Los chicos que cayeron en la trampa (14 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Al entrar en la habitación pudieron comprobar que se trataba de un templo. Todo hacía referencia a Lisbet. Flores frescas debajo de una pared llena de recortes sobre el asesinato, otra pared decorada con las características fotos Instamatic cuadradas de la chica en tonos descoloridos, una blusa, algunas cartas y postales. Los buenos y los malos tiempos amontonados unos encima de otros.

Johan no dijo ni una palabra, se limitó a colocarse frente a la foto y perderse en su mirada.

—¿Por qué no podíamos ver este cuarto, Johan? —preguntó el subcomisario.

Él se encogió de hombros y Carl comprendió. Era demasiado íntimo. Lo que aquellas paredes dejaban al descubierto era su alma, su vida y sus sueños rotos.

—Te dejó aquella noche, cuéntanos las cosas entonces como son, Johan, será mejor para ti, o sea —volvieron a resonar las acusaciones de Assad.

El joven se volvió y lo miró con dureza.

—Yo lo único que tengo que decir es que lo que más amaba en el mundo fue masacrado por los mismos que hoy se ríen de nosotros desde lo más alto del pastel. Que si un mierda retrasado como Bjarne Thøgersen acabó pagando el pato fue solo por una cosa:dinero. Dinero de Judas, pasta, vil metal, joder. Por eso fue.

—Y tú quieres ponerle fin a todo esto —aventuró Carl—. Pero ¿por qué precisamente ahora?

—Porque vuelvo a estar solo y no puedo pensar en nada más. ¿Es que no lo entendéis?

Johan Jacobsen no tenía más que veinte años cuando Lisbet aceptó su propuesta de matrimonio. Sus padres eran amigos, sus familias se veían con frecuencia y él había estado enamorado de ella desde que tenía uso de razón.

Aquella noche la pasó con ella mientras su hermano hacía el amor con su novia en la habitación de al lado.

Mantuvieron una conversación seria y después hicieron el amor, por lo que a ella respecta a modo de despedida. Con las primeras luces del alba, Johan salió de allí con lágrimas en los ojos. Ese mismo día la encontraron muerta. En apenas diez horas, el muchacho había pasado de la mayor de las dichas al mal de amores para luego acabar en el peor de los infiernos. Jamás levantó cabeza después de aquella noche y la mañana que siguió. Tuvo otra novia con la que se casó y fue padre de dos hijos, pero su mundo siempre siguió girando alrededor de Lisbet.

Cuando su padre le confesó en su lecho de muerte que había robado el expediente del caso para entregárselo a la madre de la joven, Johan aguardó tan solo un día y se presentó en casa de Martha a recoger la carpeta.

Aquellos papeles se convirtieron en su más preciada posesión y a partir de aquel momento Lisbet pasó a ocupar un espacio cada vez mayor en su vida.

Al final demasiado, tanto que su mujer terminó por dejarlo.

—¿Qué quieres decir con que «ocupaba espacio», entonces? —preguntó Assad.

—Hablaba de ella constantemente. Pensaba en ella día y noche. Todos los recortes sobre el caso, todos los informes. No podía dejar de leerlos y releerlos.

—¿Y ahora? ¿Quieres acabar con todo eso de una vez? ¿Por eso nos has metido a nosotros en el caso?

—Sí.

—¿Y qué tienes? ¿Esto?

Carl señaló todos los montones de recortes de prensa.

Él asintió.

—Si lo revisas todo, sabrás que lo hizo la banda del internado.

—Nos has mandado una lista con otras agresiones, ya lo hemos visto. ¿Es eso lo que tienes en mente?

—Esa lista no es más que una parte, aquí tengo la lista completa.

Se inclinó sobre la mesa, levantó una pila de recortes y sacó un folio que había debajo.

—Todo empieza aquí, antes del crimen de Rørvig. Este chico estudiaba en el internado, lo dice ahí.

Señaló hacia una página del diario
Politiken
del 15 de junio de 1987 cuyo titular rezaba: «Trágico accidente en Bellahøj. Un joven de 19 años fallece al caer de un trampolín».

Hizo un recorrido por los casos. Carl conocía muchos de ellos por la lista que habían dejado en el Departamento Q. Había un intervalo de entre tres y cuatro meses entre cada uno y varios habían tenido un desenlace fatal.

—Pero podrían ser todos accidentes, entonces —observó Assad—. ¿Qué tienen que ver con los críos del internado? Esos accidentes no tienen por qué tener relación unos con otros. ¿Tienes alguna prueba?

—No; ese es vuestro trabajo.

Assad volvió la cabeza hacia otro lado.

—Sinceramente, aquí no hay nada, lo que pasa es que este caso te ha dejado mal de la cabeza y lo siento por ti. Deberías buscar ayuda psicológica. ¿Por qué no vas a que te vea Mona Ibsen en Jefatura, en vez de jugar al gato y el ratón?

Carl y Assad regresaron a Jefatura en silencio, tenían muchas cosas en que pensar. El caso se cocía a toda presión en sus cerebros.

—Prepara un té, Assad —dijo Carl de vuelta en el sótano mientras empujaba hacia un rincón las bolsas del Føtex que contenían el material de Johan Jacobsen—. Y que no esté muy dulzón, ¿entendido?

Subió los pies a la mesa, puso las noticias de la segunda cadena y desconectó la mente con la esperanza de que aquella jornada ya no pudiera aportar nada nuevo.

Los siguientes cinco minutos alteraron la situación.

Contestó al teléfono al primer tono y levantó los ojos hacia el techo cuando oyó la sombría voz del jefe de Homicidios.

—Acabo de hablar con la directora de la policía, Carl. No ve motivo alguno para que continúes hurgando en ese caso.

El subcomisario protestó, al principio fingiendo, pero al ver que Marcus no tenía intención de darle mayores explicaciones sintió que la temperatura de la región occipital de su cabeza iba en aumento.

—¿Y eso por qué? Vuelvo a preguntarte.

—Porque sí. Tu mayor prioridad han de ser única y exclusivamente aquellos casos que no se hayan cerrado con una condena; los demás, déjalos en las estanterías del archivo.

—¿Y no lo decido yo?

—No, si la directora dispone lo contrario.

Y con eso concluyó la conversación.

—Delicioso té con menta con un poquito de azúcar —anunció Assad. Después le tendió la taza, donde la cucharilla se mantenía casi en vertical en medio de un mar de almíbar.

Carl la asió, hirviente y nauseabunda, y se la echó entre pecho y espalda de un trago. Empezaba a acostumbrarse a aquel brebaje.

—No te enfades, Carl. Podemos dejar el caso unas semanas hasta que Johan vuelva al trabajo y luego, en cuanto vuelva, presionarlo sin que se note. Ya verás como al final termina confesando.

El subcomisario escrutó su expresión alegre. Si no lo conociera, habría pensado que llevaba pintada la sonrisa. No hacía ni media hora el caso lo había convertido en un tipo agresivo, impertinente y sombrío.

—¿Confesando qué, Assad? ¿De qué coño estás hablando?

—Aquella noche Lisbet Jørgensen le dijo que ya no lo quería para nada, entonces. Seguro que le contó que había conocido a otro, así que él volvió por la mañana y los mató a los dos. Si hurgamos un poco en la cosa, seguro que descubrimos que también había alguna porquería entre el hermano de Lisbet y Johan. A lo mejor se volvió loco.

—Olvídalo, Assad, nos han apartado del caso. Además, no me trago tu teoría. Demasiado intrincada.

—¿Trincada?

—No, joder; intrincada. Si hubiera sido Johan, se habría venido abajo hace siglos.

—No si está mal de la azotea.

Se dio unos golpecitos con el dedo en la calva de la coronilla.

—Alguien que está mal de la azotea no va dejando pistas como ese Trivial, te tira el arma homicida en plena jeta y mira para otro lado. Además, ¿no has oído lo que te he dicho? Nos han apartado del caso.

Assad observaba con indiferencia la pantalla plana de la pared, donde se veía un reportaje sobre la agresión de Store Kannikestræde.

—No, no lo he oído. No quiero oírlo. ¿Y quién dices que nos ha apartado?

Olieron a Rose antes de verla. Apareció de repente, cargada de artículos de oficina y bolsas de la panadería con motivos navideños. Algo pronto, se mirase como se mirase.

—¡Toc, toc! —dijo al tiempo que golpeaba dos veces el marco de la puerta con la frente—. ¡Ya está aquí la caballería, tatáááá! Deliciosos bollitos para todos.

Assad y Carl intercambiaron una mirada, el uno con expresión atormentada y el otro echando chispitas por los ojos.

—Hola, Rose, y bienvenida al Departamento Q. Te lo tengo todo preparado, puedes estar segura, entonces —la acogió el pequeño desertor.

Mientras Assad la arrastraba hacia el cuartito de al lado, ella le lanzó una elocuente mirada a Carl. No te vas a librar de mí, decía. Como si él no tuviera ni voz ni voto en todo aquello, joder. Como si fuera a venderse por un trozo de pastel y una pastita.

Observó por un instante las bolsas del Føtex del rincón y sacó una hoja de la cajonera.

Luego anotó:

Sospechosos:

—¿Bjarne Thøgersen?

—¿Uno o varios de los demás miembros de la banda del internado?

—¿Johan Jacobsen?

—¿Un desconocido?

—¿Alguien relacionado con la banda del internado?

La frustración ante tan pobres resultados le hizo fruncir el ceño. Si Marcus lo hubiera dejado en paz, él mismo habría roto ese papel en pedacitos, pero no, le habían dado instrucciones de abandonar el caso y eso le impedía hacerlo.

De niño su padre le tenía calado. Le prohibía expresamente que arase el prado y por eso Carl lo hacía. Le advirtió que se apartara del ejército y por eso su hijo solicitó alistarse. Su astuto padre le elegía hasta las chicas. Decía que las hijas de tal y tal granjero no servían y allá que iba él lanzado. Así era Carl y así había sido siempre. Nadie podía decidir por él, por eso era tan manipulable. Él lo sabía. La cuestión era si la directora de la policía también lo sabía. No parecía muy probable.

Pero ¿de qué demonios iba todo aquello? ¿Cómo sabía la directora que estaba investigando aquel caso? Había muy poca gente enterada.

Repasó mentalmente: Marcus Jacobsen, Lars Bjørn, Assad, la gente de Holbæk, Valdemar Florin, el viejo del pueblo, la madre de las víctimas…

Permaneció unos momentos con la mirada perdida. Sí, pensándolo bien, lo sabían todos ellos y un montón de gente más.

En esos momentos podía ser cualquiera o cualquier cosa lo que había echado el freno al caso. Cuando se mencionaban nombres como los de Florin, Dybbøl Jensen y Pram en relación con un asesinato, no se tardaba mucho en perder pie.

Pero no. A él le traía sin cuidado quién se llamaba cómo y qué se le había perdido por allí a la directora. Ahora que estaban en marcha, no iba a detenerlos nadie.

Levantó la mirada. Del despacho de Rose salían nuevos sonidos que invadían el pasillo. Su extraña risa gruñona. Vehementes exclamaciones y la voz de Assad a plena potencia. De seguir así, la gente creería que estaban en una
rave-party
.

Sacó un cigarrillo del paquete con unos golpecitos, lo encendió y observó por un instante la neblina que recubría el papel. Luego escribió:

Tareas pendientes:

— ¿Otros crímenes similares en el extranjero por esa época? ¿Suecia? ¿Alemania?

— ¿Queda en servicio algún miembro del equipo que llevó la investigación?

— Bjarne Thøgersen/Vridsløselille.

— Accidente del alumno del internado en la piscina de Bellahøj. ¿Casualidad?

— ¿Con quién podemos hablar que estuviera en el internado por aquel entonces?

— El abogado Bent Krum.

— Torsten Florin, Ditlev Pram y Ulrik Dybbøl Jensen: ¿tienen casos abiertos? ¿Denuncias en el trabajo? ¿Perfiles psicológicos?

— Localizar a Kirsten-Marie Lassen, alias Kimmie; ¿con qué parientes podemos hablar?

— ¡Circunstancias en las que murió Kristian Wolf!

Dio un par de golpecitos en el papel con el lápiz y añadió sin apretar apenas:

— Hardy.

— Mandar a Rose a hacer puñetas.

— Echarle un buen polvo a Mona Ibsen.

Releer la última línea un par de veces le hizo sentirse como un adolescente travieso grabando nombres de chicas en el pupitre. Si ella supiera cómo se le ponían las pelotas cada vez que se la imaginaba con el culo al aire y las tetas balanceándose… Respiró hondo y sacó una goma del cajón para borrar las dos últimas líneas.

—Carl Mørck, ¿molesto? —preguntó desde la puerta una voz que le calentó y le heló la sangre al mismo tiempo. La médula espinal del subcomisario transmitió cinco órdenes a su cerebro: suelta la goma, tapa la última línea, deja el cigarro, quita esa cara de panoli, cierra la boca.

—¿Molesto? —repitió la voz.

Él seguía allí pasmado tratando de mirarla a los ojos.

Seguía teniéndolos castaños. Mona Ibsen había vuelto. A punto estuvo de morirse de espanto.

—¿Qué quería Mona? —le preguntó Rose con una sonrisita. Como si fuera asunto suyo.

Se quedó en la puerta masticando con parsimonia un bollo de crema mientras él trataba de volver al mundo real.

—¿Qué quería, Carl? —preguntó Assad también con la boca llena. Jamás en la historia se vio tan poca cantidad de crema pastelera embadurnada tan a conciencia entre tal cantidad de pelos de barba.

—Luego te cuento.

Después se volvió hacia Rose con la esperanza de que no reparara en sus mejillas al rojo, avivadas por la sangre que bombeaba su enloquecido corazón.

—¿Estás a gusto en tu nueva sede?

—¡Pero qué oigo! ¿Cierto interés? Muchas gracias. Sí, si odias la luz del sol, el color en las paredes y estar rodeada de personas amables, he dado con el sitio perfecto.

Le dio un codazo a Assad en el costado y añadió:

—Era una broma, Assad. Tú no estás mal.

Decididamente, iba a ser una colaboración muy agradable.

Carl se levantó a garabatear con dificultad en la pizarra la lista de sospechosos y la de tareas pendientes.

Después se volvió hacia su recién instalado prodigio de secretaria. Si creía que lo de ahora eran preocupaciones, ya le daría él otras cosas en que pensar. La iba a dejar tan deslomada que un puesto de prensadora de cajas de cartón en la fábrica de margarina le parecería el paraíso.

—El caso que tenemos entre manos es algo espinoso a causa de los posibles implicados —explicó sin poder apartar los ojos del trozo de pastel que Rose mordisqueaba con los incisivos como si fuera una ardilla—. Assad te pondrá al corriente dentro de un momento. Después te voy a pedir que coloques los papeles que hay en esas bolsas por orden cronológico y añadas lo que hay encima de la mesa. Luego haz una copia para ti y otra para Assad, de todo menos de esta carpeta, que tendrá que esperar.

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