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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (2 page)

–¡Vaya espectáculo! Nunca creí que una yegua dejara acercarse a nadie en ese momento –dijo uno de los hombres.

La demostración tuvo el efecto que Jondalar esperaba. Entonces le pareció el momento adecuado de sacar a relucir los temores de Ayla.

–Creo que ella querría visitar tu Campamento, Talut, pero teme que vosotros deis caza a sus caballos y, como no tienen miedo a la gente, sería muy fácil matarlos.

–Parece haber adivinado lo que yo estaba pensando, pero ¿quién no lo haría?

Talut observó a Ayla, que reaparecía a la vista como un extraño animal, mitad humano y mitad caballo. Era una suerte no haberlos visto de improviso; se habría sentido... enervado. Por un momento se preguntó cuál sería su aspecto a lomos de su caballo, cuando ya de por sí resultaba imponente. De inmediato, al imaginarse a horcajadas de un caballo de la estepa, fuerte pero bajo, soltó una estrepitosa carcajada.

–¡Sería más fácil que yo llevara a esa yegua que conseguir que ella me llevara a mí! –observó.

Jondalar rió entre dientes. No era difícil seguir el pensamiento de Talut. Algunos sonrieron o rieron por lo bajo, y el forastero comprendió que todos habían estado pensando en montar. Lo cual no era sorprendente. También se le ocurrió a él, cuando vio por primera vez a Ayla a lomos de Whinney.

Ayla observó la expresión de sobresaltada sorpresa en los rostros del grupo. De no haber sido porque Jondalar la estaba esperando, habría seguido galopando hasta llegar a su valle. Había conocido demasiada reprobación en su niñez por actos considerados inaceptables; y demasiada libertad más adelante, mientras vivía sola, como para someterse a las críticas por seguir sus propias inclinaciones. Estaba dispuesta a decir a Jondalar que, si deseaba visitar a aquella gente, lo hiciera, porque ella regresaba al valle.

Pero al volver vio que Talut aún reía por lo bajo, imaginándose montado en la yegua. Entonces lo pensó mejor. La risa se había convertido en algo precioso para ella. En los tiempos vividos con el Clan no se le había permitido reír, pues eso ponía a la gente nerviosa e incómoda. Sólo con Durc, en secreto, había podido reír con ganas. Fueron Bebé y Whinney los que le enseñaron a disfrutar de la sensación de la risa. Pero Jondalar había sido la primera persona que la compartió abiertamente con ella.

Contempló a su compañero, que reía tranquilamente con Talut. Él levantó la vista con una sonrisa, y la magia de sus ojos vívidos, increíblemente azules, tocaron dentro de ella un punto muy hondo, que resonó con un fulgor cálido y cosquilleante; Ayla sintió un gran impulso de amor hacia Jondalar. No podía volver al valle sin él. La mera idea de vivir sin Jondalar le presionaba la garganta, ahogándola, lastimándola con el dolor ardiente de las lágrimas contenidas.

Mientras cabalgaba hacia ellos notó que, si bien Jondalar no era tan corpulento como el pelirrojo, tenía casi la misma altura que los otros tres hombres y una complexión más atlética. De pronto notó que uno de los otros era todavía un adolescente. Y quien les acompañaba, ¿era una niña? Se sorprendió a sí misma observando subrepticiamente al grupo, tratando de no clavar la vista en él.

Los movimientos de su cuerpo indicaron a Whinney que debía detenerse; pasó la pierna por encima del lomo y se deslizó al suelo. Ambos caballos parecieron ponerse nerviosos ante la proximidad de Talut; entonces ella acarició a Whinney y rodeó con el brazo el cuello de Corredor. Necesitaba la presencia familiar y tranquilizadora de los animales tanto como ellos la suya.

–Ayla sin Pueblo... –dijo el jefe. No estaba seguro de que fuera un modo correcto de llamarla; sin embargo, dado el extraño talento de aquella mujer, bien podía serlo–. Jondalar dice que temes el daño que puedan sufrir tus caballos si nos visitas. Digo aquí que, en tanto Talut sea el jefe del Campamento del León, ni la yegua ni su cría sufrirán daño alguno. Me gustaría que vinieras y trajeses a los animales –su sonrisa se ensanchó en una carcajada–. ¡De lo contrario, nadie nos creería!

Ayla se sentía ya más tranquila al respecto, y sabía que Jondalar deseaba hacer esa visita. No tenía verdaderos motivos para negarse y le atraía la risa fácil y amistosa del corpulento pelirrojo.

–Sí, yo voy –dijo.

Talut asintió, sonriendo. Le intrigaban aquella mujer, su acento y su asombrosa manera de entenderse con los caballos. ¿Quién era Ayla, la mujer sin Pueblo?

Ayla y Jondalar, acampados junto al impetuoso río, habían decidido aquella mañana, antes de encontrarse con el grupo del Campamento del León, que ya era tiempo de retornar. El curso de agua era demasiado grande para cruzarlo sin dificultad; tampoco valía la pena, si pensaban dar la vuelta y desandar el camino. La estepa, al este del valle en donde Ayla había vivido sola durante tres años, era más accesible, pero la joven no se había molestado en recorrer con frecuencia el dificultoso sendero que salía del valle, hacia el oeste; por lo tanto, conocía muy poco aquella zona. Aunque en un principio partieron con rumbo hacia el oeste, no se habían fijado meta alguna y acabaron viajando hacia el norte; después, hacia el este, mucho más allá del territorio que Ayla había recorrido en sus cacerías.

Jondalar la convenció para que efectuara la exploración con él, a fin de acostumbrarla a viajar. Quería llevarla consigo, pero su patria estaba lejos, hacia el oeste. Ella se había mostrado reacia; la asustaba abandonar su valle seguro para vivir con gente desconocida, en un lugar extraño. Aunque él estaba deseoso de regresar, después de haber estado viajando durante tantos años, se había resignado a pasar el invierno con ella, en el valle. El viaje de retorno sería largo; bien podía durar un año entero, y era preferible, de todos modos, partir a finales de primavera. Estaba seguro de que, para entonces, la habría convencido de que le acompañara. Ni siquiera deseaba pensar en cualquier otra alternativa.

Ayla le había encontrado malherido, casi muerto, al iniciarse la estación calurosa que ahora esta declinando; Ayla comprendió enseguida la tragedia que él había sufrido. Se enamoraron mientras ella le devolvía la salud, aunque tardaron mucho en superar las barreras de sus culturas, tan distintas. Todavía se hallaban cada uno de ellos en la fase de aprender las costumbres y los usos del otro.

Ayla y Jondalar terminaron de levantar el campamento y, para sorpresa e interés de los que esperaban, cargaron sus provisiones y equipos en la yegua, en vez de llevarlos a la espalda en sacos o armazones. A veces montaban los dos en la fuerte yegua, pero Ayla pensó que Whinney y su potrillo se pondrían menos nerviosos si la tenían a la vista. Los dos caminaron tras el grupo; Jondalar llevaba a Corredor con una larga soga, atada a un freno que él mismo había inventado. Whinney seguía a Ayla sin necesidad de guía alguna.

Siguieron durante varios kilómetros el curso del río, cruzando un ancho valle que descendía desde los prados circundantes. La hierba enhiesta les llegaba hasta el pecho, con la semillas maduras cabeceando al viento, henchido en olas doradas que seguían el frío ritmo de las ráfagas caprichosas, provenientes de los grandes glaciares del norte. Unos cuantos pinos y abedules, torcidos y nudosos, se acurrucaban en las estepas abiertas a lo largo de los ríos, buscando con las raíces la humedad cedida a los vientos agostadores. Cerca del río, los juncos aún estaban verdes, aunque el viento helado repiqueteaba entre las ramas caducas, desprovistas de follaje.

Latie se retrasaba para echar, de vez en cuando, un vistazo a los caballos y a la mujer; por fin divisaron a varias personas más allá de un meandro. Entonces la niña echó a correr, pues quería ser la primera en anunciar a los visitantes. Ante sus gritos, la gente se volvió y quedó boquiabierta.

Otras personas estaban saliendo de algo que, a los ojos de Ayla, semejaba un gran agujero en la ribera, una especie de cueva, pero distinta de cuantas había visto hasta entonces. Parecía haber brotado en la cuesta que descendía hacia el río, pero no tenía la forma desigual de la roca o las barracas de tierra. Sobre el techo crecía la hierba, pero la abertura era demasiado regular y tenía un aspecto extraño, antinatural. Se trataba de un arco perfectamente simétrico.

De pronto, en un profundo plano emocional, se dio cuenta de algo. ¡No era una cueva y aquella gente no era del Clan! No eran como Iza, la única madre que ella podía recordar, ni como Creb o Brun, bajos y musculosos, de ojos grandes, sombreados por tupidas cejas, con la frente inclinada hacia atrás y una mandíbula prominente sin barbilla. Aquellas personas eran como ella, como la que le diera el ser. Su madre, su verdadera madre, debía de haberse parecido a aquellas mujeres. ¡Eran los Otros! ¡Ése era su lugar! Aquella apreciación le provocó un arrebato de entusiasmo y un cosquilleo de miedo.

Un aturdido silencio saludó a los forasteros y a sus extrañísimos caballos cuando llegaron a la residencia invernal permanente del Campamento del León. De pronto, todos parecieron hablar al mismo tiempo.

–¡Talut! ¿Qué nos has traído ahora?

–¿De dónde sacasteis esos caballos?

–¿Qué les habéis hecho?

Alguien se dirigió a Ayla:

–¿Cómo haces para que no se vayan?

–¿De qué Campamento son, Talut?

Aquella gente ruidosa y gregaria se adelantó en grupo, ansiosa de ver y tocar tanto a los forasteros como a los animales. Ayla quedó abrumada y confusa. No estaba habituada a tanta gente, así como tampoco estaba habituada a oír hablar, sobre todo a que todos hablaran al mismo tiempo. Whinney se iba apartando de costado, moviendo las orejas y con el cuello arqueado, tratando de proteger a su aterrado potrillo, intimidado por la gente que se apretujaba en torno.

Jondalar notó la confusión de Ayla y el nerviosismo de los caballos, pero no podía dárselo a entender a Talut y a los suyos. La yegua sudaba y agitaba la cola, moviéndose en círculos. De pronto, no pudo soportarlo más y se alzó de manos, relinchando de miedo; sus duros cascos, lanzados por el aire, echaron a la gente hacia atrás.

La inquietud de Whinney centró la atención de Ayla. La llamó por su nombre, con un sonido que era como un relincho consolador, haciendo los gestos de que se había servido para comunicarse antes de que Jondalar le enseñara a hablar.

–¡Talut! Nadie debe tocar a los caballos a menos que Ayla lo permita. Sólo ella sabe dominarlos. Son mansos, pero la yegua puede mostrarse peligrosa si se la provoca o si cree que su hijo corre algún riesgo. Podría lastimar a alguien –advirtió Jondalar.

–¡Atrás! Ya habéis oído –gritó Talut, con voz tonante, haciendo callar a todos. Cuando gente y caballos se tranquilizaron, continuó, con voz más normal–: La mujer se llama Ayla. La he prometido que los caballos no sufrirán daño alguno si venían a visitarnos. Lo prometí como jefe del Campamento del León. Éste es Jondalar de los Zelandonii, pariente, hermano del compañero de Tholie –por fin, con una sonrisa de satisfacción, agregó–: ¡Qué visitantes ha traído Talut!

Hubo gestos de asentimiento. Todos permanecieron en derredor, mirando con auténtica curiosidad, pero lo bastante lejos como para evitar los cascos de la yegua. Aunque los forasteros se hubieran marchado en ese momento, ya habían provocado el interés y los comentarios se prolongarían durante años. En las Reuniones de Verano se había hablado de dos hombres desconocidos que estaban en la región, viviendo con la gente del río, al sudoeste. Los Mamutoi comerciaban con los Sharamudoi y desde que Tholie, que era pariente suya, había elegido a un hombre del río, el Campamento del León se había interesado aún más. Pero nadie esperaba que uno de los forasteros llegara a su Campamento, y mucho menos con una mujer que tenía cierto dominio mágico sobre los caballos.

–¿Te sientes bien? –preguntó Jondalar a Ayla.

–Asustaron a Whinney y también a Corredor. ¿Suele la gente hablar siempre así, todos al mismo tiempo? ¿Hombres y mujeres a la vez? Es turbador. Y gritan tanto... ¿Cómo distingues lo que alguien está diciendo? Tal vez hubiera sido mejor haber vuelto al valle.

Estaba abrazada al cuello de su yegua, apoyada contra el animal, obteniendo consuelo al tiempo que lo brindaba. Jondalar comprendió que Ayla estuviera tan inquieta como los caballos. Aquella multitud ruidosa le había causado una fuerte impresión. Quizá no conviniera quedarse demasiado tiempo; quizá fuese mejor comenzar con dos o tres personas tan sólo, hasta que se acostumbrara a estar entre gente como ella. Pero se preguntó qué cabría hacer si no se habituaba jamás. Bueno, por el momento estaban allí. Ya se vería cómo se desarrollaban los acontecimientos.

–A veces las personas hablan alto y todas a un tiempo, pero, en general, habla una sola. Y creo que ahora pondrán más cuidado con los caballos, Ayla –dijo, mientras ella comenzaba a descargar los cestos sujetos a los flancos del animal por medio de un arnés que había hecho con tiras de cuero.

Mientras tanto, Jondalar llevó a Talut a un lado para decirle, en voz baja, que tanto Ayla como los caballos estaban un poco nerviosos y necesitaban tiempo para acostumbrarse a todos.

–Sería mejor que, por un rato, los dejaran solos.

Talut, comprensivo, caminó entre los miembros del Campamento, conversando con unos y otros. Todos se dispersaron para ocuparse de distintas tareas: preparar la comida, trabajar con cueros o herramientas; así podían observar con cierto disimulo. Ellos también estaban intranquilos. Los forasteros eran interesantes, pero una mujer capaz de magia tan poderosa podía hacer algo inesperado.

Sólo unos cuantos niños se quedaron a observar con ávido interés, mientras ellos descargaban los fardos. A Ayla no le molestaban. Llevaba años enteros sin ver un niño, desde que se separara del Clan, y sentía tanta curiosidad como ellos. Liberó a Corredor del arnés y de la brida; luego dio a los dos animales unas palmaditas a modo de caricias. Después de rascar con ganas al potrillo y abrazarlo afectuosamente, levantó la vista. Latie miraba con avidez al potro.

–¿Tú quieres tocar caballo? –preguntó Ayla hablando con dificultad el idioma de los Mamutoi.

–¿Podría?

–Ven. Dame mano. Yo muestro.

Cogió la mano de Latie y la sostuvo contra el apelmazado pelo de invierno del potro. Corredor giró la cabeza para olfatear a la niña y la tocó con el hocico. La sonrisa de gratitud de Latie era todo un regalo.

–¡Le gusto!

–Él gusta que rasquen también. Así –observó Ayla, indicando a la criatura los lugares donde mayor comezón sentía el potrillo.

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