Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
—Muy bien.
Carl lo observó en silencio unos instantes. Curiosa reacción. ¿Por qué mentiría? ¿Por qué no limitarse a decir: «Estoy trabajando. Vigilo a alguien»? Porque en eso consistía su trabajo, ambos lo sabían. No lo estaba acusando de nada, ni siquiera tenía que decirle para quién era el trabajo.
Pero él mismo se había delatado. No había duda, era evidente que le estaba siguiendo la pista.
Esperando el autobús, decía. Valiente idiota.
—Te mueves mucho con tu trabajo, ¿verdad? Así, por casualidad, ayer no subirías a dar un paseo por Allerød y me mancharías una foto, ¿no? ¿Qué me dices, Aalbæk? ¿Fuiste tú?
El detective se volvió con calma y lo miró. Era el tipo de hombre capaz de encajar patadas y puñetazos sin reaccionar. Carl conocía a un individuo que había nacido con los lóbulos frontales poco desarrollados y era incapaz de cabrearse. Si las emociones y el estrés también residían en algún punto particular del cerebro, en el caso de Aalbæk ese punto debía de estar completamente hueco.
Lo intentó de nuevo. No tenía nada que perder.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Vas a contármelo, Aalbæk? ¿No deberías estar en mi casa haciendo cruces gamadas en la cabecera de mi cama? Porque existe algún tipo de relación entre nuestros dos casos, ¿verdad, Aalbæk?
El detective no era precisamente el vivo retrato de la amabilidad.
—Sigues siendo un mierda y un amargado, ¿eh, Mørck? La verdad es que no tengo la menor idea de qué me hablas.
—Entonces, ¿qué haces aquí plantado mirando al quinto piso con la boca abierta? No será que esperas que Kimmie Lassen se pase por aquí a hacerle una visita a Tine Karlsen, ¿verdad? Porque eres tú el que va por la estación haciéndole preguntas a todo el mundo, ¿no?
Se acercó más a Aalbæk.
—Hoy has relacionado a la tal Tine Karlsen que vive en el quinto con Kimmie, ¿me equivoco?
Al tipo se le marcaron los músculos de la mandíbula por debajo de la piel.
—No sé quién es esa gente de la que me estás hablando, Mørck. Estoy aquí porque un padre y una madre quieren saber qué hace su hijo en el piso de la Iglesia de la Unificación, que está en el primero.
Carl asintió. Recordaba perfectamente que Aalbæk era un tipo escurridizo, capaz de inventar una tapadera para cada ocasión.
—Me encantará revisar tus últimos informes. ¿A que resulta que uno de tus clientes está muy interesado en dar con la tal Kimmie? Me parece a mí que sí. Lo que no acabo de saber es por qué. ¿Me lo vas a contar por las buenas o prefieres que requise esos informes?
—Puedes requisar lo que te salga de los cojones, pero acuérdate de traer una orden judicial.
—Aalbæk, chavalote…
Le dio una palmada en la espalda con tal fuerza que hizo que le entrechocaran los omóplatos.
—¿Querrás decirles a tus clientes que cuanto más se metan en mi vida privada menos pienso dejarlos en paz? ¿Me has entendido?
Aalbæk trataba de no jadear, pero no había duda de que lo haría en cuanto Carl se alejara.
—Lo que he entendido me basta para saber que se te ha ido la olla, Mørck. Déjame en paz.
Carl asintió. Ese era el inconveniente de estar al frente del grupo de investigación más diminuto de todo el país. De haber contado con más efectivos, le habría puesto un buen par de imanes a Finn Aalbæk. Todo parecía indicar que valía la pena vigilar a aquel espectro, pero ¿quién iba a hacerlo? ¿Rose?
—Tendrás noticias nuestras —le advirtió antes de desaparecer Vodroffsvej abajo.
Cuando se cercioró de que el detective ya no lo veía, Carl echó a correr lo más rápido que pudo, dobló por una bocacalle, salió a la parte trasera del edificio Codan y fue a parar de nuevo a Gammel Kongevej, frente a Værnedamsvej. Varias zancadas entre jadeos le permitieron llegar al otro lado de la calle justo a tiempo para ver a Aalbæk hablando por teléfono junto al lago.
Quizá fuese difícil sacarlo de sus casillas, pero desde luego, contento no estaba.
Desde que había empezado a trabajar como analista de Bolsa, Ulrik había hecho ricos a más inversores que nadie, y las palabras clave de su éxito eran en primer lugar información y después información. En su profesión la riqueza no era producto de la casualidad y mucho menos de la suerte.
No existía gremio en el cual no tuviera contactos ni grupo mediático en el que no contara con intermediarios. Era un hombre seguro y cauteloso que investigaba a fondo y por todas las vías posibles las empresas que cotizaban en Bolsa antes de valorar la rentabilidad de sus acciones. A veces tan a fondo que las propias empresas le pedían que olvidara lo que había descubierto. Sus relaciones con gente que estaba en apuros o que conocía a alguien que a su vez conocía a alguien que necesitaba ayuda para salir de una situación difícil se extendían como ondas en el agua hasta cubrir por completo el mar sobre el que flotaban las mayores plataformas de la sociedad.
En un país con menos recursos, eso habría hecho de Ulrik un hombre extremadamente peligroso al que muchos preferirían ver muerto, pero allí las cosas no eran así. En la pequeña Dinamarca, tener algo contra alguien implicaba que ese alguien también tuviese algo igual de destructor en contra de uno; así de sabiamente estaba diseñado el sistema. Los pecados de una parte no tardaban en salpicar a la otra a no ser que se silenciaran, un principio tan práctico que impedía que nadie hablara de nadie, aunque lo hubieran pillado con las manos en la masa.
Y es que nadie quería ir seis años a la cárcel por operar con información privilegiada ni tirar piedras contra su propio tejado.
En lo más alto del tejado de su adorado edificio, Ulrik iba tejiendo lentamente su tela de araña, lo que en mejores círculos se suele llamar red, maravilloso y paradójico término que solo funciona como debería si la red deja pasar a más de los que atrapa.
Y Ulrik capturaba buenas piezas en su red. Gente que salía en los periódicos, gente respetable, la flor y nata. Gente que había logrado distanciarse de sus raíces y ahora flotaba en lo más alto, donde no había que compartir la luz del sol con la plebe.
Con ellos salía a cazar, con ellos se codeaba en las logias, con ellos se jugaba mejor y entre iguales.
En ese sentido era una pieza importante de la banda del internado, el tipo campechano al que todos conocían y que contaba con el respaldo de sus amigos de la infancia, Ditlev Pram y Torsten Florin. Era un grupo muy sólido y heterogéneo que, como un triunvirato, recibía invitaciones para asistir a todo evento que mereciera la pena.
Esa tarde habían comenzado la jarana con una recepción en una galería del centro que tenía contactos con el mundo del teatro y con la Casa Real; después habían aterrizado en medio de un sinfín de uniformes de gala, medallas y condecoraciones en una grandiosa velada donde la gente pronunciaba elaborados discursos redactados por secretarios ninguneados —que no habían sido invitados—; mientras, un cuarteto de cuerda se esmeraba para que los asistentes se interesaran por el mundo de Brahms y el champán y la vanidad corrían a raudales.
—¿Es cierto eso que oigo, Ulrik? —preguntó el ministro que se sentaba a su lado intentando medir la distancia que lo separaba de la copa con los ojos velados por el alcohol—. ¿Es verdad que Torsten mató varios caballos con una ballesta en una cacería este verano? ¿Así, sin más, a campo abierto?
Volvió a intentar servirse otro chorrito en su altísima copa.
Ulrik alargó el brazo para ayudarlo en sus esfuerzos.
—¿Sabes lo que te digo? Que no tienes que creerte todo lo que oigas. Y por cierto, ¿por qué no vienes alguna vez a una de nuestras cacerías? Así podrás ver tú mismo en qué consisten.
El ministro cabeceó. Eso era precisamente lo que quería, le iba a encantar. Ulrik sabía ver esas cosas. Otro hombre importante en la red.
Se volvió hacia su vecina de mesa, que llevaba largo rato tratando de llamar su atención.
—Esta noche estás preciosa, Isabel —le dijo poniéndole una mano en el brazo. En el plazo de una hora sabría lo que había conseguido.
Ditlev le había encomendado esa tarea. No siempre mordían el anzuelo, pero esta vez estaba completamente seguro: Isabel haría cuanto le pidieran. Parecía dispuesta a cualquier cosa. Al principio lloriquearía un poco, claro, pero sus años de aburrimiento e insatisfacción acabarían siendo un plus. Quizá la forma en que Torsten trataría su cuerpo se le haría un poco más cuesta arriba que la de los demás, pero también había visto ejemplos de todo lo contrario: mujeres que se enganchaban precisamente por eso. Torsten conocía la sensualidad de las mujeres como nadie. En cualquier caso, Isabel no se iría de la lengua. Violada o no, mantendría la boca cerrada. ¿Por qué arriesgarse a perder el acceso a los muchos millones del impotente de su marido?
Le acarició el antebrazo y continuó por la manga de seda. Le encantaba esa tela fría que solían elegir las mujeres de sangre más ardiente.
Le hizo un gesto a Ditlev, que ocupaba otra mesa algo más allá. Aunque era la señal convenida, el hombre que se había inclinado junto a su amigo acaparaba toda su atención. Le decía algo al oído que hacía que Pram, con la
mousse
de salmón en la punta del tenedor, desdeñase todo lo demás. Tenía la mirada perdida en la nada y la frente surcada de arrugas. Las señales eran inequívocas.
Tras inventarse una disculpa, Ulrik se levantó y al pasar junto a Ditlev le dio un golpecito en el hombro.
Habría que dejar a la mujer necesitada para otra ocasión.
Oyó las disculpas que Torsten le presentaba a su compañera de mesa. No tardaría en besarle la mano, el tipo de cosas que se esperaba de un hombre como Torsten Florin. Era de suponer que un heterosexual que se dedicaba a vestir a las mujeres también sabría desvestirlas mejor que nadie.
Los tres se reunieron en el vestíbulo.
—¿Quién era ese tipo con el que hablabas? —preguntó Ulrik.
Ditlev se llevó la mano a la pajarita. Aún no se había repuesto de lo que acababan de contarle.
—Era uno de mis hombres de Caracas. Ha venido a advertirme de que Frank Helmond les ha contado a varias enfermeras que lo atacamos.
Ulrik detestaba ese tipo de jaleos. ¿No les había asegurado que tenía la situación bajo control? ¿Que Thelma había prometido que no abrirían la boca si el divorcio y las operaciones de Helmond iban como la seda?
—¡Mierda! —exclamó Torsten.
Ditlev observó primero al uno y luego al otro.
—Helmond seguía bajo los efectos de la anestesia, nadie lo tomará en serio.
Bajó la mirada.
—Todo irá bien. Pero hay algo más. Mi hombre también venía a darme un recado de Aalbæk. Por lo visto, los tres llevamos el móvil apagado.
Les mostró el papel y Torsten lo leyó por encima del hombro de Ulrik.
—No entiendo lo del final —dijo este—. ¿Qué significa?
—A veces eres un poquito duro de mollera, Ulrik.
Torsten le lanzó una de esas miradas insolentes que tanto odiaba.
—Kimmie anda por ahí suelta —los frenó Ditlev—. Tú no lo sabes, Torsten, pero hoy la han visto en la estación central; uno de los hombres de Aalbæk ha oído a una drogadicta gritar su nombre. Solo la ha visto de espaldas, pero ya se había fijado en ella unas horas antes. Se había puesto ropa cara y tenía buen aspecto. Llevaba una hora o una hora y media sentada en un café y la ha tomado por alguien que esperaba un tren. Antes había pasado a su lado mientras Aalbæk daba instrucciones a su gente.
—¡Me cago en la puta! —exclamó Torsten.
Ulrik tampoco estaba al tanto de las últimas noticias. No pintaban nada bien. Era muy posible que supiera que la estaban buscando.
Joder, claro que lo sabía. Estaban hablando de Kimmie.
—Va a desaparecer otra vez, lo sé —dijo.
Lo sabían todos.
La cara de zorro de Torsten se contrajo más aún.
—¿Sabe Aalbæk dónde vive esa drogadicta?
Ditlev asintió.
—Se encargará de ella, ¿verdad?
—Sí, la cuestión es si no será demasiado tarde. La policía también ha estado allí.
Ulrik se llevó la mano a la nuca y empezó a masajeársela. Lo más seguro era que Ditlev tuviese razón.
—Sigo sin entender la última línea de esa nota. ¿Significa eso que el que lleva el caso sabe dónde está Kimmie?
Ditlev negó con la cabeza.
—Aalbæk conoce a ese policía como si lo hubiera parido. Si lo supiera se habría llevado a la yonqui a Jefatura después de ir a su casa. Puede hacerlo más adelante, por supuesto, así que también tenemos que estudiar esa posibilidad. Pero mejor fíjate en la línea de arriba, Ulrik. ¿Tú qué entiendes?
—Que Carl Mørck anda detrás de nosotros; eso siempre lo hemos sabido.
—Vuelve a leerla. Aalbæk ha puesto: «Mørck me ha visto. Anda detrás de nosotros».
—Ya; ¿y qué?
—Que en estos momentos nos ha metido a nosotros, con Aalbæk, Kimmie y ese viejo caso en un mismo saco. ¿Y por qué lo hace, Ulrik? ¿Cómo sabe lo del detective? ¿Has hecho algo que los demás no sepamos? Tú hablaste ayer con Aalbæk, ¿qué le dijiste?
—Pues lo de siempre cuando alguien se atraviesa en tu camino, que podía darle un aviso al policía.
—¡Pedazo de imbécil! —exclamó Torsten.
—¿Y cuándo pensabas hablarnos de ese aviso?
Ulrik observó a Ditlev. Desde lo de Frank Helmond le costaba salir de aquella espiral de excitación. Al día siguiente, en el trabajo, se había sentido invencible. Ver a aquel hombre aterrorizado y sangrando había sido como beber del elixir de la vida. Todos los negocios, todos los índices le eran favorables. Nada lo iba a parar, y mucho menos un poli de mierda que metía la nariz en cosas que no eran asunto suyo.
—Lo único que le dije a Aalbæk era que le apretara un poco las tuercas —se defendió—, que le dejara un par de avisos en algún sitio que lo impresionase.
Torsten se dio media vuelta y contempló la escalinata de mármol que atravesaba el vestíbulo. Solo con verle la espalda bastaba para saber qué se cocía en su interior.
Ulrik se aclaró la voz y les contó lo que había sucedido, que no era nada especial, simplemente un par de llamadas y unos manchurrones de sangre de pollo en una foto. Un poquito de vudú haitiano. Lo dicho, nada especial.
Los dos se volvieron a mirarlo.
—Ve a buscar a Visby, Ulrik —gruñó Ditlev.
—¿Está aquí?
—La mitad del departamento está aquí. ¿Qué coño te habías creído?