Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Pues vete a colgarte a otro lado, pensó el subcomisario mientras le daba una intensa calada al cigarrillo. Pero lo que dijo fue:
—Y supongo que ya habrás localizado la silla perfecta en algún catálogo.
Rose no se dignó contestar. Carl supuso que al día siguiente aparecería con la silla.
—No hay gran cosa acerca de Kirsten-Marie Lassen en los registros públicos. Desde luego, subsidios sociales no ha cobrado nunca. La expulsaron del internado en tercero y continuó sus estudios en Suiza, pero no tengo nada más al respecto. El último domicilio que se le conoce es el de Bjarne Thøgersen, Arnevangen, en Brønshøj. No sé en qué momento lo abandonó físicamente, pero debió de ser hace mucho, antes de que Thøgersen se entregara, creo. Entre mayo y julio de 1996. Antes de eso, de 1992 a 1995, la dirección que figura es la de su madrastra, que vive en la calle Kirkevej de Ordrup.
—Me darás el nombre completo y la dirección de esa señora, ¿verdad?
Antes de que llegara a acabar la frase ella ya le había endosado un papelito amarillo.
Kassandra, se llamaba. Kassandra Lassen. Había oído hablar de
El puente de Casandra
, pero no sabía que hubiese gente con ese nombrecito.
—¿Y el padre de Kimmie? ¿Aún vive?
—Sí. Willy K. Lassen, pionero del
software
. Vive en Montecarlo con su nueva mujer y un par de hijos seguramente igual de nuevos; lo tengo por mi mesa, en algún sitio. Nació alrededor de 1930, así que o bien andaba con la recámara bien provista de balas o la nueva mujer le ha salido algo guarrilla.
Le regaló una sonrisa que le cubría cuatro quintas partes de la cara y la acompañó de aquella carcajada gruñona que tarde o temprano llevaría a Carl a perder todo contacto con el dominio de sí mismo.
Dejó de reírse.
—No veo que Kirsten-Marie Lassen haya pasado la noche en ninguno de los albergues donde solemos preguntar, pero podría haber alquilado una habitación en algún sitio que no lo declare. Qué demonios, así es como sobrevive mi hermana, tiene cuatro inquilinos en su casa. No es tan fácil mantener a tres críos y cuatro gatos cuando el cabrón de tu marido te deja en la estacada, ¿no?
—Creo que no deberías darme muchos detalles, Rose. Al fin y al cabo, soy un guardián de la ley y el orden, por si se te había olvidado.
Lo fulminó con una mirada que decía a las claras que si quería ponerse fino, por ella no había ningún problema.
—Pero tengo información sobre un ingreso de Kirsten-Marie Lassen en Bispebjerg en el verano de 1996. No he conseguido su historial porque en ese hospital los archivos son un caos en cuanto buscas algo de hace más de dos días. Lo único que tengo es la fecha de ingreso y la de su desaparición.
—¿Desapareció del hospital? ¿Mientras estaba en tratamiento?
—Eso último no lo sé, pero hay una anotación que dice que se marchó en contra del consejo de los médicos.
—¿Cuánto tiempo estuvo ingresada?
—Nueve o diez días.
Rebuscó entre sus notas amarillas.
—Aquí está. Del 24 de julio al 2 de agosto de 1996.
—¿El 2 de agosto?
—Sí, ¿qué tiene de particular?
—Es el mismo día en que se cometió el crimen de Rørvig, pero nueve años después.
Rose hizo un gesto de contrariedad. Era más que evidente que le sabía a cuerno quemado que se le hubiera pasado por alto ese detalle.
—¿En qué planta estaba? ¿Psiquiatría?
—No, ginecología.
Carl tamborileó contra el borde de la mesa.
—Muy bien, intenta conseguir ese historial. Ve allí y ofréceles tu ayuda si es necesario.
Ella contestó con un rápido cabeceo de asentimiento.
—¿Y los archivos de los periódicos, Rose? ¿Has buscado ahí?
—Sí, y no hay nada. Las vistas de 1987 fueron a puerta cerrada y cuando detuvieron a Bjarne Thøgersen no mencionaron a Kimmie.
Carl cogió aire. Acababa de darse cuenta de que jamás se había hecho público el nombre de ninguno de los miembros de la banda. Habían salido de rositas y continuado su escalada hacia lo más alto de la sociedad sin que nadie tuviera ocasión de pestañear siquiera. Claro que querían que las cosas siguieran como estaban, no te fastidia.
Pero entonces, ¿por qué demonios habían intentado asustarlo de aquel modo tan absurdo más propio de aficionados? ¿Por qué no habían acudido a él directamente y se habían explicado si sabían que estaba al frente de la investigación? Así, lo único que encontrarían era suspicacia y resistencia.
—Desapareció en 1996 —dijo—. ¿No enviaron la orden de búsqueda con su descripción a los medios?
—Nadie la buscó, ni siquiera la policía. Desapareció y ya está. Su familia no hizo nada.
Carl movió la cabeza. Qué familia tan encantadora.
—O sea, que en los periódicos no hay nada sobre Kimmie. ¿Y recepciones y cosas por el estilo? ¿No iba a esos sitios? La gente de su clase suele hacerlo.
—Ni idea.
—Pues compruébalo, por favor. Pregunta en las revistas. Habla con los de
Gossip
, tienen a todo el mundo en los archivos. Habrá algún pie de foto o algo, carajo.
Rose lo miró con cara de estar a punto de dejarlo por imposible.
—Me va a llevar lo suyo dar con el historial. ¿Por dónde quieres que empiece?
—Por el hospital de Bispebjerg. Pero que no se te olvide lo de las revistas. La gente de su círculo es carnaza para esos buitres. ¿Tienes sus datos personales?
Le tendió un papel que no aportaba nada nuevo. Nacida en Uganda. Hija única. Una infancia con un nuevo domicilio cada dos años; en Inglaterra, Estados Unidos y Dinamarca. Tras su séptimo cumpleaños, sus padres se divorciaron y, por raro que parezca, fue él quien obtuvo la custodia. Cumplía años el día de Nochebuena.
—Se te ha olvidado preguntarme dos cosas, Carl, debería darte vergüenza.
Levantó la mirada hacia ella. Vista desde abajo parecía una versión achaparrada de Cruella de Vil justo antes de pescar a los 101 dálmatas. Quizá no fuera tan mala idea eso de poner una silla al otro lado de la mesa para variar un poco la perspectiva.
—¿Vergüenza por qué? —preguntó sin ninguna gana de oír la respuesta.
—No me has preguntado por las mesas, las del pasillo. Ya han llegado, pero están metidas en cajas de cartón y hay que montarlas. Quiero que Assad me ayude.
—Por mí estupendo, si es capaz. Pero, como puedes ver, no está. Ha ido al campo a cazar un ratón.
—Ah. ¿Y tú?
Carl movió la cabeza de un lado a otro muy lentamente. ¿Montar mesas con ella? Debía de faltarle un tornillo.
—¿Y qué es lo otro que no te he preguntado, si puede saberse?
No parecía demasiado dispuesta a responder.
—Muy bien, pues si no montamos las mesas no te fotocopio lo que queda de la mierda esa que me has mandado. El que algo quiere…
El subcomisario tragó saliva. Una semana y no tendría que aguantarla más. Primero la pondría a hacerle de canguro a esa panda de zampabacalaos que llegaba el viernes y luego una buena patada en el culo.
—Bueno, la otra cosa es que también he hablado con los de Hacienda y me han contado que Kirsten-Marie Lassen estuvo trabajando entre 1993 y 1996.
Carl interrumpió la calada que estaba dando al cigarrillo.
—¿En serio? ¿Dónde?
—Dos de los sitios ya no existen, pero el último, sí. Además, es donde se quedó más tiempo. Una tienda de animales.
—¿Qué? ¿Trabajaba de dependienta en una tienda de animales?
—No lo sé, eso pregúntaselo a los de la tienda. Siguen en la misma dirección, Ørbækgade 62, en el barrio de Amager. Se llama Nautilus Trading.
Carl lo anotó. Tendría que esperar un poco.
Rose se inclinó hacia él con las cejas levantadas.
—Sí, Carl, eso era todo. De nada.
Me gustaría saber quién ha parado mi investigación, Marcus.
El jefe de Homicidios lo miró por encima de las gafas. No tenía ninguna gana de responder a esa pregunta, evidentemente.
—Siguiendo con lo mismo, creo que deberías saber que he tenido una visita no deseada en casa. Mira.
Sacó la foto donde aparecía con uniforme de gala y señaló hacia las manchas de sangre.
—Normalmente la tengo en mi dormitorio. Anoche la sangre estaba de lo más fresca.
Su jefe se recostó en el sillón y le prestó toda su atención. Lo que estaba viendo no le gustaba nada.
—¿Y tú a qué lo atribuyes, Carl? —preguntó tras una pausa.
—¿A qué lo voy a atribuir? Alguien pretende asustarme.
—Todos los policías van haciéndose enemigos poco a poco. ¿Por qué lo relacionas con el caso que llevas ahora? ¿Y qué me dices de tus amigos y tu familia? ¿No tendrás un guasón suelto por ahí?
Carl esbozó una sonrisa irónica. Buen intento.
—Anoche me llamaron por teléfono tres veces. ¿Y a que no te lo imaginas? No dijeron nada.
—¡Vaya por Dios! ¿Y qué quieres que le haga yo?
—Quiero que me cuentes quién está frenando mi investigación, aunque a lo mejor prefieres que llame directamente a la directora de la policía.
—Va a venir esta tarde, luego veremos.
—¿Cuento con ello?
—Ya veremos.
Carl cerró la puerta del despacho de su jefe con un poco más de fuerza de lo normal y se topó de bruces con la mustia jeta mañanera de Bak. Se había quitado la chaqueta de cuero negro de la que nunca se despegaba y la llevaba colgada al hombro con indiferencia. Vivir para ver.
—¿Qué pasa, Bak? He oído que nos dejas. ¿Has heredado o qué?
Bak lo observó en silencio unos instantes como si se preguntara si la suma total de todos sus años de vida laboral en común arrojaba un saldo positivo o negativo. Después volvió la cabeza apenas un milímetro y dijo:
—Ya sabes, o eres un policía cojonudo o eres un padre de familia cojonudo.
El subcomisario consideró la posibilidad de ponerle una mano en el hombro, pero se conformó con tendérsela y estrechar la suya.
—¡Tu último día! Te deseo buena suerte con la familia. Aunque eres un pedazo de gilipollas, quiero que sepas que si decides volver después de la excedencia no sería el fin del mundo.
Aquel hombre cansado lo miró con aire de sorpresa. O quizá sería más indicado decir que lo miró abrumado. Las microscópicas efusiones sentimentales de Børge Bak eran incomprensibles.
—Nunca has sido un tío majo, Carl —dijo con aire contrariado—, pero no estás mal.
Qué conmovedora orgía de cumplidos.
Carl se volvió a saludar a Lis, que estaba al otro lado de un mostrador con tantos o más papeles de los que había en el suelo del sótano esperando un hueco en una de las mesas que Rose ya había montado.
—Carl —añadió Bak con la mano en el pomo de la puerta del despacho del jefe de Homicidios—. Si crees que Marcus te está frenando, te equivocas; es Lars Bjørn.
Y a continuación le advirtió con el índice levantado:
—Y yo no te he dicho nada.
Carl Mørck miró de reojo hacia el despacho del subinspector. Como siempre, las persianas de las ventanas que daban al pasillo estaban bajadas, pero la puerta permanecía abierta.
—Vuelve a las tres. Tengo entendido que hay reunión con la directora —fueron las últimas palabras de Bak.
Encontró a Rose Knudsen arrodillada en el suelo del pasillo del sótano. Cual oso polar adulto resbalando por el hielo, estaba despatarrada y con los codos apoyados en un cartón desplegado. A su alrededor se veían patas de mesa, piezas de metal, tornillos y herramientas variadas, y a diez centímetros de su nariz había un tropel de instrucciones de montaje.
Había encargado cuatro mesas regulables, de modo que eso era lo que Carl esperaba que saliera de todos sus esfuerzos, cuatro mesas regulables.
—¿No tenías que ir a Bispebjerg, Rose?
Sin moverse de donde estaba, Rose señaló hacia la puerta del despacho de su jefe.
—Tienes una copia encima de tu mesa —lo informó antes de volver a sumergirse en sus diagramas.
El hospital de Bispebjerg le había enviado por fax tres páginas que, efectivamente, estaban sobre la mesa del subcomisario. Selladas y fechadas, justo lo que necesitaba. Kirsten-Marie Lassen. Ingresada 24/7-2/8 1996. La mitad de los términos estaban en latín, pero su significado era más o menos comprensible.
—¡Ven un momento, Rose! —gritó.
Tras toda una retahíla de blasfemias y juramentos, ella fue.
—¿Sí? —preguntó con el rostro masacrado por el rímel y perlado de sudor.
—¡Han encontrado el historial!
Ella asintió.
—¿Lo has leído?
Volvió a asentir.
—Kimmie estaba embarazada y la ingresaron con una hemorragia tras una grave caída por unas escaleras —dijo Carl—. Recibió un buen tratamiento y se recuperó, pero aun así perdió el bebé. Presentaba indicios de nuevas lesiones, ¿también has leído eso?
—Sí.
—No pone nada del padre ni de ningún familiar.
—En Bispebjerg dicen que eso es todo lo que tienen.
—Muy bien.
Volvió a consultar el historial.
—O sea, que la ingresaron cuando estaba de cuatro meses, a los pocos días pensaron que el riesgo había pasado, pero al noveno día sufrió un aborto y cuando volvieron a explorarla le descubrieron nuevas señales de golpes en el vientre que ella explicó diciendo que se había caído de la cama en el hospital.
Buscó un cigarrillo a tientas.
—Cuesta bastante creérselo.
Rose retrocedió unos pasos con los ojos entornados al tiempo que agitaba frenéticamente una mano. Así que no le gustaba el humo. Genial. Ya tenía algo con que mantenerla a raya.
—No hubo denuncia —dijo ella—, nos habríamos enterado.
—No pone si le hicieron un legrado o algo así. Pero esto… , ¿qué pone aquí?
Señaló un par de líneas más abajo.
—Pone «placenta», ¿verdad?
—Los he llamado. Al parecer no expulsó toda la placenta durante el aborto.
—¿Qué tamaño puede tener una placenta en el cuarto mes?
Rose se encogió de hombros. Estaba claro que no formaba parte de su plan de estudios.
—¿Y no llegaron a hacerle un legrado?
—No.
—Por lo que tengo entendido, las consecuencias pueden ser fatales. Las infecciones en el útero no son ninguna broma. Además, estaba herida a consecuencia de los golpes. Muy malherida, supongo.
—Por eso se resistían a darle el alta. ¿Has visto esa nota?
Se trataba de una notita amarilla que estaba pegada al tablero de la mesa. ¿Cómo diantres quería que se fijara en algo tan pequeño? Al lado de eso, lo de la aguja en el pajar era de chiste.