Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
–Trabajo el pedernal. Wymez me ha enseñado desde que era niño –dijo el joven, con orgullo–. Es el mejor, pero quiso que yo aprendiera algunas otras técnicas y el modo de apreciar la piedra en bruto.
Al deslizarse la conversación por cauces más familiares, Danug dejó aflorar su natural entusiasmo.
Los ojos de Jondalar se encendieron con sincero interés.
–Yo también trabajo el pedernal, y aprendí el oficio con un hombre que es el mejor. Cuando tenía tu edad vivía con él, cerca de una mina de pedernal que él había encontrado. Me gustaría que algún día me presentaras a tu maestro.
–Entonces permíteme que lo haga yo, pues soy el hijo de su hogar... y el primero, aunque no el único, en utilizar sus herramientas.
Jondalar se volvió al oír la voz de Ranec, y notó que todo el Campamento se había agrupado en derredor. Junto al hombre de piel morena estaba el anciano al que había saludado con tanta efusión. Era de la misma altura, pero Jondalar no apreció otro parecido. El más anciano tenía el pelo lacio y castaño claro, con vetas grises, y sus ojos eran de un azul común. Tampoco había similitudes entre sus facciones y las de Ranec, tan exóticas. La Madre debía de haber elegido al espíritu de otro hombre para el hijo de su hogar. Pero ¿por qué habría elegido a uno de un color tan poco corriente?
–Wymez, del Hogar del Zorro en el Campamento del León, Maestro de Pedernal de los Mamutoi –dijo Ranec, con exagerado empaque–, te presento a nuestros visitantes: Jondalar de los Zelandonii, otro de tus colegas, al parecer –Jondalar percibió el deje de... No estaba seguro. ¿Era humor o sarcasmo? Algo así–. Y su hermosa compañera, Ayla, mujer sin Pueblo, pero de gran encanto... y misterio.
Su sonrisa atrajo los ojos de Ayla, intrigada por el contraste entre los dientes blancos y la piel oscura; los ojos negros centellearon con expresión inteligente.
–Os saludo –dijo Wymez, tan simple y directo como Ranec había sido rebuscado–. ¿Trabajas la piedra?
–Sí, tallo el pedernal –replicó Jondalar.
–He traído algunas piedras excelentes, recién extraídas. Todavía no están secas.
–Tengo en mi hatillo una maza y un buen cincel –dijo el Zelandonii inmediatamente interesado–. ¿Tú usas cincel? –Ranec dirigió a Ayla una mirada dolorida, en tanto la conversación se desviaba rápidamente hacia el oficio compartido.
–Podría haberte dicho que iba a ocurrir esto –dijo–. ¿Sabes qué es lo peor de vivir en el hogar de un fabricante de herramientas? No es encontrarse siempre trozos de piedra en las pieles, sino tener siempre la piedra en las conversaciones. Y cuando Danug demostró interés... Desde entonces no he oído hablar sino de piedra y más piedra.
La cálida sonrisa de Ranec desmentía su queja; por lo visto, todos conocían sus protestas, pues nadie le prestó atención, salvo Danug.
–No sabía que eso te molestase tanto –dijo el joven.
–No le molesta –aclaró Wymez–. ¿No te das cuenta de que Ranec está tratando de impresionar a una mujer bonita?
–En realidad, te estoy agradecido, Danug. Creo que, hasta que tú apareciste, él tenía la esperanza de convertirme en tallista de pedernal –manifestó Ranec, para tranquilizar a Danug.
–No, desde que comprendí que sólo te interesabas por mis herramientas para tallar el marfil con ellas. Y eso fue poco después de que llegáramos aquí –Wymez sonrió y agregó–: Y si es molesto encontrarse trozos de pedernal en la cama, deberías probar el polvo de marfil en la comida.
Los hombres, tan distintos, se sonreían mutuamente. Ayla se sintió aliviada al comprobar que estaban bromeando amistosamente. También había notado que, a pesar de las diferencias de color y facciones, se parecían en la sonrisa y en la forma de mover el cuerpo.
De pronto se oyeron gritos en el interior de la casa larga.
–¡No te entrometas, vieja! Esto es entre Fralie y yo.
Era una voz de hombre, el hombre del sexto hogar, el penúltimo. Ayla recordó que se lo habían presentado.
–¡No sé por qué te escogió a ti, Frebec! ¡Nunca debí permitirlo! –chilló la mujer.
Súbitamente apareció una anciana en la arcada; arrastraba consigo a una joven llorosa. Las seguían dos niños aturdidos: uno, de siete años; el otro, de dos, con el trasero desnudo y el pulgar en la boca.
–Todo es culpa tuya. Ella te presta demasiada atención. ¿Por qué no dejas de entrometerte?
Todo el mundo les volvió la espalda. Habían oído lo mismo demasiadas veces. Pero Ayla lo observaba todo, asombrada. Ninguna mujer del Clan se habría atrevido a discutir así con un hombre.
–Frebec y Crozie han empezado otra vez; no te preocupes –dijo Tronie.
Era la mujer del quinto hogar, el del Reno, según recordó Ayla. Estaba situado después del Hogar del Mamut, en donde ella y Jondalar se alojaban. La mujer sujetaba a un bebé contra el pecho.
Ayla había sido presentada poco antes a la joven madre vecina y se sentía atraída por ella. Tornec, su compañero, levantó al pequeño de tres años, que se apretaba contra la mujer, sin aceptar todavía al bebé que le había reemplazado junto al pecho de su madre. Eran una pareja cordial y enamorada; Ayla se alegró de estar hospedada junto a ellos y no junto a los que reñían. Manuv, que vivía con ellos, se había acercado a hablarle mientras comían, contándole que había sido el hombre del Hogar cuando Tornec era joven; era hijo de una prima de Mamut. Dijo que pasaba mucho tiempo en el cuarto hogar, y eso alegró a Ayla, quien se entendía bien con los mayores.
No se sentía cómoda, en cambio, con el hogar del otro lado, el tercero. Allí vivía Ranec, quien lo llamaba Hogar del Zorro. El hombre moreno no le caía mal, pero Jondalar actuaba de modo extraño cuando le tenía cerca. Sin embargo, era un hogar pequeño, con sólo dos hombres. Como ocupaba poco espacio en la casa larga, ella se sentía más cerca de Nezzie y Talut, los del segundo hogar, y de Rydag. También le gustaban los otros niños del Hogar del León, el de Talut: Latie y Rugie, la hija menor de Nezzie, próxima en edad a Rydag. Ahora que conocía a Danug, también él le gustaba.
Talut se aproximó con la mujer corpulenta. Barzec y los niños les acompañaban, por lo que Ayla supuso que formaban pareja.
–Ayla, quiero presentarte a mi hermana, Tulie, del Hogar del Uro, la Mujer Que Manda del Campamento del León.
–Te saludo –dijo la mujer, alargando ambas manos a la manera formal–. En el nombre de Mut, te doy la bienvenida.
Como hermana del jefe, era su igual y tenía conciencia de sus responsabilidades.
–Te saludo, Tulie –replicó Ayla, tratando de no mirarla con fijeza.
Cuando Jondalar pudo ponerse en pie por primera vez, se había llevado una gran sorpresa al descubrir que la superaba en altura. Pero aún más asombroso resultaba ver una mujer más alta. Ayla siempre había sobrepasado a todos los del Clan. Pero la jefa era más que alta: era musculosa y de aspecto fuerte. El único que la superaba en tamaño era su hermano. Ella tenía el porte que sólo la estatura y la corpulencia pueden dar, y la innegable seguridad de una mujer madre y jefa, completamente confiada y dueña de su propia vida.
Tulie notó, extrañada, el acento de su visitante, pero había otro problema que le interesaba más. Con la franqueza típica de los suyos, no vaciló en sacarlo a relucir.
–Cuando invité a Branag a volver con nosotros, no sabía que el Hogar de Mamut estaría ocupado. Él y Deegie se unirán este verano. El joven sólo pasará aquí unos pocos días; sé que ella deseaba tenerle para sí durante ese tiempo, lejos de sus hermanos. Puesto que tú eres una huésped, Deegie no te lo preguntará, pero le gustaría hospedarse en el Hogar de Mamut con Branag, si tú no te opones.
–Es grande Hogar. Muchas camas. No opongo –dijo Ayla. Le hacía sentirse incómoda que le consultaran. Aquélla no era su casa.
Mientras conversaban, una joven salió de la vivienda, seguida por un hombre. Ayla miró dos veces. La muchacha tenía aproximadamente su misma edad, pero era corpulenta y un poco más alta. Su cabellera, de color castaño intenso, y su rostro amistoso la hacían bonita; por lo visto, su joven acompañante la encontraba muy atractiva. De cualquier modo, Ayla no prestó mucha atención a su aspecto físico: tenía la vista clavada en la vestimenta de la joven.
Llevaba pantalones-polainas y una túnica de cuero, cuyo color era muy similar al de su pelo: una túnica larga, profusamente decorada, de tonalidad ocre rojizo oscuro, abierta por delante y cerrada con un cinturón. El rojo era sagrado para el Clan; entre las pertenencias de Ayla, sólo el saquito de Iza había sido teñido de ese color. Contenía las raíces utilizadas para hacer la bebida que se tomaba en las ceremonias especiales. Ella aún lo llevaba consigo, cuidadosamente guardado en su bolsa de medicinas, junto con varias hierbas secas con propiedades curativas. ¿Una túnica entera hecha de cuero rojo? Resultaba difícil de creer.
–¡Es tan bella! –dijo Ayla, antes de que las presentasen formalmente.
–¿Te gusta? Es para mis Nupcias, cuando nos unamos. Me la dio la madre de Branag; tenía que ponérmela para enseñársela a todos.
–¡Yo nunca ver cosa así! –exclamó Ayla, abriendo mucho los ojos.
La joven quedó encantada.
–Tú eres la que llaman Ayla, ¿verdad? Yo soy Deegie y él se llama Branag. Dentro de pocos días tiene que marcharse –agregó, entristecida–, pero después del verano próximo estaremos juntos. Vamos a vivir con mi hermano, Tarneg. Ahora él vive con su mujer y la familia de ella, pero quiere instalar un Campamento nuevo y ha insistido en que yo tome un compañero, para contar con una jefa.
Ayla vio que Tulie sonreía y hacía gestos de asentimiento a su hija. Entonces recordó la petición.
–Hogar tiene mucho sitio, muchas camas vacías, Deegie. ¿Estarás Hogar del Mamut con Branag? Él visitante también..., si Mamut no niega. Es hogar de Mamut.
–Su primera mujer era la madre de mi abuela. He dormido muchas veces en su Hogar. A Mamut no le molestará, ¿verdad? –agregó la joven al verle.
–Tú y Branag podéis quedaros, por supuesto, Deegie –dijo el anciano–. Pero recuerda que tal vez no puedas dormir mucho.
Deegie sonrió, ilusionada, en tanto Mamut proseguía:
–Como tenemos visitas, Danug ha vuelto después de un año de ausencia, se acercan tus Nupcias y Wymez ha logrado éxito en su misión de traficante, creo que hay motivos para que esta noche nos reunamos en el Hogar del Mamut y contemos historias.
Todo el mundo sonrió. Esperaban el anuncio, pero eso no había disminuido las expectativas. Sabían que toda reunión en el Hogar del Mamut significaba el relato de las experiencias vividas, cuentos y leyendas, tal vez otros entretenimientos; esperaban con júbilo la velada, pues estaban ansiosos de tener noticias de otros Campamentos y escuchar otra vez las historias ya conocidas. Además, les interesaba ver cómo reaccionaban los forasteros ante la vida y las aventuras de los miembros del Campamento, y también escuchar lo que ellos tuvieran para relatar.
Jondalar también sabía en qué consistían aquellas reuniones. Eso le preocupó. ¿Contaría Ayla ciertos detalles de su propia historia? Y después, ¿sería igualmente bien recibida en el Campamento del León? Pensó llevarla aparte para ponerla sobre aviso, pero sabía que con eso no lograría sino enfadarla y llenarla de inquietud. En muchos aspectos, era como los Mamutoi: directa y franca al expresar sus sentimientos. De cualquier modo, prevenirla no serviría de nada; ella no sabía mentir. Cuando más, podía negarse a hablar.
Ayla dedicó parte de la tarde a frotar a Whinney con un trozo de cuero blando y unas cardas secas. Eso la relajó a ella tanto como al animal.
Jondalar trabajaba distendido a su lado, provisto igualmente de unas cardas para rascar los puntos de mayor comezón de Corredor, en tanto le peinaba el apelmazado pelaje invernal; sin embargo, el potrillo prefería correr a quedarse quieto. El pelo interior, suave y abrigado, se había espesado mucho; eso recordó al hombre que muy pronto llegaría el frío, lo que le llevó a preguntarse dónde pasarían el invierno. Aún no estaba seguro de lo que pensaba Ayla con respecto a los Mamutoi, pero, al menos, los caballos y los miembros del Campamento comenzaban a aceptarse mutuamente.
Ayla también notaba que las tensiones se suavizaban, pero la preocupaba pensar en dónde pasarían la noche los caballos mientras ella estuviera dentro de la vivienda. Estaban acostumbrados a compartir una cueva con ella. Jondalar le aseguraba que no les pasaría nada, pues los caballos estaban habituados a la intemperie. Por fin, decidió atar a Corredor cerca de la entrada, sabiendo que Whinney no se alejaría mucho sin su potrillo y que la despertaría si se presentaba algún peligro.
El viento se tornó frío con la puesta del sol. Cuando Ayla y Jondalar entraron en la vivienda, había en el aire un atisbo de nieve. Pero el Hogar del Mamut, instalado en el centro del refugio semisubterráneo, era cómodo y abrigado. La gente se estaba reuniendo.
Muchos se habían detenido a picar las sobras frías de la comida, que habían sido llevadas adentro: chufas blancas y feculentas, zanahorias silvestres, moras y tajadas de mamut asado. Cogían las verduras y la fruta con los dedos o bien utilizaban palillos a manera de pinzas, pero Ayla notó que cada uno, exceptuando a los niños más pequeños, contaba con un cuchillo para la carne. Le extrañó que se pudiera coger entre los dientes una gran tajada y cortar un trocito con un golpe de cuchillo hacia arriba... sin perder la nariz.