Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Una más de esas mujeres que sabían lo que querían en la vida.
Llevaba allí sentada una hora cuando vio a Tine la Rata avanzar bamboleante, con la cabeza caída y los ojos clavados en el espacio vacío que se abría medio metro por delante de sus pies. La enclenque mujer lanzaba sonrisas desangeladas a diestro y siniestro, era evidente que acababa de pincharse una dosis de heroína. Tina jamás había ofrecido un aspecto tan vulnerable y transparente, pero Kimmie no se movió. Se limitó a seguirla con la mirada hasta que desapareció por detrás del McDonald’s.
Esa larga panorámica le permitió descubrir al tipo flaco que había junto a la pared hablando con dos hombres vestidos con abrigos claros. Lo que le llamó la atención no fue el hecho de que tres hombres adultos estuviesen tan juntos, sino que se hablaran sin mirarse a los ojos y no perdieran de vista el vestíbulo de la estación. Eso y el hecho de que los tres llevasen prácticamente la misma indumentaria hizo que se le encendiese la luz de alarma.
Se levantó lentamente. Se colocó bien las gafas en el caballete de la nariz y echó a andar directamente hacia ellos con los pasos largos y briosos de sus zapatos de tacón de aguja. Al aproximarse, observó que rondaban los cuarenta. Las profundas arrugas que surcaban la comisura de sus labios hablaban de una vida dura. No eran como las que adquirían los hombres de negocios después de pasar hasta altas horas de la noche bajo sus lámparas enfermizas ante mesas inundadas de papeles; no, eran arrugas cinceladas por el viento, el frío y una eternidad de momentos aburridos. Eran hombres contratados para esperar y observar.
Cuando estaba a un par de metros de distancia, los tres la miraron al mismo tiempo y ella les sonrió evitando descubrir la dentadura. Después pasó a apenas unos centímetros de distancia y sintió que el silencio los unía. Aún no se había alejado ni dos pasos cuando retomaron la conversación. Se detuvo a revolver en su bolso. Oyó que uno de ellos se llamaba Kim. Por supuesto, un nombre con K.
Hablaban de horas y lugares sin preocuparse por ella. Eso quería decir que podía moverse con libertad, la descripción que les habían dado no encajaba en absoluto con lo que aparentaba ahora. Claro que no.
Dio una vuelta por el vestíbulo acompañada por voces susurrantes, compró el último número del
Femina
en el quiosco de enfrente y regresó a su punto de partida. Ya solo quedaba uno de los tres, apoyado en la pared de ladrillos y seguramente preparado para una larga espera. Todos sus movimientos eran lentos, los ojos eran la única parte de su cuerpo que parecía afanosa. Encajaba a la perfección con el tipo de hombres que solían rodear a Torsten, Ulrik y Ditlev. Mercenarios. Hijos de puta sin sentimientos. Hombres dispuestos a hacer prácticamente cualquier cosa por dinero.
Trabajos que no figuraban entre las ofertas de empleo.
Cuanto más lo miraba, más cerca le parecía estar de los cabrones con los que quería acabar y su excitación iba en aumento mientras las voces de su cabeza empezaban a contradecirse unas a otras.
—Basta ya —susurró bajando la mirada.
Tenía la sensación de que el hombre de la mesa de al lado había levantado la mirada del plato en un intento de localizar el blanco de sus iras.
No era asunto suyo.
Basta, pensó. Después se quedó mirando fijamente el titular de una de las páginas de la revista. «KARINA LUCHA POR SU MATRIMONIO», decía en grandes letras. Pero ella solo reparó en la K.
Una K mayúscula de trazo sinuoso. Otra vez esa K.
Los alumnos de tercero lo llamaban solo K, pero su nombre era Kåre, el chico que había conseguido casi todos los votos de segundo cuando eligieron delegado entre los estudiantes del último curso; el chico que parecía un dios; el chico que protagonizaba los cuchicheos de todas las chicas por los rincones del dormitorio, pero al que solo Kimmie conquistó. Después de tres canciones en el baile le llegó el turno a ella, y Kåre sintió sus dedos en lugares que nadie había tocado. Porque Kimmie conocía su cuerpo y también el de los chicos. De eso se había encargado Kristian.
Quedó prendado.
La gente murmuraba que las notas del simpático delegado habían empezado a bajar desde aquel día, que era extraño que un alumno tan estudioso y aplicado perdiese pie de repente. Y Kimmie disfrutaba. Era obra suya, era su cuerpo el que sacudía los cimientos de aquel monstruo de virtud. Solo su cuerpo.
Toda la vida de Kåre estaba planeada de antemano. Hacía ya mucho que su futuro había quedado decidido por unos padres que jamás habían sabido ver quién era su hijo en realidad. Lo único que importaba era mantenerlo en el buen camino, que hiciera honor a su casta de zampasolomillos.
Contentar a la familia y cosechar el éxito equivalía a encontrar el sentido de la vida. ¿Qué más daba lo que costara?
Eso creían ellos.
Por esa razón Kåre se convirtió en el principal objetivo de Kimmie. Le asqueaba todo lo que él representaba. Premio al alumno más aplicado. El mejor en tiro. El más rápido en la pista. Un extraordinario orador en cualquier celebración. El pelo mejor cortado, los pantalones mejor planchados. Kimmie quería acabar con todo aquello, despojarlo de la capa exterior y ver qué escondía debajo.
Cuando terminó con él fue en busca de presas más complicadas. Había donde escoger y no le temía a nada ni a nadie.
Kimmie solo despegaba los ojos de la revista de tarde en tarde. Si el tipo de la pared se marchaba, se daría cuenta. Sus más de diez años en la calle aguzaban los instintos.
Transcurrida una hora la alertó la presencia de otro hombre que deambulaba por la estación con el paso aparentemente distraído de quien se deja llevar por unos pies que caminan sin cesar mientras clava la vista en todo lo que lo rodea. No era el carterista de atenta mirada que localiza el bolso de una víctima o un abrigo solitario, ni tampoco el timador a punto de tender la mano mientras otro hacía el trabajo sucio por él. No, conocía a esos tipos como nadie y aquel no era uno de esos.
Se trataba de un hombrecillo robusto vestido con ropa raída. Un abrigo grueso de grandes bolsillos le envolvía el cuerpo como una piel de serpiente e indicaba una falta de medios que no acababa de encajar. También de eso sabía Kimmie más que nadie. Los hombres que vestían el uniforme de los marginados, los hombres que se habían dado por vencidos, no miraban así a la gente. Clavaban la vista en los cubos de basura, en el suelo que pisaban, en los rincones que podían ocultar el casco de una botella, quizá en un escaparate o en las ofertas de la semana del
fast-food
. Jamás escrutaban las miradas de la gente ni sus movimientos, como hacía él desde debajo de sus cejas pobladas. Además, tenía la piel oscura, como un turco o un iraní, ¿y quién había visto que un turco o un iraní cayera tan bajo como para acabar vagando sin hogar por las calles de Copenhague? ¿Quién?
Lo siguió con la mirada hasta verlo pasar junto al tipo que esperaba apoyado en la pared; imaginó que se harían una seña, pero se equivocaba.
Permaneció inmóvil acechando por encima de la revista y rogando a las voces que no se metieran en aquello hasta que el hombrecillo regresó al punto de partida, pero tampoco entonces estableció contacto alguno con el otro.
Se levantó con calma, acercó la silla con cuidado a la mesa y empezó a seguirlo a una distancia prudencial.
Caminaba despacio. De vez en cuando salía a la calle a echar un vistazo, pero nunca se alejaba demasiado y Kimmie podía seguir sus movimientos desde las escaleras que pasaban por encima de las vías.
No cabía duda de que buscaba a alguien y ese alguien podía ser ella. Por eso se mantuvo oculta entre las sombras de los rincones y detrás de los letreros.
En su décimo paseo por delante de la oficina de Correos, el hombrecillo se volvió bruscamente y la miró a los ojos, algo que no entraba en los planes de Kimmie, que giró sobre sus altos tacones y puso rumbo hacia la parada de taxis. Tenía intención de llamar a uno y largarse de allí y ese hombre no se lo iba a impedir.
Con lo que no contaba era con que Tine la Rata apareciera justo detrás de ella.
—Hola, Kimmie —la saludó con la voz chillona y la mirada apagada—. Me habías parecido tú, cielo. Hoy te has puesto guapísima, ¿qué pasa?
Alargó las manos hacia su amiga como si pretendiera cerciorarse de que aquella visión era real, pero Kimmie la esquivó y la dejó abrazando la nada.
Por detrás se oían los pasos del hombre, que se acercaba a la carrera.
El teléfono había sonado tres veces aquella noche, pero cuando Carl lo descolgaba no oía más que silencio.
Durante el desayuno les preguntó a Jesper y a Morten Holland si habían observado algo fuera de lo normal, pero la única respuesta que obtuvo por su parte fueron unas mustias miradas mañaneras.
—¿No se os olvidaría cerrar alguna puerta o alguna ventana ayer? —insistió.
Tenía que haber alguna fisura que le permitiera acceder a aquellas fábricas de ideas paralizadas por el sueño.
Jesper se encogió de hombros. Sacarle algo a esas horas de la mañana era más complicado que ganar la lotería. Morten al menos gruñó una especie de respuesta.
Carl salió a dar la vuelta a la casa y no vio nada raro. La cerradura de la puerta continuaba intacta. Las ventanas estaban como tenían que estar. Los que habían entrado sabían lo que se hacían.
Tras diez minutos de pesquisas se sentó en el coche, que había dejado aparcado entre varios bloques de viviendas de hormigón, y notó un intenso olor a gasolina.
—¡Joder! —gritó.
En menos de una décima de segundo abrió de par en par la puerta delantera del Peugeot y se lanzó al suelo de costado. Rodó un par de metros hasta ponerse a reparo detrás de una furgoneta y aguardó a que Magnoliavangen quedara iluminada por un estallido capaz de hacer saltar los cristales por los aires.
—¿Qué ocurre, Carl? —oyó que le preguntaba una voz serena.
Se volvió hacia su compañero de barbacoas, Kenn, que a pesar de lo fría que era la mañana no llevaba más que una camiseta y parecía la mar de a gusto.
—No te muevas, Kenn —le ordenó mientras lanzaba una mirada escrutadora hacia Rønneholt Parkvej.
El único movimiento que se registraba en toda la calle era el de las cejas de su vecino. Quizá pensaran activar la bomba con un mando a distancia en cuanto se acercara al vehículo. Quizá bastara con la chispa del encendido.
—Alguien ha estado hurgando en mi coche —explicó apartando la vista de los tejados de los edificios y sus cientos de ventanas.
Por un instante valoró la posibilidad de avisar a los peritos de la científica, pero desechó la idea. Los tipos que pretendían asustarlo no iban por ahí dejando huellas dactilares y pistas. Lo mejor era aceptar las cosas como eran y tomar el tren.
¿Cazador o cazado? En esos momentos, poco importaba.
Aún no se había quitado el abrigo cuando Rose se plantó ante la puerta de su despacho con las cejas arqueadas y unas pestañas negras como el carbón.
—Nuestros mecánicos están en Allerød y dicen que a tu coche no le pasa nada especial. ¿O un circuito de alimentación que pierde gasolina te parece interesante?
Carl ignoró su caída de párpados resignada y a cámara lenta. Mejor ganarse una especie de respeto de inmediato.
—Me has asignado un montón de tareas, Carl. ¿Lo hablamos ahora o prefieres que espere a que se hayan disipado los vapores combustibles que te nublan la azotea?
El subcomisario encendió un cigarrillo y se sentó.
—Dispara —dijo con la esperanza de que los mecánicos tuviesen la suficiente presencia de ánimo para llevar el coche a Jefatura.
—Primero el accidente de la piscina de Bellahøj, del que no hay gran cosa que contar. El chico tenía diecinueve años y se llamaba Kåre Bruno.
Lo taladró con la mirada, con los hoyuelos de las mejillas a pleno rendimiento.
—Bruno ¿qué te parece?
Ahogó algo parecido a una risita.
—Era buen nadador; la verdad es que era bueno en todos los deportes. Sus padres residían en Estambul, pero los abuelos vivían en Emdrup, muy cerca de la piscina de Bellahøj. Solía pasar los fines de semana con ellos.
Revisó sus papeles.
—El informe califica su muerte de accidental y añade que el propio Kåre Bruno tuvo la culpa. Por si no lo sabías, un descuido en un trampolín de diez metros de altura es una imprudencia enorme.
Se metió el bolígrafo entre los cabellos. No iba a durar allí mucho tiempo.
—Había llovido esa mañana; todo estaba mojado y seguramente resbaló cuando trataba de lucirse delante de alguien, diría yo. Estaba solo allí arriba y nadie vio lo que ocurrió exactamente. Lo encontraron tirado sobre las baldosas con la cabeza girada ciento ochenta grados.
Carl tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero ella le cortó.
—Y sí, Kåre estudiaba en el mismo internado que Kirsten-Marie Lassen y el resto de la banda. Era alumno de tercer curso cuando ellos iban a segundo. Aún no he hablado con nadie del colegio, pero puedo hacerlo si es necesario.
Calló con la brusquedad de una bala al chocar contra un bloque de hormigón. Su jefe tendría que irse acostumbrando a sus maneras.
—Muy bien, enseguida recapitulamos. ¿Qué me dices de Kimmie?
—La consideras muy importante para el grupo, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿Por qué?
¿Cuento hasta diez?, pensó Carl.
—¿Cuántas chicas había en la banda del internado? —preguntó al fin—. ¿Y cuántas de esas chicas desaparecieron después? Solo una, ¿verdad? Y, además, una chica que es más que probable que tenga ciertas ganas de cambiar su situación actual. Por eso me interesa especialmente. Si Kimmie sigue con vida, podría ser la clave de muchas preguntas. ¿No te parece que es algo a tener en cuenta?
—¿Y quién dice que quiera salir de su situación actual? Para que te enteres: a muchos sin techo es imposible volver a meterlos entre cuatro paredes.
Si siempre le daba al pico así, acabaría por volverlo majara.
—Te lo vuelvo a preguntar, Rose. ¿Qué has averiguado de Kimmie?
—¿Sabes lo que te digo, Carl? Que antes de pasar a ese punto quiero comunicarte que vas a tener que comprar una silla para que Assad y yo nos sentemos cuando vengamos a presentarte nuestros informes. Acaba una con dolor de espalda si hay que desmenuzarte hasta los más ínfimos detalles aquí, colgando de la puerta.