Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
«Llama a Assad», ponía.
—Ha llamado hace media hora diciendo que probablemente ha visto a Kimmie.
A Carl le dio un vuelco el corazón.
—¿Dónde?
—En la estación. Quiere que lo llames.
El subcomisario arrancó el abrigo del perchero.
—Solo está a cuatrocientos metros. Ya me he marchado.
La gente iba por la calle en mangas de camisa. Las sombras se habían vuelto repentinamente alargadas y puntiagudas y todo el mundo iba sonriendo. Estaban a finales de septiembre y había algo más de veinte grados. ¿Qué coño les hacía tanta gracia? Lo que tenían que hacer era levantar la vista del suelo, mirar hacia la capa de ozono y espeluznarse. Se quitó el abrigo y se lo echó al hombro. Lo siguiente sería ir en enero con sandalias. Larga vida al efecto invernadero.
Sacó el móvil, marcó el número de Assad y descubrió que se había quedado sin batería. Era la segunda vez en pocos días. Mierda de batería.
Entró en el vestíbulo de la estación y buscó a Assad entre el gentío. Parecía inútil. Después pasó a hacer una infructuosa ronda entre aquel océano de maletas.
Me cago en todo, pensó mientras atajaba hacia la comisaría que había junto a la escalinata de salida a Reventlowsgade.
No le quedaba más remedio que llamar a Rose para pedirle el teléfono de Assad; ya estaba oyendo sus gruñidos burlones.
Los agentes que había al otro lado del mostrador no lo conocían, de modo que sacó la placa.
—Carl Mørck, hola. Tengo el móvil fuera de combate, ¿podría usar vuestro teléfono?
Uno de ellos señaló hacia un chisme deslucido sin dejar de consolar a una niña ya mayorcita que se había perdido y no encontraba a su hermana mayor. Habían pasado siglos desde sus días de consolar criaturas patrullando a pie de calle, daba pena solo de pensarlo.
Estaba marcando el número cuando vio a Assad al otro lado de las persianas de lamas que había junto a las escaleras de los baños. Quedaba semioculto tras un grupo de adolescentes exaltados con mochilas y allí plantado, envuelto en su mísero abrigo y lanzando miradas en todas direcciones, no tenía muy buen aspecto.
—Gracias —dijo Carl al tiempo que colgaba el auricular.
Salió de la comisaría dispuesto a llamar a voces a su ayudante, apenas los separaban cinco o seis metros, pero en ese preciso instante un hombre salió de detrás de Assad y le puso una mano en el hombro. Era un tipo de tez morena de unos treinta años o poco más y no parecía muy amable. Con un empujón obligó a su compañero a darse la vuelta y empezó a gritarle barbaridades en plena cara. Carl no entendía lo que decía, pero el semblante de Assad no dejaba lugar a dudas. Amigos no eran.
Varias chicas del grupo de adolescentes los miraron indignadas. ¡La plebe! ¡Menudos idiotas!, decían sus muecas de arrogancia.
El tipo pegó a Assad y este le devolvió el golpe con tal precisión que lo dejó paralizado en el acto. Se tambaleó unos segundos mientras los profesores de los adolescentes aprovechaban para discutir si debían intervenir o no.
Pero a Assad le traía sin cuidado. Asió al hombre con rudeza y lo sujetó con fuerza hasta que empezó a gritar de nuevo.
Cuando el grupo se apartó, se percató de la presencia de su jefe y su reacción no se hizo esperar. Un empujón para apartar al tipo y un gesto con la mano para indicarle que más valía que se esfumase. Carl vio un instante la cara del hombre antes de que desapareciese por las escaleras que bajaban al andén. Patillas bien perfiladas y cabellos relucientes. Un hombre atractivo con una mirada llena de odio. Alguien con quien era mejor no tropezar por segunda vez.
—¿Qué pasaba? —preguntó el subcomisario.
Assad se encogió de hombros.
—Lo siento, Carl. No era más que un idiota.
—¿Qué le has hecho?
—Olvídalo, es un idiota.
Assad tenía cien ojos y miraba a todas partes. A la comisaría que había detrás de Carl, a los adolescentes, a Carl y a sus espaldas. No era el mismo Assad que hervía té con menta en el sótano, sino un hombre con algo turbio entre manos.
—Cuando estés listo me cuentas de qué iba todo eso, ¿de acuerdo?
—No era nada, solo un tío que vive cerca de mi casa.
Después sonrió. No era una sonrisa convincente, pero casi.
—¿Te han dado mi recado, entonces? Sabes que tu móvil está
kaputt
, ¿verdad?
Carl asintió.
—¿Cómo sabes que la mujer que has visto era Kimmie?
—Una prostituta yonqui la llamaba gritando.
—¿Y ahora dónde está?
—No lo sé. Ha subido a un taxi y la he perdido.
—Joder, Assad. La habrás seguido, ¿no?
—Sí. Mi taxi iba justo detrás del suyo, pero al llegar a Gasværksvej ha doblado la esquina y ha parado en la acera, y cuando he llegado ella ya no estaba, entonces. He llegado un segundo tarde y ya no estaba.
Un éxito y al mismo tiempo un fracaso.
—Su taxista me ha dicho que le ha dado quinientas coronas. Que se ha subido al coche y ha gritado: «¡A Gasværkvej, volando! El dinero es tuyo. »
Quinientas coronas por quinientos metros. Había que estar muy desesperado.
—La he buscado, claro. He entrado en las tiendas a preguntar si habían visto alguna cosa. He llamado a la puerta en varias casas.
—¿Tienes el número del taxista?
—Sí.
—Que lo interroguen. Algo me huele mal.
Assad hizo un gesto afirmativo.
—Sé quién es la yonqui, tengo su dirección.
Le tendió un papel.
—Me lo han dado en la comisaría hace diez minutos. Se llama Tine Karlsen y vive en una habitación alquilada aquí cerca, en Gammel Kongevej.
—Muy bien, Assad. Pero ¿cómo has conseguido que los agentes te dieran esa información? ¿Quién les has dicho que eras?
—Les he enseñado mi identificación de Jefatura.
—Eso no te da derecho a que te faciliten esos datos, Assad, eres personal civil.
—Ya, pues me los han dado. Pero sería bueno, entonces, que me dieran una placa ahora que me mandas salir tanto, Carl.
—Lo lamento, pero es imposible. Has dicho que conocían a la mujer de la estación. ¿Es que ha estado detenida?
—Huy, sí, montones de veces. Ya están hartos de ella. Suele ponerse a pedir junto a la entrada principal.
Carl contempló el edificio amarillo que se alzaba junto al pasaje del teatro. Un sinfín de habitaciones alineadas en los cuatro pisos de abajo y buhardillas en lo alto. No costaba adivinar dónde se hospedaba Tine.
La puerta del quinto se abrió dejando paso a un hombre de aspecto rudo vestido con una raída bata azul.
—¿Tine Karlsen, dice? Pues va a tener que buscarla usted.
Lo condujo por la escalera hasta un corredor con cuatro o cinco puertas y señaló hacia una de ellas con la mano enterrada en una barba gris.
—No nos hace mucha gracia tener a la policía merodeando por aquí —dijo—. ¿Qué ha hecho?
Carl entornó los ojos y le regaló una sonrisa avinagrada. El tipo les sacaba un buen pellizco a sus míseros cuartuchos, así que más le valía tratar a sus inquilinos con respeto.
—Es una testigo importante en un caso célebre y le ruego que le preste todo el apoyo que necesite. ¿De acuerdo?
El hombre se dejó tranquila la barba. ¿Que si estaba de acuerdo? No tenía la menor idea de qué le estaba contando. Qué más daba. Mientras funcionara…
Tine abrió cuando ya llevaban una eternidad aporreando la puerta. Un rostro estragado como pocos.
Nada más entrar en la habitación salió a su encuentro ese olor acre que desprenden las jaulas de las mascotas cuando no se limpian con frecuencia. Carl recordaba demasiado bien esa fase de la vida de su hijastro en que los hámsteres se apareaban día y noche en su escritorio. En un abrir y cerrar de ojos se multiplicaron por cuatro, una tendencia que habría continuado si Jesper no hubiera perdido el interés y las bestias no hubiesen empezado a devorarse unas a otras. Durante los meses que pasaron hasta que los regalaron, aquella peste se convirtió en parte integrante de la atmósfera de la casa.
—Veo que tienes una rata —dijo inclinándose hacia el monstruo.
—Se llama
Lasso
y está domesticada. ¿Quieres que la saque para que puedas cogerla?
Carl trató de sonreír. ¿Cogerla? ¿A un minicochinillo con el rabo escamoso? Antes se comería su pienso.
Llegados a ese punto, optó por mostrarle su placa.
Ella la miró con escaso interés y se tambaleó hacia la mesa para, con la destreza que dan los años, esconder más o menos discretamente una jeringuilla y un trozo de papel de plata debajo de un periódico. En su opinión, heroína.
—Me han dicho que conoces a Kimmie.
Si la hubieran pillado con la aguja clavada en una vena, robando en una tienda o cascándosela a un cliente en plena calle habría salido del paso sin mover una ceja, pero ante esa pregunta dio un respingo.
Carl se acercó a la ventana de la buhardilla y contempló los árboles, ya casi deshojados, que rodeaban el lago de Sankt Jørgen. Caray con las vistas de la yonqui.
—¿Es una de tus mejores amigas, Tine? Me han dicho que lo pasáis muy bien juntas.
Se asomó a la ventana y observó los dos paseos que flanqueaban el agua. De haber sido una chica normal, seguramente habría salido a correr alrededor del lago un par de veces a la semana, como la gente que estaba por allí abajo en ese momento.
Su mirada se desvió hacia la parada de autobús de Gammel Kongevej, desde donde un hombre con un abrigo de color claro observaba la fachada del edificio. En sus muchos años de servicio Carl había coincidido con aquel individuo en varias ocasiones. Se llamaba Finn Aalbæk, un espectro que en tiempos tenía la mala costumbre de andar siempre importunando a los agentes de la comisaría de Antonigade intentando sonsacarles información para su minúscula agencia de detectives. Ya habían pasado al menos cinco años de su último encuentro y seguía siendo igual de feo.
—¿Conoces a ese tipo del abrigo claro? —preguntó—. ¿Lo habías visto antes?
Tine se acercó a la ventana, dejó escapar un hondo suspiro y trató de enfocar al hombre con los ojos.
—He visto a alguien con el mismo abrigo en la estación, pero está demasiado lejos, no lo veo bien.
Carl observó sus enormes pupilas. No reconocería a ese sujeto ni aunque lo tuviera pisándole los dedos de los pies.
—Y ese que has visto en la estación, ¿quién es?
Ella se apartó de la ventana y tropezó con la mesita junto al sofá. El subcomisario tuvo que acudir en su auxilio.
—No sé si quiero hablar contigo —replicó Tine con voz gangosa—. ¿Qué ha hecho Kimmie?
La llevó hasta el diván y la dejó caer.
Se impone un cambio de estrategia, pensó Carl mirando a su alrededor. La habitación medía diez metros cuadrados y no podía estar más desprovista de personalidad. Aparte de la jaula de la rata y de la ropa que se veía amontonada por los rincones, había muy pocas cosas. Un par de revistas pringosas sobre la mesa. Montañas de bolsas del súper que apestaban a cerveza. Una cama cubierta con una tosca manta de lana. Un fregadero y una nevera vieja que tenía encima una jabonera sucia, un frasco de champú volcado y un montoncito de pasadores de pelo. Nada en las paredes ni en el alféizar de la ventana.
La observó.
—Te gustaría dejarte el pelo largo, ¿verdad? Yo creo que te quedaría estupendamente.
Tine se llevó las manos a la nuca de forma instintiva. De modo que había acertado, por eso estaban ahí los pasadores.
—También estás guapa así, con melena corta, pero creo que largo te sentaría mucho mejor. Tienes un pelo muy bonito, Tine.
Ella no sonrió, pero sus ojos brillaron de alegría. Fue solo un instante.
—Me encantaría coger a tu rata, pero me he vuelto alérgico a los roedores y animales de ese tipo. La verdad es que lo siento un montón. Ya ni siquiera puedo tocar a nuestro gatito.
Ya era suya.
—Adoro a esa rata. Se llama
Lasso
.
Sonrió con lo que antaño fuera una hilera de dientes blancos.
—A veces la llamo Kimmie, pero eso a ella no se lo he dicho. El nombre de Tine la Rata me lo pusieron por
Lasso
. ¿No es simpático?
Carl intentó coincidir con ella.
—Kimmie no ha hecho nada, Tine —dijo—. Solamente la estamos buscando porque alguien la echa de menos.
La prostituta se mordió el interior de la mejilla.
—Mira, yo no sé dónde vive, pero dime cómo te llamas por si la veo y se lo puedo decir.
El subcomisario asintió. Años de bregar con las autoridades le habían enseñado a aquella mujer el arte de la cautela. Totalmente colocada, pero en guardia. Resultaba tan impresionante como molesto. No beneficiaría al caso que se fuera de la lengua con Kimmie, se arriesgaban a que esta desapareciera del todo. Diez años y la persecución de Assad daban fe de que era capaz de hacerlo.
—Vale, voy a ser sincero contigo, Tine. El padre de Kimmie está gravemente enfermo y si ella se entera de que la busca la policía, su padre no volverá a verla, y sería una lástima. ¿No podrías decirle solamente que llame a este número? No le cuentes lo de la enfermedad y la policía, pídele solo que llame.
Anotó el número de su móvil en la libreta y le dio la hoja. Más le valía ir pensando en recargarlo.
—¿Y si me pregunta quién eres?
—Dile que no lo sabes, pero que dije que se trataba de algo que iba a darle una alegría.
Los párpados de Tine se fueron cerrando despacio. Sus manos descansaban plácidamente sobre sus tenues rodillas.
—¿Me has oído, Tine?
Ella asintió con los ojos cerrados.
—No te preocupes, lo haré.
—Eso está bien, me alegro mucho. Enseguida me marcho. Sé que un tipo ha estado preguntando por Kimmie en la estación, ¿sabes quién es?
Lo miró sin levantar la cabeza.
—Nadie, un tío que me preguntó si la conocía. Supongo que él también querrá que se ponga en contacto con su padre, ¿no?
Al bajar a Gammel Kongevej sorprendió a Aalbæk por la espalda.
—¡Un viejo conocido por aquí, tomando el solecito! —exclamó al tiempo que le clavaba un puño en el hombro con contundencia—. ¿Cómo tú por aquí, chavalote? Cuánto tiempo, ¿no?
Los ojos de Aalbæk resplandecieron con un brillo que no era precisamente el de la alegría del reencuentro.
—Estoy esperando el autobús —contestó volviendo el rostro hacia otro lado.