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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (7 page)

Los concurrentes se iban pasando pequeños odres pardos para agua (las vejigas y los estómagos impermeables de diversos animales), de los cuales bebían con gran placer. Talut le ofreció un sorbo. Olía a fermento y resultaba un tanto desagradable; le dejó en la boca un sabor algo dulce, pero fuerte y ardiente. Cuando le ofrecieron un segundo trago, lo rechazó. No le gustaba. Jondalar, en cambio, parecía disfrutar de la bebida.

La gente, entre risas y charlas, se instalaba en las plataformas o en pieles y esterillas tendidas en el suelo. Ayla había vuelto la cabeza para escuchar un diálogo cuando la intensidad del alboroto decreció notablemente. Al volverse, vio que el viejo Mamut estaba de pie tras el hogar, en donde ardía una pequeña fogata. Cuando todas las conversaciones cesaron, concentrada ya en él la atención general, el anciano cogió una pequeña antorcha apagada y la sostuvo sobre las llamas hasta que se encendió. En el silencio expectante de alientos contenidos, aplicó la llama a una lamparilla de piedra, situada en un nicho de la pared posterior. La mecha de liquen seco chisporroteó en la grasa de mamut y provocó una llamarada, que iluminó una pequeña imagen de marfil tallado que representaba a una mujer generosamente dotada.

Ayla sintió un cosquilleo como si la reconociera, aunque nunca había visto otra figura similar. «Es lo que Jondalar llama donii», se dijo. «Dice que contiene el Espíritu de la Gran Madre Tierra. O una parte de él, quizá, porque parece muy pequeña para contenerlo todo. Pero ¿qué tamaño tiene un espíritu?»

Su mente vagó hacia otra ceremonia, cuando le dieron la piedra negra que llevaba en la bolsa de los amuletos que colgaba de su cuello. El pequeño trozo de bióxido de manganeso contenía un trozo del espíritu de cuantos componían el Clan mayor, no sólo su propio clan. Se la habían entregado al hacerla mujer curandera, y ella dio, a cambio, una parte de su propio espíritu; de ese modo, si salvaba una vida, esa persona no tenía obligación de darle algo equivalente a cambio, porque ya lo había hecho por anticipado.

Aún le preocupaba recordar que no había devuelto los espíritus tras recibir la maldición de muerte. Creb los había tomado de Iza, al morir la vieja curandera, para que no la acompañaran al mundo de los espíritus; pero nadie los había tomado de Ayla. Si ella poseía un trozo del espíritu de todos los del Clan, ¿acaso Broud habría hecho recaer también sobre ellos la maldición de muerte?

«¿Estoy muerta?», se preguntó como tantas veces. No lo creía así. Había aprendido que el poder de la maldición de muerte residía en la fe: cuando los seres amados ya no reconocían la existencia de una persona, cuando no se tenía adónde ir, daba igual morir. Pero ¿por qué ella no había muerto? ¿Qué le había impedido renunciar? Más importante aún: ¿qué pasaría con el Clan cuando ella muriera de verdad? ¿Acaso su muerte podía dañar a los que amaba? ¿Tal vez a todo el Clan? El saquito de cuero pesaba con la carga de la responsabilidad, como si el destino de todo el Clan colgara de su cuello.

Un sonido rítmico la arrancó de sus cavilaciones. Mamut golpeaba con un asta en forma de martillo sobre un cráneo de mamut, pintado con símbolos y líneas geométricas. Ayla creyó detectar una cualidad más allá del ritmo; observó y escuchó con atención. La cavidad intensificaba el sonido con ricas vibraciones, pero se trataba de algo más que la simple resonancia del instrumento. Cuando el viejo chamán golpeaba en diferentes zonas, marcadas sobre el tambor de hueso, cambiaban el tono y la intensidad, con variaciones tan complejas y sutiles que era como si Mamut hiciera hablar al cráneo.

Con un sonido bajo y lento, el anciano comenzó a entonar un cántico, en tonos menores, perfectamente modulados. Mientras tambor y voz se entretejían en un intrincado diseño sonoro, otras voces se agregaron, aquí y allá, ajustándose al módulo tonal establecido, aunque con variaciones independientes. El ritmo del tambor comenzó a repetirse con un sonido similar al otro lado de la habitación. Era Deegie, que estaba golpeando sobre otro cráneo. También Tornec empezó a dar golpecitos con un martillo de asta en otro hueso de mamut: una clavícula, cubierta de líneas a intervalos regulares y de cheurones pintados de rojo. La grave resonancia tonal de los tambores y el sonido más agudo de la escápula llenaron el refugio con un sonido bello, espectral. El cuerpo de Ayla palpitaba al compás del ritmo; notó que otros también movían el cuerpo al compás del sonido. De pronto, todo cesó.

El silencio estaba cargado de expectación, pero se dejó que se desvaneciera por sí mismo. No había planes para una ceremonia formal, sólo para una reunión amistosa, con intención de pasar una velada agradable en mutua compañía, haciendo lo que mejor hace la gente: hablar.

Tulie comenzó anunciando que se había llegado a un acuerdo y que las nupcias de Deegie y Branag quedarían formalizadas el verano siguiente. Hubo palabras de aprobación y felicitaciones, aunque todos esperaban eso. La joven pareja irradiaba felicidad. Después, Talut pidió a Wymez que les relatara su misión comercial; así se enteraron de que comprendía intercambios de sal, ámbar y pedernal. Varias personas hicieron preguntas o comentarios. Mientras, Jondalar escuchaba con interés. Ayla no comprendía de qué se trataba; decidió que más tarde preguntaría a su compañero. A continuación, Talut inquirió sobre los progresos de Danug, para incomodidad del joven.

–Tiene talento y mano diestra. Con algunos años más de experiencia será muy bueno. Ellos lamentaron que se marchara. Ha aprendido bien; valía la pena pasar un año lejos –informó Wymez.

El grupo pronunció nuevas frases de aprobación. Luego se produjo una pausa, colmada de pequeños diálogos privados, hasta que Talut se volvió hacia Jondalar, provocando oleadas de entusiasmo.

–Dinos, hombre de los Zelandonii, ¿cómo has llegado a sentarte en el refugio del Campamento del León, entre los Mamutoi? –preguntó.

Jondalar tomó un sorbo de aquella bebida fermentada y echó un vistazo en derredor, observando a la gente, que esperaba con impaciencia. Luego dedicó una sonrisa a Ayla. «¡No es la primera vez que hace esto!», adivinó ella, con alguna sorpresa, dándose cuenta de que él estaba creando el clima y el tono previos a su narración. También ella se acomodó para escuchar.

–Es una larga historia –comenzó Jondalar.

La gente asentía. Eso era lo que deseaba oír.

–Mi pueblo vive muy lejos de aquí, muy lejos hacia el oeste, más allá de la fuente donde nace el Río de la Gran Madre que desemboca en el Mar de Beran. Nosotros también vivimos cerca de un río, como vosotros, pero el nuestro fluye hacia las Grandes Aguas del oeste.

»Los Zelandonii son un gran pueblo. Lo mismo que vosotros, somos Hijos de la Tierra, a la que llamáis Mut; nosotros la llamamos Doni, pero es la misma Gran Madre Tierra. Cazamos y traficamos. A veces hacemos largos Viajes. Mi hermano y yo decidimos hacer uno de esos Viajes –por un momento, Jondalar cerró los ojos; la frente se le contrajo de dolor–. Thonolan..., mi hermano..., estaba lleno de risas y amaba las aventuras. Era un elegido de la Madre.

El dolor era real. Todo el mundo comprendió que no era una afectación para adornar el relato. Incluso sin que él lo dijera, adivinaron la causa. También ellos solían decir que la Madre se llevaba pronto a sus elegidos.

Jondalar no había tenido intención de exteriorizar así sus sentimientos; el dolor le sobrevino inesperadamente, dejándole algo abochornado. Pero una pérdida como aquélla era comprendida universalmente. Su involuntaria demostración le granjeó la simpatía general, provocando en todos un sentimiento de cordialidad superior a la curiosidad y la cortesía que se dispensaba a los extranjeros no belicosos.

Aspiró profundamente y trató de proseguir el hilo de su historia.

–En un principio, el Viaje era de Thonolan. Yo pensaba acompañarle sólo durante un breve trecho, hasta el hogar de algunos parientes, pero al fin decidí ir con él. Cruzamos un pequeño glaciar, que es la fuente de Donau, el Río de la Gran Madre, y decidimos que lo seguiríamos hasta el final. Nadie nos creyó, y no estoy seguro de que habláramos en serio. Pero seguimos marchando. Cruzamos muchos afluentes y conocimos a muchos pueblos.

»Cierta vez, durante el primer verano, nos detuvimos a cazar. Mientras secábamos la carne, nos encontramos de improviso rodeados de hombres que nos apuntaban con sus lanzas...

Jondalar había recuperado su ritmo y tenía al Campamento absorto. Era un buen narrador; sabía mantener el interés del relato. Hubo gestos de asentimiento, murmullos de aprobación, palabras de aliento; con frecuencia, hasta gritos de entusiasmo. «Los que hablan con palabras nunca guardan silencio, ni siquiera cuando escuchan», pensó Ayla.

Estaba tan fascinada como los demás, pero, de pronto, se descubrió estudiando a los oyentes. Los adultos tenían a los niños más pequeños en el regazo; los más crecidos se habían reunido en grupo y contemplaban al carismático extranjero con ojos brillantes. Danug, en especial, parecía hipnotizado. Se inclinaba hacia delante, con extasiada atención.

–Thonolan entró en el cañón, pensando que no había peligro, puesto que la leona se había ido. Y entonces oímos el rugido de un león.

–¿Qué pasó entonces? –preguntó Danug.

–Tendréis que preguntarle el resto a Ayla. Después de eso, no recuerdo mucho más.

Todas las miradas se volvieron hacia ella. Ayla quedó desconcertada. No esperaba aquello y nunca había hablado ante una multitud semejante. Jondalar le sonreía. De pronto se le había ocurrido que era el mejor modo de habituarla a hablar: obligarla a hacerlo. No sería la última vez que le preguntarían por sus experiencias. Como todos tenían presente su dominio sobre los caballos, la historia sería más creíble. Era una historia apasionante, que aumentaría su misterio... y tal vez, si se contentaban con ello, no saldría a relucir lo de sus orígenes.

–¿Qué pasó, Ayla? –preguntó Danug, subyugado todavía por la narración.

Rugie, que se había mostrado tímida y reservada con su hermano mayor, después de tan larga ausencia, recordó los tiempos en que escuchaban juntos los cuentos y decidió subir a su regazo. Él la recibió con una sonrisa distraída, estrechándola contra sí, pero sin apartar de Ayla su mirada curiosa.

La joven contempló aquellos rostros vueltos hacia ella y trató de hablar. Pero tenía la boca seca, aunque sus palmas estuvieran húmedas.

–Sí, ¿qué pasó? –repitió Latie, que estaba sentada cerca de Danug, con Rydag en su regazo.

Los grandes ojos pardos del pequeño estaban llenos de entusiasmo. También él abrió la boca para preguntar, pero nadie pudo comprender sus sonidos..., con excepción de Ayla. Aunque no captara las palabras en sí, el sentido era claro. Ella había oído sonidos similares y hasta sabía pronunciarlos. Los del Clan no eran mudos, si bien su habilidad para articular era limitada. Por eso habían desarrollado un rico y amplio lenguaje gestual y sólo utilizaban las palabras para dar énfasis. Comprendió que el niño pedía la continuación de la historia y que, para él, las palabras tenían significado. Ayla sonrió, dedicándole su relato.

–Yo estaba con Whinney –comenzó.

Su modo de pronunciar el nombre de la yegua había sido siempre una imitación del relincho suave de un caballo. Las gentes del refugio no comprendieron que se trataba del nombre; pensaron que era un maravilloso adorno del relato y sonrieron, alentándola a proseguir con palabras aprobatorias.

–Ella pronto tiene caballo pequeño. Muy grande –dijo Ayla, poniendo las manos frente a su vientre para indicar que la preñez de la yegua estaba muy avanzada. Hubo sonrisas de entendimiento–. Todos los días corremos. Whinney necesita salir. No rápido, no lejos. Siempre ir este, mas fácil ir este. Demasiado fácil, nada nuevo. Un día vamos oeste, no este. Ver lugar nuevo –continuó Ayla, dirigiendo sus palabras a Rydag.

Jondalar le había estado enseñando el Mamutoi, así como los otros idiomas que conocía, pero no lo hablaba con tanta fluidez como el de los Zelandonii, el primero que aprendiera. Su modo de hablar era extraño, con una diferencia difícil de explicar; luchaba con las palabras y eso le hacía sentirse tímida. Pero, al pensar en el niño que no podía expresarse en absoluto, se veía obligada a imitarle. Porque él se lo había pedido.

–Oigo león.

No hubiera podido decir por qué lo hizo. Tal vez fue la mirada de Rydag, llena de expectativa, o el modo en que él giró la cabeza para escuchar, o un acto instintivo. El hecho es que, tras la palabra «león», agregó un gruñido amenazador, que sonó exactamente a león. Se oyeron exclamaciones de miedo, risitas nerviosas y sonrientes palabras de aprobación. Su capacidad de imitar los ruidos de los animales era inigualable y sazonaba con un sabor inesperado el relato. Jondalar asentía y aprobaba sonriente.

–Oigo hombre gritar –miró a Jondalar y sus ojos se llenaron de dolor–. Paro. ¿Qué hacer? Whinney grande con cría –reprodujo los grititos de una cría y fue recompensada con una gran sonrisa de Latie–. Preocupo yegua, pero hombre gritar. Oigo león otra vez. Escucho –se las compuso para que su rugido de león sonara juguetón–. Es Bebé. Entonces entro cañón. Sé que yegua no será herida.

Ayla advirtió miradas de desconcierto. La palabra que había pronunciado no les era familiar, aunque Rydag habría podido conocerla en circunstancias diferentes. Había explicado a Jondalar que con ella designaban los del Clan a los recién nacidos y niños de corta edad.

–Bebé es león –dijo, tratando de explicar–. Bebé es león yo conocer. Bebé es... como hijo. Entro cañón, hago león irse. Encuentro hombre muerto. Otro hombre, Jondalar, muy mal herido. Whinney lleva al valle.

–¡Ja! –exclamó una voz, burlonamente. Al levantar los ojos, Ayla vio que era Frebec, el hombre que antes había estado discutiendo con la vieja–. ¿Vas a decir que ordenaste a un león que se alejara de un hombre herido?

–No cualquier león. Bebé –explicó ella.

–¿Qué es eso..., esa palabra que estás diciendo?

–Bebé es palabra del Clan. Es niño pequeño. Doy nombre león cuando vive conmigo. Bebé es león que yo conozco. Yegua conoce también. No miedo.

Ayla estaba preocupada. Algo andaba mal, sin que ella supiera qué.

–¿Vivías con un león? No lo creo –se burló él.

–¿Que no lo crees? –el enfado de Jondalar era evidente. Aquel hombre estaba acusando a Ayla de mentir, y él sabía demasiado bien que esa historia era muy cierta–. Ayla no miente –agregó, poniéndose de pie para desatar el cordón atado a la pierna y el muslo, desfigurados por cicatrices de un rojo vivo–. Ese león me atacó, y Ayla no sólo me libro de él, sino que también es una curandera de gran habilidad. Sin ella, habría seguido a mi hermano al otro mundo. Y os diré algo más: la vi montar a aquel león, tal como monta a su yegua. ¿Me llamarás mentiroso?

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