. Entonces se oyó el tambor de Mamut, con un efecto tranquilizador, sedante.
–Antes de que se diga nada más –dijo Talut al callar el tambor–, deberíamos escuchar a Ayla.
Los concurrentes se inclinaron hacia delante, dispuestos a escuchar con avidez para saber más cosas sobre aquella misteriosa visitante. Ayla no estaba segura de querer seguir hablando para aquella gente ruidosa y grosera, pero no vio otra alternativa. Por fin, alzó un poco el mentón. «Si queréis saber, os lo diré», pensó. Pero estaba decidida a marcharse por la mañana.
–Yo no..., yo no recuerdo vida joven –comenzó–. Sólo terremoto y león cavernario, que hacer cicatrices en mi pierna. Iza cuenta que me encuentra junto al río... ¿Cómo dice, Mamut? ¿No despierta?
–Desmayada.
–Iza me encontró junto a río desmayada. Más o menos edad de Rydag. Menos. Cinco años, tal vez. Herida pierna por león cavernario. Iza es... curandera. Cura mi pierna. Creb..., Creb es Mog-ur, como Mamut, hombre santo..., conoce mundo de Espíritus. Creb enseña hablar como Clan. Iza y Creb..., todo el Clan... me cuida. Yo no del Clan, pero me cuidan.
Ayla se esforzaba por recordar cuanto Jondalar le había enseñado de aquel idioma. No le había gustado el comentario de Frebec sobre su dificultad para hablar, como tampoco el resto de sus palabras. Miró a Jondalar y notó que tenía la frente arrugada. Sin duda quería que tuviera cuidado con algo. No estaba muy segura acerca del motivo de su preocupación, pero tal vez no fuera necesario mencionarlo todo.
–Me crío con Clan, pero parto... para buscar Otros, como yo. Soy... –se interrumpió para pensar en la palabra de contar correspondiente– catorce años. Iza dice que Otros viven norte. Busco mucho tiempo, no encuentro nadie. Entonces encuentro valle y quedo, preparo invierno. Mato caballo para carne; después veo yegua pequeña, su cría. No tengo pueblo. Yegua pequeña es como bebé, cuido yegua pequeña. Después encuentro león pequeño, herido. Cojo león también, pero él crece, va, busca pareja. Vivo en valle tres años, sola. Después viene Jondalar.
Ayla dejó de hablar. Nadie dijo nada. Su explicación, tan simple, sin adornos, sólo podía ser cierta. Sin embargo, costaba creerla. Planteaba más preguntas de las que respondía. ¿Era posible que ella hubiera sido adoptada y educada por los cabezas chatas? ¿Y que ellos hablaran o, al menos, tuviesen un medio de comunicación? ¿Podían ser tan humanos? Y ella, ¿qué? Si había sido criada por cabezas chatas, ¿era humana?
Durante el silencio que se produjo, Ayla observó a Nezzie y al niño. De pronto, recordó un incidente de sus primeros días en el Clan. Creb había estado enseñándole a comunicarse con gestos de las manos, pero había uno, en especial, que ella había aprendido sola. Era enseñado con frecuencia a los bebés, y lo usaban siempre los niños para dirigirse a las mujeres que les cuidaban. En ese momento recordó lo que Iza había sentido al verle hacer, por primera vez, aquella señal para ella.
Se inclinó hacia delante y dijo a Rydag:
–Quiero mostrar palabra. Palabra dice con manos.
Él se incorporó, reflejándose en sus ojos el interés y el entusiasmo. Había comprendido palabra por palabra, como siempre, y aquella referencia al lenguaje de las manos le provocaba difusas inquietudes.
Mientras todos observaban, Ayla hizo un gesto, un movimiento determinado con las manos. Rydag intentó imitarla, arrugando el ceño, intrigado. De pronto, desde algún sitio muy profundo dentro de él surgió la comprensión y se reflejó en su rostro. Corrigió su propio ademán, mientras Ayla, sonriente, asentía con la cabeza. Entonces Rydag se volvió hacia Nezzie e hizo otra vez el gesto. La mujer miró a Ayla.
–Dice a Nezzie: «madre» –explicó la muchacha.
–¿Madre? –repitió Nezzie. Y cerró los ojos, parpadeando para contener las lágrimas, mientras estrechaba contra sí a la criatura que había cuidado desde su nacimiento–. ¡Talut! Lo has visto. Rydag acaba de llamarme madre. ¡Nunca creí que algún día Rydag me llamaría madre!
En el Campamento reinaba cierto desánimo. Nadie sabía qué decir ni qué pensar. ¿Quiénes eran aquellos desconocidos, tan súbitamente aparecidos entre ellos? El hombre aseguraba proceder de un lugar lejano, al oeste; eso era más fácil de creer que lo dicho por la mujer, quien contaba haber vivido tres años en un valle cercano y, para mayor asombro, con un grupo de cabezas chatas anteriormente. El relato de la mujer amenazaba toda una estructura de cómodas creencias, pero costaba trabajo ponerlo en duda.
Nezzie había llevado a Rydag a la cama, con lágrimas en los ojos, después de su primera palabra expresada mediante gestos. Todo el mundo tomó su actitud como una señal de que la velada había terminado y cada cual se retiró a su hogar. Ayla aprovechó la oportunidad para deslizarse al exterior. Después de ponerse la pelliza, una túnica de piel con capucha, salió de la vivienda.
Whinney, al reconocerla, relinchó suavemente. Ayla avanzó a tientas en la oscuridad, guiándose por los resoplidos de la yegua, hasta dar con ella.
–¿Todo va bien, Whinney? ¿Estás cómoda? ¿Y Corredor? No más que yo probablemente –dijo Ayla, tanto con el pensamiento como con el lenguaje especial que empleaba con los animales.
Whinney sacudió la cabeza, agitando delicadamente los cascos, y apoyó la cabeza en el hombro de la mujer, mientras ella se abrazaba al cuello peludo, con la frente apoyada en la yegua que había sido, durante tanto tiempo, su única compañía. Corredor se acercó también, y los tres se apretujaron, felices por estar juntos, descansando por un instante de las nuevas experiencias.
Tras asegurarse de que los caballos estaban bien, Ayla bajó a la orilla del río. Le hacía bien estar fuera del albergue, lejos de la gente. Aspiró hondo. El aire nocturno era frío y seco. Cuando echó hacia atrás la capucha de piel, estirando el cuello, la cabellera le chisporroteó a causa de la carga estática.
La luna nueva, rehuyendo al gran compañero que la mantenía atada, había vuelto su ojo brillante hacia las distantes profundidades, cuyas luces arremolinadas tentaban con promesas de ilimitada libertad, pero ofrecían sólo el vacío cósmico. Unas leves nubes altas cubrían las estrellas más débiles, pero sólo conseguían velar a las más decididas, haciendo que el cielo, negro como el hollín, pareciera suave y cercano.
Ayla se encontraba inmersa en un torbellino de emociones contradictorias. Aquéllos eran los Otros que tanto había buscado, los de su raza de nacimiento. Sin duda debería haberse criado entre gente así, sintiéndose cómoda y a gusto, de no ser por el terremoto. En lugar de ello, fue criada por el Clan. Conocía las costumbres del Clan; en cambio, las de su propio pueblo le eran extrañas. Sin embargo, de no haber sido por el Clan, ni siquiera habría llegado a adulta. No podía volver con ellos, pero tampoco tenía la sensación de estar allí en su casa.
Aquellas personas eran demasiado ruidosas y alborotadoras. Iza habría dicho que no tenían educación. Como aquel tal Frebec, que hablaba cuando no correspondía, sin pedir permiso, y por si fuera poco, todos tenían la fea costumbre de gritar y hacer uso de la palabra al mismo tiempo... Talut era el jefe, pero hasta él debía gritar para hacerse oír. Brun nunca había tenido que gritar; sólo alzaba la voz para advertir a alguien de un peligro inminente. Todo el mundo, en el Clan, se mantenía más o menos a la vista del jefe, de tal modo que, a la menor señal y en cuestión de segundos, se le podía prestar una atención total.
La forma en que aquella gente hablaba de los del Clan, tratándolos de cabezas chatas y de animales, tampoco agradaba a Ayla. ¿No se daban cuenta de que también eran personas? Un poco diferentes, quizá, pero personas de todos modos. Nezzie lo sabía. A pesar de lo que dijeran los demás, ella había reconocido a la madre de Rydag como a una mujer, y al niño recién nacido como a un bebé. «Es mezclado, como mi hijo», pensó Ayla, «y como la niña de Oda en la Reunión del Clan.» ¿Cómo pudo la madre de Rydag tener un niño de espíritus mezclados?
«¡Espíritus! ¿Son realmente los espíritus los que hacen a los bebés? ¿Es cierto que el tótem de un hombre se impone al de la mujer, haciendo crecer una criatura en su seno, como piensa el Clan? ¿O es acaso la Gran Madre quien elige y combina los espíritus de un hombre y una mujer, poniéndolos dentro de ella, como piensan Jondalar y este otro pueblo? ¿Por qué sólo yo pienso que es el hombre y no un espíritu el que inicia el crecimiento del bebé en el interior de la mujer? El hombre, que lo hace con su órgano..., con su virilidad, como lo llama Jondalar. ¿Por qué, si no, se unen hombres y mujeres como lo hacen?
»Cuando Iza me habló de la medicina, dijo que fortalecía su tótem y que eso había evitado durante muchos años que tuviera bebés. Tal vez fuera así, pero cuando yo vivía sola no la tomaba y no hubo ningún bebé que empezara en mí. Sólo cuando llegó Jondalar se me ocurrió buscar esa planta de hilos dorados y la raíz de salvia de antílope...
»Cuando Jondalar me demostró que no siempre dolía... cuando me enseñó lo maravilloso que podía ser estar juntos para el hombre y para la mujer... ¿Qué pasaría si yo dejara de tomar la medicina secreta de Iza? ¿Tendría un bebé? ¿Tendría un bebé de Jondalar si él metiera su virilidad allí, en el sitio por donde vienen los bebés?»
La idea provocó un cálido rubor en su cara y un cosquilleo en sus pezones. «Hoy ya es demasiado tarde», pensó. «Esta mañana he tomado la medicina, pero si mañana preparo sólo una infusión corriente..., ¿podría empezar a crecer el bebé de Jondalar? Pero no hay por qué esperar. Podríamos intentarlo esta noche...»
Sonrió para sus adentros. «Sólo quieres que te toque, que ponga la boca sobre la tuya y en...» Se estremeció anticipadamente, cerrando los ojos para que su cuerpo recordara las sensaciones que él sabía provocar.
–¿Ayla? –una voz masculina estalló a su lado.
El sonido la hizo dar un respingo. No había oído los pasos de Jondalar, y el tono empleado por él no armonizaba con sus sentimientos. Apagó su ardor. Algo le tenía preocupado desde el momento mismo de la llegada y a Ayla le gustaría saber lo que era.
–Sí.
–¿Qué haces aquí fuera? –le preguntó bruscamente él.
¿Qué estaba haciendo realmente?
–Disfrutar de la noche, respirar y pensar en ti –respondió, con la explicación más completa que logró formular.
No era la contestación que Jondalar esperaba, aunque no sabía con certeza qué clase de respuesta esperaba. Había estado tratando de luchar contra el enfado y la ansiedad que le revolvían el estómago cada vez que aparecía el hombre de piel oscura. Ayla parecía encontrarle muy interesante y Ranec no se recataba de mirarla. Jondalar, esforzándose por reprimir su enfado, se dijo que era ridículo atribuirle otras intenciones. Ella necesitaba otros amigos. Él había sido el primero, pero no por eso debía ser el único que ella deseara conocer.
Sin embargo, al oírla preguntar por la historia de Ranec, Jondalar enrojeció de ira, estremeciéndose de pánico al mismo tiempo. ¿Qué necesidad tenía ella de preguntar por aquel fascinante extranjero si no le interesaba? El hombre alto tuvo que refrenar el impulso de llevársela de allí, molesto por haber experimentado semejante sensación. Ella tenía derecho a elegir a sus amigos, y sólo eran eso: amigos. No habían hecho más que conversar y mirarse.
Al verla salir a solas, seguida por los ojos oscuros de Ranec, Jondalar se apresuró a ponerse la pelliza para salir tras ella. La vio de pie junto al río y, por alguna razón que no habría podido explicar, tuvo la seguridad de que estaba pensando en Ranec. Por eso su respuesta le cogió por sorpresa. Luego se distendió con una sonrisa.
–Debería haber sabido que, si preguntaba, recibiría una respuesta completa y sincera. Respirar y disfrutar de la noche... Eres maravillosa, Ayla.
Ella le devolvió la sonrisa. No estaba segura de lo que había hecho, pero, en cualquier caso, el hombre la sonreía y su voz revelaba que estaba contento. Los cálidos pensamientos que la habían asaltado minutos antes renacieron en ella; avanzó entonces hacia él. Aun en medio de la noche oscura, donde las estrellas apenas alumbraban lo suficiente para distinguir un rostro, Jondalar percibió su estado de ánimo por el modo de moverse. Y respondió de igual modo. Un momento después ella estaba en sus brazos, buscando su boca, y todas las preocupaciones desaparecieron. Ayla comprendió que iría a cualquier parte, viviría con cualquier pueblo, aprendería todas las costumbres extrañas, siempre que estuviera junto a Jondalar.
Al cabo de un rato levantó la vista.
–¿Recuerdas cuando te pregunté cuál era tu señal? ¿Cómo debía decírtelo cuando deseaba que me tocaras y quisiera tu virilidad en mí?
–Sí, lo recuerdo –respondió él, sonriendo divertido.
–Dijiste que te besara o que lo pidiese, simplemente. Te lo estoy pidiendo. ¿Puedes preparar tu virilidad?
Era tan seria, tan ingenua y tan atractiva... Jondalar se inclinó para besarla otra vez, estrechándola tanto que ella casi pudo ver el azul de sus ojos y el amor que reflejaban.
–Ayla, mi extraña y bella mujer –dijo–, ¿sabes cuánto te amo?
Pero mientras la abrazaba sintió una punzada de culpabilidad. Si tanto la amaba, ¿por qué se sentía avergonzado de lo que ella hacía? Cuando aquel Frebec se apartó de ella, asqueado, creyó morirse de vergüenza por haberla llevado al Campamento, por ser su compañero. Un momento después se odiaba por ello. La amaba. ¿Cómo iba a avergonzarse de la mujer a la que amaba?