Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Era un espectáculo increíble.
A continuación, Assad tomó un pequeño fardo de tela y tiró de la punta. La mujer se llevó las manos a la cabeza con un gemido.
Eso mismo hizo él al ver lo que había dentro.
Una diminuta persona momificada con las cuencas de los ojos vacías, la cabeza completamente negra y los dedos crispados vestida con una ropa de muñeca que difícilmente habría podido ser más pequeña.
La vieron abalanzarse hacia el cuerpo del bebé y no hicieron nada por impedir que lo cogiera y lo estrechase contra su pecho.
—Mille, mi Mille. Ya está bien. Mamá ha vuelto y ya no volverá a dejarte sola —dijo llorando—. Siempre estaremos juntas. Tendrás tu osito y jugaremos las dos todos los días.
Carl jamás había sentido la sensación de unión total que invade a una persona al sostener entre sus manos la sangre de su sangre inmediatamente después del parto, pero la añoranza de esa sensación estaba ahí. En teoría. A cierta distancia.
Al contemplar a aquella mujer lo invadió una oleada de añoranza y sintió una punzada en lo más hondo del corazón que le hizo comprender. Se llevó al pecho una mano apenas sin fuerzas, sacó del bolsillo el pequeño talismán, el osito que había encontrado en la caja de Kimmie, y se lo tendió.
Ella no dijo nada. Se quedó paralizada observando el peluche. Abrió lentamente la boca, ladeó la cabeza. Contrajo los labios como si fuera a llorar y dudó entre la sonrisa y el llanto durante una eternidad.
A su lado estaba Assad, extrañamente desarmado y desnudo, con el ceño fruncido y todo el cuerpo sumido en una profunda quietud.
Kimmie alargó el brazo muy despacio para coger el osito. En el instante en que lo sintió en su mano resplandeció, se llenó los pulmones de aire y echó la cabeza hacia atrás.
Carl se limpió la nariz, que empezaba a gotear, y trató de mirar hacia otro lado para no dar rienda suelta a las lágrimas. Siguió los raíles con la vista hasta un grupo de viajeros que esperaban la llegada del tren junto al coche que habían dejado aparcado al lado de la marquesina del apeadero. Después se volvió y vio el tren, que se afanaba en llegar hasta ellos.
Miró de nuevo a Kimmie, que respiraba acompasadamente estrechando entre sus brazos a su bebé y el osito.
—Bueno —dijo con un suspiro capaz de deshacer el nudo que la había atenazado durante varias décadas—. Las voces se han callado.
Rompió a reír con las mejillas bañadas en lágrimas.
—Las voces se han callado, ya no están —repitió levantando los ojos al cielo. De repente irradiaba una paz que Carl estaba lejos de entender.
—Oh, Mille, ahora ya solo estamos nosotras dos. De verdad.
Y en su alivio empezó a girar sobre sí misma con la niña en el regazo, entregada a una danza que, aunque no sabía de pasos, la elevaba por encima de este mundo.
Cuando el tren se encontraba a apenas diez metros de distancia, el subcomisario vio que sus pies saltaban y alcanzaban el borde del andén.
El grito de advertencia de Assad resonó a la vez que Carl levantaba la vista y miraba a Kimmie a los ojos, unos ojos rebosantes de gratitud y paz espiritual.
—Solas las dos, mi niña querida —dijo alargando un brazo.
Al cabo de un segundo ya no estaba.
Solo se oía el demencial chirriar de los frenos del tren.
Fue un atardecer lleno de parpadeantes columnas de luz azulada que surgían del paso a nivel y a lo largo de la carretera que conducía a la finca. El paisaje estaba envuelto en su resplandor y en el vertiginoso sonido de las sirenas de los camiones de bomberos y los coches patrulla. Todo era un hervidero de placas policiales, vehículos de emergencia, periodistas con sus cámaras y lugareños curiosos en estado de
shock
. Abajo, en las vías, los equipos de socorro y los peritos de la científica trabajaban como buenamente podían chocando unos con otros.
Carl seguía mareado, pero los servicios sanitarios de urgencia le habían taponado la hemorragia del hombro. Por donde seguía sangrando era por dentro. Y aún tenía un enorme nudo en la garganta.
Se sentó a hojear el cuaderno de Kimmie en el banco que había bajo la marquesina de la estación de Duemose. Ferozmente, y con una sinceridad igualmente feroz, fueron apareciendo ante sus ojos las fechorías de la banda. La agresión a los hermanos de Rørvig. La casualidad de que fueran ellos y no otros. Cómo habían humillado al chico y lo habían desnudado tras asestarle el golpe fatal. Los gemelos a quienes amputaron los dedos. El matrimonio que desapareció en el mar. Bruno y Kyle Basset. Animales y personas una y otra vez. Todo estaba allí. También que era Kimmie la que mataba. Sus métodos variaban, sabía perfectamente cómo hacerlo. Era terriblemente difícil asimilar que se trataba de la misma mujer que acababa de salvarlos. La que estaba debajo del tren con su hija.
Encendió un cigarrillo y leyó las últimas páginas. Hablaban de arrepentimiento, no por Aalbæk, sino por Tine. Ella no quería suministrarle la sobredosis. Había cierta ternura en medio del horror de esa confesión, una especie de interés y comprensión de la que estaban desprovistas las demás abominaciones. Palabras como «adiós» o «el bendito último aliento de Tine».
Aquel cuaderno enloquecería a los medios y hundiría el precio de muchas acciones cuando se hiciera pública la complicidad del resto de la banda.
—Llévate el cuaderno y haz copias inmediatamente, ¿de acuerdo, Assad?
Asintió. El epílogo iba a ser febril, pero breve. Sin más acusados que un hombre que ya estaba en prisión, se trataba de informar a los desdichados familiares y asegurarse de que se hacía un reparto justo de las colosales indemnizaciones que saldrían de la herencia de Pram, Florin y Dybbøl Jensen.
Abrazó a Assad y rechazó con un gesto la ayuda de un psicólogo que insistía en que era su turno.
Él ya tenía su propia psicóloga preparada para cuando llegara el momento.
—Yo ahora me voy a Roskilde, así que tú vuélvete a Jefatura con los peritos, ¿vale? Mañana nos vemos y hablamos de todo con más calma, ¿de acuerdo, Assad?
Assad volvió a asentir. Ya había colocado cada cosa en su sitio mentalmente.
En esos momentos estaba todo en orden entre los dos.
En Roskilde, la casa de Fasanvej estaba sumida en la oscuridad. Habían echado las persianas y reinaba el silencio. En la radio del coche comentaban los terribles hechos ocurridos en Ejlstrup y la detención de un dentista que, al parecer, era responsable de las agresiones de los contenedores del centro. Lo habían atrapado cuando intentaba atacar a una agente de paisano en Nikolaj Plads, junto a Store Kirkestræde. ¿Pero qué demonios se había creído ese cretino?
Carl consultó el reloj y volvió a echar un vistazo hacia la casa a oscuras. Las personas mayores se acuestan pronto, lo sabía, pero no eran ni las siete y media.
Releyó las placas de «Jens-Arnold & Yvette Larsen y Martha Jørgensen» y llamó.
Aún tenía el dedo en el timbre cuando la frágil anciana salió a abrir intentando resguardarse del frío con su elegante kimono.
—¿Sí? —dijo adormilada y confusa.
—Disculpe, señora Larsen. Soy Carl Mørck, el policía que vino a verlas el otro día. Se acuerda de mí, ¿verdad?
Ella sonrió.
—Ah, sí —contestó—. Es verdad, ahora me acuerdo.
—Creo que les traigo una buena noticia y me gustaría dársela a Martha personalmente. Hemos encontrado a la asesina de sus hijos. Podríamos decir que se ha hecho justicia.
—¡Oh! —dijo ella llevándose una mano al pecho—. ¡Qué lástima!
Luego esbozó una sonrisa distinta. No solo triste, sino también de disculpa.
—Debería haberlo llamado, no sabe cómo lo siento, así se habría ahorrado un viaje tan largo. Pero Martha ha muerto. Murió la noche que vinieron ustedes. No fue culpa suya, por supuesto. Es que ya no le quedaban más fuerzas.
Después puso una mano en las de Carl.
—Pero gracias. Estoy segura de que para ella habría sido una alegría extraordinaria.
Pasó un buen rato sentado en el coche contemplando el fiordo de Roskilde. El alargado reflejo de las luces de la ciudad se agitaba en la oscura superficie del agua. En otras circunstancias lo habría sosegado, pero en esos momentos no había sosiego que valiera.
No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, le daba vueltas y más vueltas por la cabeza. No dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, porque un buen día ya no hay mañana.
Dos semanas antes y habría bastado para que Martha Jørgensen pudiese morir con la certeza de que los verdugos de sus hijos habían dejado de existir. Qué descanso habría sido. Y qué descanso para Carl saber que ella lo sabía.
No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
Volvió a mirar el reloj, sacó el móvil y pasó largo rato contemplándolo antes de decidirse a marcar.
—Clínica de Lesiones Medulares —respondió una voz.
Al fondo se oía un televisor a todo volumen del que salían las palabras Ejlstrup, Dueholt, Duemose y una ambiciosa operación de rescate de animales.
También allí.
—Soy Carl Mørck —se presentó—, un buen amigo de Hardy Henningsen. ¿Sería usted tan amable de decirle que iré a recogerlo mañana?
—Por supuesto, pero Hardy ahora está durmiendo.
—Ya, pero quiero que sea lo primero que le digan cuando se despierte.
Volvió a contemplar el agua mientras se mordía el labio. No había tomado una decisión de semejante calibre en toda su vida.
La duda empezó a atenazarlo como un cuchillo en las entrañas.
Respiró hondo, marcó otro número y esperó unos segundos que duraron años hasta que contestó la voz de Mona Ibsen.
—Hola, Mona; soy Carl —comenzó—. Disculpa lo de la otra noche.
—Al cuerno —replicó ella entre unas risas que parecían sinceras—. Ya me he enterado de lo que ha pasado, Carl. Está en todos los canales. He visto imágenes tuyas, a montones. ¿Son graves las heridas? No paran de decirlo. ¿Dónde estás?
—Sentado en el coche, mirando el fiordo de Roskilde.
La psicóloga guardó silencio unos instantes. Seguramente trataba de sondear la profundidad de su crisis.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—No —respondió—. Otra cosa no puedo decir.
—Salgo para allá ahora mismo. Tú quédate ahí tranquilo, Carl. No te muevas. Mira el agua y tómatelo con calma, no tardo nada. Dime exactamente dónde estás y voy.
Lanzó un suspiro. Era todo un detalle por su parte.
—No, no —objetó permitiéndose reír por un segundo—. No, no te preocupes por mí, me encuentro bien, de verdad. Lo que pasa es que hay algo de lo que me gustaría hablar contigo, una cosa que creo que no acabo de controlar. Así que si pudieras ir a mi casa me harías muy, muy feliz.
No había escatimado esfuerzos. Había neutralizado a Jesper con dinero para que fuera a la pizzería Roma y luego a ver una película al Allerød Bio. De sobra para dos personas. De sobra para que luego bajaran a tomar un kebab a la estación. Había llamado al videoclub y le había pedido a Morten que al salir del trabajo se metiera directamente en el sótano.
Había hecho café y hervido agua para preparar té y el sofá y la mesita estaban más despejados que nunca.
Mona se sentó a su lado con las manos entrelazadas en el regazo y unos ojos que lo miraban intensamente. Escuchaba todas y cada una de sus palabras y asentía cuando las pausas se alargaban demasiado, pero no dijo nada hasta que él no terminó.
—Quieres cuidar de Hardy en tu casa y te da miedo —le dijo—. ¿Sabes una cosa, Carl?
Él sintió que todos sus movimientos pasaban a cámara lenta. Tenía la sensación de haber estado sacudiendo la cabeza de un lado a otro durante una eternidad, de que sus pulmones trabajaban como fuelles rotos. Le había preguntado si sabía una cosa y él, al margen de lo que implicara esa pregunta, no deseaba conocer la respuesta. Lo único que quería era tenerla allí sentada eternamente con la pregunta en esos labios que se moría por besar. Cuando ella misma contestara, no faltaría ya mucho para que su perfume se convirtiera en un recuerdo y sus ojos, en algo completamente irreal.
—No, no la sé —respondió con un titubeo.
Ella dejó una mano entre las suyas.
—Eres increíble —dijo echándose hacia él hasta que sus alientos se encontraron.
Es maravillosa
, estaba pensando cuando empezó a sonar el teléfono y Mona insistió en que contestase.
—¡Soy Vigga! —exclamó la incitante voz de su esposa fugitiva—. Me ha llamado Jesper, dice que quiere venirse a vivir conmigo.
Carl sintió que le arrancaban la celestial sensación que se había apoderado de su cuerpo.
—No puede ser, no puede vivir aquí. Tenemos que hablarlo, voy para allá. Nos vemos dentro de veinte minutos.
Trató de protestar, pero Vigga ya había colgado.
Se enfrentó a la seductora mirada de Mona y esbozó una sonrisa a modo de disculpa.
Esa era su vida, a grandes rasgos.
Mi más cálido agradecimiento a Hanne Adler Olsen por su estímulo diario y sus conocimientos. Gracias también a Elsebeth Wæhrens, Freddy Milton, Eddie Kiran, Hanne Petersen, Micha Schmalstieg y Henninh Kure por sus indispensables y detallados comentarios, así como a Jens Wæhrens por su asesoría logística y a Anne C. Andersen por sus tentáculos y su vista de lince. Gracias a Gitte y Peter Q. Rannes y al Centro de Autores y Traductores de Hald por su hospitalidad en los momentos críticos y a Poul G. Exner por su inflexibilidad. Gracias a Karlo Andersen por sus amplísimos conocimientos en materia de caza, entre otras muchas cosas, y al comisario Leif Christensen por la generosidad con que comparte su experiencia y por sus agudas correcciones en el terreno policial.