Los chicos que cayeron en la trampa (38 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—Saborea bien la sensación porque va a ser la última vez, hijo de puta.

Cuando se levantó, su esperma le chorreaba por la pierna y se sentía sucia y despreciable.

Exactamente igual que cuando la traicionaban las personas en quienes confiaba.

Como los golpes de su padre cuando no se comportaba correctamente. Como los sorprendentes insultos y bofetones de su madrastra cuando hablaba con entusiasmo de alguien. Igual que los dedos ásperos de una madre desvaída y borracha que no sabía hacia dónde ni por qué pegar. Empleaba palabras como corrección, discreción y urbanidad, palabras de las que una niña aprendió su importancia antes que su significado.

Luego estaba lo que le habían hecho Kristian, Torsten y los demás. Las personas en las que más confiaba en este mundo.

Sí, sabía lo que era sentirse sucia y le gustaba. La vida la había hecho dependiente. Era la única forma de seguir adelante. Solo así podía actuar.

—Levántate —le ordenó. Luego abrió la puerta del balcón.

Era una noche serena y húmeda. Los gritos en lenguas ininteligibles que salían de los adosados vecinos se cernían sobre el paisaje de hormigón como un eco vibrante.

—Levántate.

Agitó la pistola y advirtió que una sonrisa se extendía por el rostro tumefacto del detective.

—¿No era de pega? —preguntó mientras avanzaba lentamente hacia ella subiéndose la cremallera del pantalón.

Kimmie se volvió hacia la figura de madera que estaba en el suelo y disparó. Era asombroso lo poco que sonó el tiro cuando la bala se le incrustó en la espalda.

Incluso para Aalbæk.

Retrocedió, pero ella volvió a hacerle señas para que se acercase al balcón.

—¿Qué pretendes? —preguntó una vez fuera con un tono grave muy distinto al anterior y las manos aferradas a la barandilla.

Kimmie miró hacia abajo. La oscuridad se abría a sus pies como un pozo sin fondo capaz de engullirlo todo. El detective, consciente de ello, se echó a temblar.

—Cuéntamelo todo —le ordenó ella; después retrocedió hasta quedar a cubierto entre las sombras de la pared.

Él hizo lo que le decía. Despacio, pero desde el principio. Las documentadas observaciones de un profesional. Llegados a ese punto, no había nada que ocultar. Al fin y al cabo no era más que un trabajo. Ahora había más cosas en juego.

Kimmie iba viendo a sus viejos amigos a medida que Aalbæk hablaba para salvar la vida. Ditlev, Torsten, Ulrik. Dicen que los hombres poderosos se aprovechan de la impotencia de la gente. Incluida la suya propia. La historia no se cansaba de demostrarlo.

Cuando al tipo que tenía delante no le quedó nada más que añadir, le dijo fríamente:

—Tienes dos posibilidades. Salta o disparo. Son cinco pisos, saltando tienes la oportunidad de sobrevivir. Por los arbustos, ya sabes. ¿No es por eso por lo que los plantan tan cerca de las casas?

Él negó moviendo la cabeza de un lado a otro. Si había algo imposible, era eso. Había tenido que pasar tanto… Esas cosas no ocurrían.

Se armó de valor y esbozó una sonrisa lastimosa.

—Ahí abajo no hay arbustos, solo césped y hormigón.

—¿Esperas que me apiade de ti? ¿Es que te apiadaste tú de Tine?

Él no dijo nada. Permaneció callado como un muerto con la frente surcada de arrugas y trató de convencerse de que no hablaba en serio. Acababan de hacer el amor. O algo parecido.

—Salta o te pego un tiro en el vientre. A eso no sobrevivirás, te lo aseguro.

Dio un paso hacia ella y observó con gesto de terror cómo bajaba la pistola y doblaba el dedo.

De no haber sido por el alcohol que le corría pesadamente por las venas, todo habría acabado con un disparo, pero, en un alarde de temeridad, se aferró a la barandilla y saltó por encima, y habría logrado descolgarse hasta el piso de abajo si Kimmie no le hubiese machacado las falanges con la culata hasta hacerlas crujir.

Solo se oyó un ruido sordo cuando aterrizó en el suelo. Ni siquiera un grito.

Luego Kimmie se volvió, regresó al salón y lanzó una ojeada hacia la maltrecha figura de madera que sonreía sobre la alfombra. Le devolvió la sonrisa, se agachó a recoger el casquillo y se lo guardó en el bolso.

Al cerrar la puerta a su espalda estaba satisfecha. Había pasado una hora limpiando a conciencia los vasos, la botella y un sinfín de cosas más. La figura de madera la había dejado colocada junto al radiador con una bonita tela alrededor.

Como un chef listo para recibir a los siguientes invitados del establecimiento.

30

Del salón salían chasquidos, estruendo y un jaleo de mil demonios, como si todos los elefantes del mundo hubiesen arremetido en estampida contra los más que gastados muebles de Ikea del subcomisario.

Vamos, que Jesper daba otra fiesta.

Carl se restregó las sienes y se preparó para soltarle una perorata.

Cuando al fin abrió la puerta en medio de un escándalo ensordecedor, se encontró con la luz de un televisor parpadeante y con Morten y Jesper, cada uno en una punta del sofá.

—¿Qué cojones está pasando aquí? —exclamó despistado por la omnipresencia del ruido y el vacío de la habitación.


Surround sound
—lo informó Morten con cierto orgullo tras bajar el volumen al máximo, con el mando a distancia.

Jesper señaló hacia la hilera de altavoces ocultos tras los sillones y la estantería con una mirada que quería decir: Flipante, ¿eh?

Adiós a la paz en el hogar de la familia Mørck.

Le pasaron una Tuborg templadorra e intentaron alisarle las arrugas del ceño explicándole que el equipo era un regalo de los padres de un amigo de Morten, que no conseguían hacerse con él.

Sabias personas.

Llegados a ese punto, cedió al impulso de pasar al contrataque.

—¡Tengo algo que comunicarte, Morten! Hardy me ha preguntado si te gustaría cuidar de él aquí, en casa. Cobrando, claro. Pondremos su cama ahí mismo, donde está ese altavoz de graves tan guay que habéis traído. Lo instalaremos detrás de la cama, así la bolsa de orina puede ir encima.

Bebió un sorbito, deseoso de comprobar los efectos de la noticia una vez digerida por sus lentos cerebros de los sábados.

—¿Cobrando? —repitió su inquilino.

—¿Y tiene que venir precisamente aquí? —protestó Jesper con una mueca de disgusto—. Bueno, a mí me la trae floja. Si no me dan un piso subvencionado en Gammel Amtsvej, cualquier día me voy a vivir con mamá a la cabaña.

Tendría que verlo con sus propios ojos para creérselo.

—¿Cuánto crees que puede ser? —continuó Morten.

Esta vez sí que se le puso la cabeza como un bombo.

Al cabo de dos horas y media despertó con los ojos clavados en un despertador que decía «SUNDAY 01:39:09» y la mente repleta de pendientes de plata y amatista y nombres como Kyle Basset, Kåre Bruno y Klavs Jeppesen.

En el cuarto de Jesper había resucitado el Nueva York del
gangsta rap
y Carl se sentía como si hubiese inhalado una sobredosis de alguna mutación del virus de la gripe. Las mucosas secas, las cuencas de los ojos que parecía que iban a romperse y una agotadora pesadez por el cuerpo y las extremidades.

Pasó largo rato echado luchando consigo mismo antes de decidirse a sacar las piernas de la cama y considerar la posibilidad de darse una ducha humeante que achicharrara a unos cuantos bichos infectos.

Descartada la idea, encendió la radio despertador y oyó la noticia de que había aparecido otra mujer apaleada y medio muerta en un contenedor de basura. Esta vez en Store Søndervoldstræde, pero en circunstancias idénticas al caso de Store Kannikestræde.

Curiosa la coincidencia, dos nombres compuestos que empiezan por «Store» y terminan en «stræde», se dijo mientras trataba de recordar si había más calles por el estilo en el distrito del Departamento A.

Por eso le pilló despierto la llamada de Lars Bjørn.

—No sería mala idea que te vistieras y vinieras a Rødovre a reunirte conmigo —le sugirió.

Carl estaba a punto de darle una respuesta demoledora, por ejemplo que Rødovre no era su zona, y hablarle de los contagios y las enfermedades infecciosas cuando Bjørn le cerró la boca con la noticia de que habían encontrado el cadáver del detective Finn Aalbæk en el césped cinco pisos por debajo de su balcón.

—La cabeza está intacta, pero el cuerpo le ha encogido por lo menos medio metro. Debe de haber aterrizado de pie. Tiene la columna vertebral incrustada en el cráneo —fue su pintoresca descripción de la escena.

Inopinadamente, funcionó contra la jaqueca. Al menos se le olvidó.

Carl encontró a Lars Bjørn delante de la fachada del edificio. El inmenso grafiti que asomaba tras él, «Kill your Mother and fuck your fucking dog!», no le daba precisamente un aire más alegre.

Todo en Bjørn decía que no pintaba nada al oeste de Valby Bakke, y que si estaba allí solo era para expiar su culpa.

—¿Qué haces aquí, Lars? —preguntó el subcomisario mirando hacia las ventanas iluminadas de unos edificios que había tras unos árboles casi desnudos a menos de cien metros de distancia. Era el instituto de Rødovre del que prácticamente acababa de salir. La fiesta de antiguos alumnos se estaba alargando.

Qué extraña sensación. Hacía apenas seis horas había estado allí hablando con Klavs Jeppesen y ahora, Aalbæk yacía muerto a sus pies al otro lado de la calle. ¿Qué coño estaba pasando?

Bjørn le lanzó una mirada sombría.

—Como recordarás, acaban de interponer una denuncia contra uno de los hombres de confianza de Jefatura aquí presentes por agredir brutalmente al finado, así que Marcus y yo hemos pensado que no estaría de más acercarnos por aquí a ver de qué iba todo esto. Tú no sabrás nada al respecto, ¿verdad, Carl?

Menudo tonito para una oscura y fría noche de septiembre.

—Si lo hubierais seguido, como os pedí, estaríamos un poco menos perdidos, ¿a que sí? —contestó entre dientes mientras trataba de descifrar dónde empezaba y dónde terminaba aquel bulto que se había incrustado en el césped a diez metros de distancia.

—Lo han encontrado esos descebrebrados —lo informó Bjørn señalando hacia la valla de una escuela infantil y después hacia una mezcolanza de chavales inmigrantes con pantalones de chándal de rayas y pálidas adolescentes danesas de vaqueros ultraajustados. Estaba claro que no todos lo encontraban igual de guay.

—Iban a entrar a la zona de columpios de la guardería, el colegio o lo que sea eso, coño, pero no han llegado tan lejos.

—¿Cuándo ha sido? —le preguntó Carl al forense, que ya estaba recogiendo sus cosas para marcharse.

—Bueno, ya ha empezado a refrescar, pero estaba al abrigo del edificio, así que yo diría que hará unas dos horas o dos y media —contestó con unos ojos cansados que anhelaban su edredón y el trasero calentito de su mujer.

El subcomisario se volvió hacia Bjørn.

—Yo estaba en el instituto de enfrente a eso de las siete, para que lo sepas. Hablando con un antiguo novio de Kimmie. Es totalmente casual, pero pon en el informe que te lo he dicho yo mismo.

Bjørn sacó las manos de los bolsillos de su chaqueta de cuero y se subió las solapas.

—Vaya, ¡no me digas!

Lo miró directamente a los ojos.

—¿Nunca has subido a su casa, Carl?

—No, te puedo asegurar que no.

—¿Estás seguro?

Con la mano en el corazón, pensó mientras sentía el recochineo de su jaqueca desde su escondrijo.

—Con la mano en el corazón —contestó al fin a falta de algo mejor—, esto ya es demasiado. ¿Habéis subido?

—Los chicos de la policía de Glostrup están arriba.

—¿Samir?

—Samir Ghazi, el que nos han mandado para sustituir a Bak. Es de la policía de Rørovre.

¿Samir Ghazi? En ese caso, Assad ya tenía un congénere con el que compartir su sopa de engrudo.

—¿Habéis tropezado con alguna carta de despedida? —preguntó Carl tras estrechar una manaza áspera que cualquier policía de Selandia con años de servicio a sus espaldas identificaría como la del comisario Antonsen. Unos segundos en su tenaza y nadie volvía a ser el mismo. Algún día se decidiría a decirle que podía ahorrarse las demostraciones de fuerza.

—¿Una carta de suicidio? No, no había nada. Y que me aspen si no había alguien echándole una mano.

—¿Qué quieres decir?

—Que aquí dentro no hay ni una puta huella. Nada en el picaporte del balcón, nada en la primera fila de vasos del armario de la cocina, nada al borde del sofá. En cambió sí que había unas huellas bien visibles en la barandilla, seguramente de Aalbæk. Y ¿por qué agarrarse a la barandilla si había decidido saltar?

—Arrepentimiento. No sería la primera vez.

Antonsen soltó una risita. Siempre lo hacía cuando encontraba a algún investigador fuera de su jurisdicción. Una modalidad de condescendencia bastante llevadera, si no había más remedio.

—Hay sangre en la barandilla. No mucha, un ligero roce. Y me da a mí que ahora, cuando bajemos a echarle un vistazo, le vamos a encontrar marcas de golpes en las manos. Uf, esto apesta.

Acababa de enviar a un par de peritos al cuarto de baño cuando, de pronto, delante de Carl y de Bjørn apareció un tipo apuesto y moreno.

—Uno de mis mejores hombres y vais vosotros y me lo levantáis. Miradnos a los ojos y decid que estáis avergonzados.

—Samir —se presentó el recién llegado tendiéndole una manaza enorme a Bjørn. Así que no se conocían.

—Que sepáis que si no tratáis bien a Samir tendréis que véroslas conmigo —dijo Antonsen dándole una palmadita en el hombro.

—Carl Mørck —lo saludó el subcomisario, que recibió un apretón de manos que no tenía nada que envidiar al que acababa de darle el comisario.

—Sí, es él —asintió Antonsen ante la mirada inquisitiva de Samir—. El tío que resolvió el caso de Merete Lyngaard y que, por lo que cuentan, le soltó un par de galletas a Aalbæk.

Se echó a reír. Al parecer, Finn Aalbæk tampoco había sido precisamente popular en la zona oeste.

—Estas astillas de la alfombra —apuntó uno de los peritos mientras señalaba hacia unos chirimbolillos diminutos que había delante de la puerta del balcón— no deben de llevar ahí demasiado tiempo. Están encima de toda la porquería.

Ataviado con su mono blanco, Carl se arrodilló a estudiarlos más de cerca. Una raza curiosa, esos de la científica. Pero competente, había que reconocérselo.

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