Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–No se llama mentiroso a ningún huésped del Campamento del León –dijo Tulie, fulminando a Frebec con la mirada, en un intento por atemperar una escena que podía resultar desagradable–. Me parece evidente que fuiste malherido y hemos visto a esta mujer..., a Ayla..., montada a caballo. No veo motivos para dudar de ti o de ella.
Hubo un silencio tenso. Ayla miraba a uno y a otro, confundida. La palabra «mentiroso» no le era familiar y no comprendía por qué Frebec no la había creído. Ayla estaba criada entre personas que se comunicaban con movimientos. Aparte de las señales, el lenguaje del Clan incluía posturas y expresiones que ampliaban el significado y lo matizaban. Era imposible mentir de manera eficaz con todo el cuerpo. Si acaso, un individuo podía abstenerse de mencionar algo, pero hasta eso se sabía, aunque estaba permitido para proteger la intimidad. Ayla no sabía mentir. Nunca había aprendido a hacerlo.
Pero sí supo que algo iba mal. Podía leer el enojo y la hostilidad que acababan de brotar, tan fácilmente como si lo hubieran proclamado a gritos. También sabía que se esforzaban por contenerse. Talut vio que Ayla miraba al hombre de piel oscura y apartaba los ojos. Y, de pronto, se le ocurrió cómo aliviar las tensiones y volver a los relatos.
–Ha sido una historia interesante, Jondalar –tronó, clavando en Frebec una mirada dura–. Siempre es interesante saber de Viajes largos. ¿Te gustaría escuchar un historia de otro Viaje largo?
–Sí, mucho.
Surgieron sonrisas entre los asistentes, a medida que todos se distendían. El relato que iban a escuchar era uno de los favoritos del grupo y pocas veces se presentaba la oportunidad de compartirlo con gente que no lo conociera.
–Es la historia de Ranec –aclaró Talut.
Ayla miró al hombre moreno, expectante.
–Me gustaría saber cómo hombre de piel oscura viene vivir Campamento del León –dijo.
Ranec le sonrió, pero se volvió hacia el hombre de su Hogar.
–Es la historia de mi vida, pero a ti te corresponde contarla, Wymez –dijo.
Jondalar había vuelto a sentarse; no estaba muy seguro de que le gustara el giro que estaba tomando la conversación (o tal vez el interés de Ayla por Ranec), pero todo era preferible a la hostilidad casi abierta. Además, él también estaba interesado.
Wymez se reclinó en el asiento, hizo una señal afirmativa a Ayla y, con una sonrisa dedicada a Jondalar, comenzó:
–Tenemos algo más en común que la afición por la piedra, joven. También yo hice un largo Viaje en mi juventud. Viajé al sur con rumbo este, más allá del Mar de Beran, hasta las costas de un mar mucho más grande, más hacia el sur. Ese Mar del Sur tiene muchos nombres, pues son muchos los pueblos que habitan en sus costas. Viajé rodeando su extremo este y giré hacia el oeste, por la costa sur, atravesando tierras de muchos bosques, donde el aire es más cálido y la lluvia más abundante que aquí.
»No trataré de contaros todo lo que me ocurrió. Lo dejaremos para otro día. Os contaré la historia de Ranec. Mientras viajaba hacia el oeste, conocí muchos pueblos y viví con algunos de ellos, aprendiendo nuevas costumbres; no obstante, tarde o temprano me sentía incómodo y reanudaba el Viaje. Quería saber hasta dónde podía llegar en dirección oeste.
»Al cabo de varios años llegué a un lugar, no lejos de tus Grandes Aguas, Jondalar, según creo, pero después de cruzar el estrecho donde el Mar del Sur confluye en ellas. Allí encontré a cierta gente con la piel tan oscura que parecía negra, y allí también conocí a una mujer. Una mujer que me atrajo. Al principio, tal vez, porque era distinta... con sus ropas exóticas, su color, sus ojos oscuros y centelleantes. Su sonrisa era irresistible... y su modo de bailar, de moverse... Era la mujer más excitante que he conocido jamás.
Wymez hablaba de un modo directo, con un tono de voz neutro, pero la historia era tan apasionante que no requería dramatismos. Sin embargo, la actitud de aquel hombre fornido, silencioso y reservado cambió perceptiblemente al mencionar a la mujer.
–Cuando ella aceptó unirse a mí, decidí quedarme allí, con ella. Siempre me había interesado labrar la piedra, incluso de muchacho, y aprendí a hacer puntas de lanza a su estilo. Hacen saltar ambos lados de la piedra, ¿comprendes, Jondalar?
–Sí, como para las hachas.
–Pero aquellas puntas no eran tan gruesas y toscas. Tenían una buena técnica. Yo también les enseñé algunas cosas. Y me sentí muy satisfecho de aceptar sus costumbres, sobre todo cuando la Madre bendijo a la mujer con un niño, un varón. Ella me pidió que le diera nombre, según se acostumbra allí. Yo elegí Ranec.
«Eso lo explica», pensó Ayla. «La madre era de piel oscura.»
–¿Y por qué decidiste volver? –preguntó Jondalar.
–Pocos años después de nacer Ranec comenzaron las dificultades. Las gentes de piel oscura con quienes yo estaba viviendo se habían trasladado allí desde un sitio más al sur, y algunos Campamentos vecinos no querían compartir los terrenos de caza. Las costumbres eran diferentes. Estuve a punto de convencerles para que se reunieran a discutirlo, pero algunos jóvenes acalorados de ambos bandos prefirieron pelear. Una muerte llevó a otra por venganza y, más adelante, a atacar los Campamentos.
»Establecimos buenas defensas, pero ellos eran más. Aquello se prolongó y ellos nos seguían matando, uno tras otro. Al cabo de un tiempo, la presencia de una persona de piel más clara que la suya comenzó a provocar miedo y odio. Aunque yo me consideraba uno de ellos, comenzaron a desconfiar de mí y hasta de Ranec. Su piel era más clara que la de los demás y sus facciones tenían una configuración distinta. Hablé con la madre de Ranec y decidimos partir. Fue una triste despedida, pues dejábamos a la familia y a muchos amigos, pero no estábamos seguros allí. Algunos de los más fanáticos trataron de impedir que nos fuéramos, pero, con la ayuda de otros, escapamos en medio de la noche.
»Viajamos hacia el norte, hasta los estrechos. Yo sabía que allí vivían personas capaces de construir pequeños botes, que utilizaban para cruzar las aguas abiertas. Nos habían advertido que la temporada no era la adecuada y que, aun con las mejores condiciones, la travesía era difícil. Pero me pareció que debíamos escapar y decidí correr el riesgo. Fue una decisión equivocada.
La voz de Wymez prosiguió, tensa y dominada:
–El bote volcó. Sólo Ranec y yo logramos cruzar, con un hatillo de pertenencias de su madre –hizo una pausa antes de continuar con la historia–. Aún estábamos lejos de casa y nos llevó tiempo, pero por fin llegamos durante una Reunión de Verano.
–¿Cuánto tiempo estuviste lejos? –preguntó Jondalar.
–Diez años –dijo Wymez, y sonrió–. Provocamos un verdadero alboroto. Nadie esperaba volver a verme, mucho menos con Ranec. Nezzie ni siquiera me reconoció, pero mi hermana era sólo una niña cuando partí. Ella y Talut acababan de celebrar sus Nupcias y estaban instalando el Campamento del León, con Tulie, sus dos compañeros y sus hijos. Me invitaron a unirme a ellos. Nezzie adoptó a Ranec, aunque todavía es el hijo de mi hogar, y le cuidó como si fuera suyo, aun después de nacer Danug.
Cuando dejó de hablar, tardaron un momento en comprender que había terminado. Todos querían oír más. Aunque casi todos habían escuchado muchas de sus aventuras, él siempre parecía tener nuevos relatos o giros nuevos para los antiguos.
–Creo que Nezzie sería la madre de todos, si pudiera –dijo Tulie, recordando la época de su retorno–. Por entonces yo amamantaba a Deegie y Nezzie no se cansaba de jugar con ella.
–¡Por mí hace más que servirme de madre! –dijo Talut, con una sonrisa juguetona, dando unas palmadas en el amplio trasero de su mujer. Había traído otra bolsa de aquella fuerte bebida y la pasó, después de tomar un trago.
–¡Talut! ¡Haré más que servirte de madre, ya lo creo! –replicó ella, tratando de fingirse enojada, aunque conteniendo la risa.
–¿Prometido? –replicó él.
–Ya sabes lo que he querido decir, Talut –añadió Tulie, haciendo caso omiso de las obvias insinuaciones de la pareja–. Ni siquiera pudo dejar morir a Rydag. Es tan enfermizo que habría sido mejor para él.
La vista de Ayla se desvió hacia el niño. El comentario de Tulie le había afligido. Aquellas palabras no habían tenido intención de herir, pero Ayla comprendió que al niño no le gustaba que hablaran como si él no estuviera presente. Y tampoco podía hacer nada por evitarlo. No podía expresar a Tulie sus sentimientos; ella, sin mala intención, suponía que, por el hecho de que el niño no pudiera hablar, tampoco podía entender.
Ayla quería preguntar también por la historia de aquella criatura, pero le pareció un atrevimiento. Jondalar lo hizo en su lugar, aunque también era para satisfacer su propia curiosidad.
–Nezzie, ¿por qué no nos hablas de Rydag? Creo que a Ayla le interesaría de un modo especial, y también a mí.
Nezzie se inclinó para tomar al niño del regazo de Latie y sentarle en el suyo, mientras ordenaba sus pensamientos.
–Habíamos salido a cazar megaceros, ese venado gigantesco de grandes astas –comenzó–, y planeábamos construir un cercado para encerrarlos, pues ésa es la mejor forma de cazarlos. Cuando descubrí que aquella mujer estaba escondida cerca de nuestro campamento de caza, me pareció extraño. Pocas veces se ve a las mujeres de los cabezas chatas, y nunca solas.
Ayla escuchaba atentamente.
–Tampoco huyó al ver que la miraba, aunque sí cuando traté de acercarme. Entonces vi que estaba embarazada. Como se me ocurrió que podía estar hambrienta, dejé algunos alimentos cerca de su escondrijo. Por la mañana habían desaparecido; en vista de ello, dejé algunos más antes de que levantáramos el campamento.
»Al día siguiente me pareció verla varias veces, pero no estaba segura. Por fin, aquella noche, mientras estaba amamantando a Rugie junto al fuego, la vi de nuevo. Me levanté para tratar de acercarme. Ella volvió a huir, pero se movía como si sufriera y comprendí que se hallaba con los dolores de parto. No supe qué hacer. Quería ayudarla, pero ella seguía corriendo y comenzaba a oscurecer. Se lo dije a Talut, y él reunió a algunas personas para buscarla.
–Eso también fue extraño –dijo Talut, interviniendo en el relato de Nezzie–. Yo creía que iba a ser preciso rodearla, pero cuando le grité que se detuviera, se limitó a sentarse en el suelo, esperando. No parecía tenerme demasiado miedo; cuando le hice señas para que se acercara, se puso en pie y me siguió, como si supiera lo que debía hacer y comprendiera que yo no iba a hacerle daño.
–No sé siquiera cómo podía caminar, sufría tanto... –continuó Nezzie–. Comprendió enseguida que yo deseaba ayudarla, pero no sé si pude prestarle mucha ayuda. Ni siquiera era seguro que viviera lo suficiente para dar a luz. Pero no dio un solo grito. Por fin, cerca del amanecer, nació su hijo. Me sorprendió ver que era de espíritus mezclados. Aun siendo tan pequeño, se veía que era diferente.
»La mujer estaba tan débil que, para infundirle deseos de vivir, le enseñé a su hijo para que viera que estaba vivo. Parecía ansiosa por verlo, pero creo que estaba casi muerta; quizá perdió mucha sangre. Era como si se diera por vencida. Murió antes de que saliera el sol.
»Todo el mundo me dijo que dejara al niño para que muriese con su madre, pero yo estaba amamantando a Rugie y tenía mucha leche. No me costaba gran cosa darle el pecho también a él –le abrazó protectoramente–. Sé que es débil. Tal vez debí dejarle, pero no amaría más a Rydag si fuera mío. Y no lamento habérmelo quedado.
Rydag miró a Nezzie con sus grandes ojos pardos, relucientes; luego le rodeó el cuello con los bracitos flacos, apoyando la cabeza en su pecho. Nezzie le abrazó y le meció.
–Algunos dicen que es un animal porque no puede hablar, pero yo sé que lo entiende todo. Y no es tampoco una «abominación» –agregó, mirando a Frebec con enfado–. Sólo la Madre sabe por qué los espíritus que le hicieron fueron mezclados.
Ayla luchaba por contener las lágrimas. No sabía cómo reaccionaría el grupo ante las lágrimas; sus ojos acuosos siempre habían molestado a la gente del Clan. Al contemplar a la mujer con el niño la abrumaron los recuerdos. Se moría por abrazar a su hijo y lloraba otra vez por Iza, que le había servido de madre, aunque ella era tan diferente del Clan como Rydag del Campamento del León. Sobre todo, habría querido explicar a Nezzie lo conmovida y agradecida que estaba, en nombre de Rydag... y en el suyo propio. Inexplicablemente, sintió que hacer algo por Nezzie sería un modo de pagar su deuda con Iza.
–Nezzie sabe –dijo con suavidad–. Él no es animal, no cabeza chata. Es hijo del Clan e hijo de Otros.
–Ya sé que no es un animal, Ayla –dijo Nezzie–, pero ¿qué es el Clan?
–Gente, como madre de Rydag. Vosotros decir cabezas chatas, ellos dicen Clan –explicó Ayla.
–¿Cómo que ellos dicen Clan? –intervino Tulie–. ¡Si no saben hablar!
–No dicen muchas palabras. Pero hablan. Hablan con manos.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Frebec–. ¿De dónde sacaste tanta sabiduría?
Jondalar aspiró hondo y contuvo el aliento, esperando la respuesta.
–Yo vivía con Clan antes. Yo hablaba como Clan. No con palabras. Hasta que Jondalar vino. El Clan es mi Pueblo.
Hubo un silencio estupefacto al quedar en claro el sentido de sus palabras.
–¡O sea que has vivido con los cabezas chatas! ¡Has vivido con esos animales inmundos! –exclamó Frebec, disgustado, levantándose de un salto para retroceder–. No me extraña que no sepa hablar como corresponde. Si vivió con ellos es tan mala gente como esa gente. ¡Animales, nada más, todos ellos! Incluida esa perversión mezclada que vive contigo, Nezzie.
El Campamento se alborotó. Incluso en el supuesto de que alguien hubiera estado de acuerdo con él, Frebec había llegado demasiado lejos. Acababa de faltar a la cortesía debida a los visitantes y hasta había insultado a la compañera del jefe. Bien es cierto que para él había sido siempre una vergüenza pertenecer al Campamento que había aceptado la «abominación de espíritus mezclados»; además, todavía le escocían las pullas que lanzó la madre de Fralie en la última pelea. Necesitaba descargar en alguien su irritación.
Talut rugió en defensa de Nezzie y de Ayla. Tulie, por su parte, se apresuró a defender el honor del Campamento. Crozie, sonriendo con malicia, arengaba a su yerno y regañaba a Fralie, mientras los otros expresaban sus opiniones en voz alta. Ayla paseó la mirada por todos ellos; habría querido taparse los oídos con las manos para no oír tanto alboroto.