Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
—¿Podrían ser de un bate o algo así? —quiso saber Samir.
El subcomisario echó un vistazo por la estancia y no encontró nada digno de atención aparte de la gruesa figura de madera que había junto al balcón con una tela atada a la cintura. Un Oliver Hardy muy bien tallado, con su bombín y todo. Su compañero Stan estaba arrinconado con un aire mucho menos activo. Era extraño.
Carl se agachó a quitarle la tela y echó la estatuilla un poco hacia delante. Prometedor, muy prometedor.
—Ya le daréis vosotros la vuelta, pero me parece que esta figurita no anda muy bien de la espalda, que digamos.
Todos se arremolinaron a su alrededor y empezaron a analizar las dimensiones del orificio y la masa de la madera incrustada.
—Un calibre relativamente pequeño. El proyectil no ha llegado a atravesarla, continúa ahí dentro —dijo Antonsen ante la mirada aprobadora de los peritos.
Carl estaba de acuerdo. Seguramente un 22. Pequeño, pero letal, si era lo que se pretendía.
—¿Han oído algo los vecinos? Me refiero a gritos o disparos —preguntó olisqueando el agujero.
Gestos de negación.
Le extrañaba y no le extrañaba. El edificio estaba en pésimo estado y prácticamente abandonado; quedarían poco más de un par de vecinos por piso. Seguramente no habría nadie ni debajo ni encima. Aquel caserón rojo tenía los días contados. Poco importaría que se viniera abajo con la próxima tormenta.
—Huele a reciente —comentó al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás—. Disparada a un par de metros de distancia, ¿no os parece? Y esta noche.
—Desde luego —dijo el perito.
Carl se asomó al balcón y miró hacia abajo. Joder con la caidita.
Contempló el mar de luces de los edificios bajos del otro lado. Había rostros en todas las ventanas. No tenían problemas de curiosidad ni en una noche tan negra como aquella.
De repente su móvil empezó a sonar.
La persona que llamaba no se presentó, pero no era necesario.
—No te lo vas a creer, Carl —dijo Rose—, pero los del turno de noche de Svendborg han encontrado el pendiente. El tipo que hacía la guardia sabía exactamente dónde estaba. ¿No es increíble?
Consultó su reloj. Lo más increíble de todo era que ella creyese que él estaba para ese tipo de noticias a esas horas de la noche.
—No estarías durmiendo, ¿no? —le preguntó; y sin esperar respuesta, continuó—: Salgo hacia Jefatura ahora mismo. Van a mandar una foto.
—¿Y no puedes esperar a que amanezca, o al lunes?
Otra vez aquellos martillazos en la cabeza.
—¿Se te ocurre quién ha podido obligarlo a tirarse? —le preguntó Antonsen cuando colgó.
Hizo un gesto negativo. Que quién podía haber sido, le preguntaba. Seguramente alguien a quien Aalbæk le había jodido la existencia al meter las narices en su vida, alguien que quizá pensara que sabía demasiado. Pero también podría tratarse de la banda. Ocurrírsele, se le ocurrían montones de posibilidades, solo que ninguna de ellas era una prueba que pudiera pregonarse a los cuatro vientos.
—¿Habéis registrado su despacho? —preguntó—. Su cartera de clientes, su agenda de reuniones, los mensajes del contestador, el correo electrónico…
—Hemos mandado gente para allá y dicen que no es más que un viejo cuartucho vacío con un buzón.
Carl echó un vistazo a su alrededor con el ceño fruncido. Después se acercó al escritorio que había junto a la pared del fondo, se agenció una de las tarjetas de visita de Aalbæk que había bajo la carpeta y marcó el número de la agencia.
No habían pasado ni tres segundos cuando empezó a sonar un móvil en el recibidor.
—¡Bueno! Ya sabemos dónde estaba su despacho en realidad —exclamó—. Aquí mismo.
No resultaba nada evidente. No había un solo archivador, ni una carpeta con recibos a la vista. Solo libros baratos, cachivaches dispersos y varias ristras de CD de Helmut Lotti y otros tipos de ese pelaje.
—No dejéis ni un solo centímetro sin revisar —ordenó Antonsen.
La cosa iba a llevar su tiempo.
No llevaba ni tres minutos metido en la cama con todos los síntomas de la gripe lanzándose con energías renovadas a un nuevo asalto contra su organismo, cuando Rose volvió a llamarlo. Esta vez con las cuerdas vocales a pleno rendimiento.
—Es El Pendiente, Carl. La pareja del que apareció en Lindelse Nor. Ahora podemos relacionar el que encontramos en la funda de Kimmie con las desapariciones de Langeland con total seguridad, ¿no es increíble?
Sí que lo era, pero costaba un poquito seguirle el ritmo.
—Y no solo eso, Carl. Ha llegado la respuesta a unos mensajes que mandé el sábado por la mañana. Puedes ir a hablar con Kyle Basset, ¿no es un pasote?
Carl se encogió de hombros y reptó, cansado, hacia la cabecera de la cama. ¿Kyle Basset? El chico al que habían acosado en el internado. Sí, claro; era… un pasote, eso.
—Puede recibirte a mediodía. Hemos tenido suerte, porque no suele pasar por su despacho, pero los domingos sí. Os vais a ver a las dos, así puedes tomar el vuelo de vuelta a las 16:20.
El torso se le enderezó él solito como si le hubiera saltado un resorte en la espalda.
—¡VUELO! ¿De qué coño estás hablando, Rose?
—Sí, es en Madrid. Ya sabes que tiene la empresa en Madrid.
Carl abrió unos ojos como platos.
—¡MADRID! Yo no pienso ir a Madrid así me maten. Vete tú, no te jode.
—Ya te he reservado los billetes, Carl. Sales con SAS a las 10:20. Nos vemos en el aeropuerto una hora y media antes. Ya te he hecho el
check-in
.
—No, no y no; yo no pienso ir en avión a ningún sitio.
Intentó tragar una masa viscosa que se le había quedado en la campanilla.
—¡Ni de coña!
—¡Guau, Carl! ¿Te da miedo volar?
Se echó a reír con una de esas risas que imposibilitaban cualquier respuesta plausible.
Vaya si le daba miedo volar. Al menos hasta donde él sabía, porque la única vez que lo había intentado —para ir a Aalborg a una fiesta—, había hecho la ida y la vuelta con tal melopea preventiva que Vigga había estado a punto de partirse la espalda arrastrándolo de un lado a otro. Al cabo de quince días, seguía agarrándose a ella en sueños. ¿A quién coño se iba a agarrar ahora?
—No tengo pasaporte y no pienso hacérmelo, Rose. Anula esos billetes.
Otra vez esa risa. Una mezcla realmente desagradable, esa combinación de dolor de cabeza, pavor y aquellos gorgoritos taladrándole los tímpanos.
—Del pasaporte ya me he encargado yo con la policía del aeropuerto —le explicó—. Puedes recogerlo mañana. Tranquilo, Carl, te daré unos Frisium. Tú lo único que tienes que hacer es presentarte en la terminal tres con hora y media de antelación. El metro te lleva directamente y no hace falta que cojas el cepillo de dientes. Pero que no se te olvide la tarjeta de crédito, ¿de acuerdo?
Luego colgó y lo dejó solo en la oscuridad. Era del todo incapaz de recordar en qué momento habían empezado a torcerse las cosas.
—Ten, tómate dos de estas —le dijo mientras le embuchaba dos minipastillas y le metía dos más en el bolsillo de la camisa con el osito.
Él lanzó una mirada desesperada por el vestíbulo y los mostradores en busca de un alma autoritaria que tuviera algo que censurarle. Problemas de vestuario, de carisma, lo que fuera con tal de verse libre de la abominable escalera mecánica que estaba a punto de conducirlo a la perdición.
Lo había provisto de una exhaustiva hoja de ruta impresa, la dirección del despacho de Kyle Basset, un pequeño diccionario de conversación y órdenes terminantes de no ingerir las otras dos pastillas hasta que estuviera sano y salvo en el vuelo de vuelta. Eso y un montón de cosas más. En el plazo de cuatro minutos no sería capaz de repetir ni la mitad. Pero ¿qué se podía esperar después de una noche en blanco y con aquella sensación de cagalera inminente con riesgo de explosión que iba en aumento en la región inferior de su cuerpo?
—Tal vez te amodorren un poco —le explicó para finalizar—, pero funcionan, hazme caso. Ahora no te dará miedo nada. Podría estrellarse el avión sin que te inmutaras.
Carl comprendió que lamentaba no haberse tragado ese último comentario y se sintió impelido hacia la escalera mecánica con su pasaporte provisional y su tarjeta de embarque en la mano.
A mitad de camino por la pista de despegue empezó a sudar la gota gorda, su camisa se volvió visiblemente más oscura y los pies le empezaron a resbalar en los zapatos. Aunque ya notaba los efectos de las pastillas, en aquellos momentos el corazón le latía con tal violencia que no le habría sorprendido morirse de un infarto fulminante.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó su compañera de asiento tendiéndole la mano.
Después le pareció que dejaba de respirar durante los primeros diez mil metros de ascensión por el éter. Lo único que notaba eran las sacudidas y unos inexplicables chasquidos y traqueteos en el fuselaje.
Abrió el aireador y volvió a cerrarlo. Echó el respaldo hacia atrás. Palpó bajo el asiento para asegurarse de que su chaleco salvavidas estaba en su sitio y rechazó los diversos ofrecimientos de la azafata cada vez que se acercaba.
Después cayó dormido como un tronco.
—Mire, ahí abajo está París —le dijo su vecina en un momento dado desde algún lugar muy, muy lejano. Nada más abrir los ojos se reencontró con la pesadilla, el cansancio, los espasmos gripales en todos los miembros y, por último, una mano que señalaba hacia la sombra de algo que, en opinión de su propietaria, eran la torre Eiffel y la Place de l’Étoile.
Asintió con la mayor indiferencia. A París podían darle por cierto sitio. Él lo único que quería era apearse.
Al darse cuenta, la mujer de al lado volvió a darle la mano. Cuando se despertó con un respingo al aterrizar en Barajas, Carl seguía estrechándola entre las suyas.
—Se ha quedado usted grogui —comentó mientras le mostraba el cartel del metro.
El subcomisario le dio unas palmaditas al pequeño talismán que llevaba en la pechera, varias más al bolsillo interior donde llevaba la cartera y se preguntó a sí mismo con fatiga si aceptarían la Visa.
—Es muy fácil —le explicó su vecina—. Se compra un billete de metro ahí y luego se baja por esas escaleras. Vaya hasta Nuevos Ministerios, haga transbordo a la línea 6 y vaya hasta Cuatro Caminos, luego tome la línea 2 hasta Ópera y después es solo una estación por la línea 5 hasta Callao. El sitio donde tiene su reunión no está ni a cien metros.
Carl buscó con la mirada un banco donde dar un merecidísimo descanso a su cerebro abotagado y a sus piernas.
—Yo le indico el camino, voy en la misma dirección que usted. Ya he visto lo mal que lo ha pasado en el avión —se ofreció un alma caritativa en un danés de pura cepa.
Al mirar a un lado se encontró con un individuo de indudable procedencia asiática.
—Me llamo Vincent —se presentó; y echó a andar con su equipaje de mano rodando tras de sí.
Esa no era exactamente su idea de un apacible domingo cuando se desplomó en su edredón apenas diez horas antes.
Tras un fugaz traqueteo semiinconsciente en el metro, al emerger de los laberínticos pasillos de la estación de Callao contempló pasmado el iceberg de edificios monumentales de la Gran Vía. Colosos neoimpresionistas, de corte funcionalista y clasicistas, si tocaba describirlos. Jamás había visto nada igual. Ruido, olores, calor y un auténtico hervidero de gente con mucha prisa. Solo encontró una persona con la que solidarizarse, un mendigo desdentado que se había sentado en el suelo con un sinfín de tapaderas de plástico de colores destinadas a diferentes donaciones. Había monedas y billetes en todas ellas. De todas las nacionalidades. No acababa de entender lo que ponía, pero sí la ironía que acechaba en los ojos chispeantes del mendigo. Tú eliges, decía su mirada. ¿Una donación para birra, para vino, para aguardiente o para tabaco? Tú eliges.
Los viandantes sonreían al pasar y uno sacó una cámara y le preguntó si podía hacerle una foto. El mendigo soltó una carcajada desdentada y le mostró un letrero.
«Fotos, 280 euros», se leía.
Funcionó. No solo con los circunstantes, también con los petrificados músculos de la risa de Carl. Su risotada fue una agradable sorpresa cuya nota predominante era la ironía. El mendigo le puso en la mano nada menos que una tarjeta de visita; tenía hasta página web, www. lazybeggars. com. Meneando la cabeza entre risas, el policía se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta a pesar de que la gente que pedía en la calle no solía despertar sus simpatías.
En ese instante regresó a la realidad, ardiendo en deseos de machacar a cierta empleada del Departamento Q.
Allí estaba, a tomar viento en un país desconocido, atiborrado de pastillas que le dejaban el cerebro en punto muerto, con todos los miembros doloridos por la reacción de su sistema inmune y el bolsillo más vacío que vacío. Se había pasado la vida oyendo historias de turistas descuidados con la sonrisa en los labios y ahora le ocurría a él, un subcomisario de policía que veía peligros e individuos de dudosa catadura por todas partes. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Y encima, en domingo.
Statu quo: adiós cartera. Ni siquiera pelusillas. Veinte minutos como sardinas en lata en un vagón de metro atestado tenían su precio. Adiós tarjeta de crédito, adiós pasaporte provisional, adiós carné de conducir, adiós relucientes billetes de cincuenta, adiós billetes de metro, adiós lista de teléfonos, adiós seguro de viaje, adiós pasaje de avión.
No se podía caer más bajo.
Le sirvieron un café en un despachito de KB Construcciones, S. A. y lo dejaron amodorrado frente a un montón de ventanas polvorientas. Quince minutos antes lo había detenido en el vestíbulo el portero de Gran Vía 31, que, en vista de que no podía presentar identificación alguna, se negó a verificar su cita durante un buen rato. Hablaba como una metralleta y no paraba de soltar palabras incomprensibles. Al final Carl optó por escupirle a la cara unas diez veces su mejor trabalenguas en danés.
Funcionó.
—Kyle Basset —oyó que decía una voz a varios kilómetros de allí sacándolo de su modorra.
Le dolían tanto el cuerpo y la cabeza que abrió los ojos con cautela, temiendo haber ido a parar al purgatorio.
Una vez ante los blancos y gigantescos ventanales del despacho de Basset le sirvieron otro café y, con la mente más o menos despejada, observó un rostro de treinta y tantos años que sabía perfectamente lo que representaba. Riqueza, poder y un ego desmesurado.