Los gozos y las sombras (32 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Hablaba sin mirarle. Se movía con gracia digna, con una elegancia que tenía algo raro, que Carlos no pudo identificar ni definir.

—Tienes mucha ropa, pero algunas mantas están picadas. Las dejaré fuera. Las sábanas tampoco pueden guardarse hoy. Necesitan aire.

Se arrodilló frente a un armario.

Iré luego.

Clara llamaba desde el pasillo. Salió.

—Ven. Quiero que veas lo que hice.

Le llevó a la sala que había sido de su madre, al dormitorio de su madre.

—Lo limpié todo y tienes la cama hecha. Puedes venir cuando quieras.

Señaló el armario.

—Hay mucha ropa antigua.

Lo abrió y lo mostró.

—Mira. Ropa interior, enaguas, trajes. Hay uno muy bonito, de seda negra. Tu madre debió de casarse con él.

Cerró la puerta de un golpe.

—Es una pena. Se va a picar.

Llevaba el canastillo de la merienda colgado del brazo. Lo dejó sobre un velador.

—Podemos merendar aquí, si quieres.

—¿Por qué no en el salón?

—Aquí está más limpio.

—Justamente por eso. Además, en el salón hay fuego.

Clara cogió otra vez el canastillo.

—Vamos.

Comía brusca, toscamente; hablaba con la boca llena de comida. Al terminar se quitó el abrigo, lo echó sobre los libros de la mesa y se sentó junto a la chimenea, en el borde de la piedra.

—Nosotros también tenemos chimenea, pero nunca la vi encendida.

Quedó en silencio, mirando hacia las llamas. Carlos, un poco atrás, estudiaba su rostro oscurecido. En la penumbra se desvanecía toda sensualidad. Quedaban la frente noble, el perfil puro —la nariz levemente curvada— y el mentón resuelto; sólo en los labios se alteraba la pureza: los labios gordos, salientes, entreabiertos, el superior más avanzado. No eran feos —más bien atractivos—, pero interrumpían el ritmo suave del contorno, como una pincelada de mano ajena.

Había cruzado los brazos por debajo de los senos, respiraba lenta, profundamente. El resplandor de las llamas sacaba a sus cabellos castaños reflejos cobrizos; lo único en común con él y con los otros, aquellos reflejos del cabello, que Carlos ahora descubría.

—¿Tienes una vela?

Clara no se movió, pero Carlos volvió la cabeza bruscamente hacia la puerta. Inés había entrado; parecía una sombra ligera.

—Sí. Ahí, en el piano, hay dos o tres.

Se levantó. Inés había cogido un cabo de vela y se lo tendía. Carlos lo encendió.

—Puedes merendar ahora. Nosotros ya lo hemos hecho.

—No. Más tarde. Quiero terminar antes.

Salió en silencio y cerró la puerta tras sí.

—No vendrá —dijo Clara—. A lo mejor hoy es ayuno. Y aunque no lo sea, no vendrá. Cuando termine se pondrá a rezar.

Inclinó la cabeza hacia el regazo y ocultó el rostro. Carlos volvió a sentarse.

—Nosotros le importamos un comino. ¿No sabes que es santa?

Irguió el busto, estiró las piernas y los brazos. Se levantó.

—Bueno, ¿qué? Ya me has mirado bastante. ¿Qué te parezco?

Inesperado, fuera de lugar. Carlos se estremeció.

—¿Por qué dices eso?

—Pareces tonto, primo. Todos los hombres sois tontos.

Se dejó caer en una silla, frente a él, cara a la luz de la chimenea. Algo había cambiado en ella. Le miraba agresiva, casi con rabia.

—¿No sabes que Juan nos mandó aquí para ver si yo te gustaba? Es decir, supongo que no habrás pensado en Inés, sino sólo en mí. A Inés ya la conocías; no pareces haberle hecho efecto. Además, ella no le da quebraderos de cabeza: va a meterse monja, que es una buena solución.

Pero a mí hay que casarme antes de que ocurra una catástrofe.

Rió de modo inconveniente.

—¡Di algo, hombre, no quedes ahí pasmado! ¿O quieres verme mejor?

Se levantó, fue al centro del salón, dio unos pasos cómicos, un par de vueltas sobre sí misma, moviendo las caderas con exceso. De pronto quedó quieta y erguida.

—Enciende una vela. No puedo hablar contigo sin verte la cara. Carlos obedeció. El salón se iluminó levemente.

—¡Vamos, di si te gusto!

Carlos se llegó hasta ella, con la vela en la mano, y le alumbró la cara. A Clara le brillaban los ojos y le temblaba el labio superior. Carlos temió no poder disimular la pena súbita que aquello le causaba. Pena e incomprensión —aunque algo le advirtiera, allá dentro, que no era absurdo sino en apariencia— que obedecían a causas reales, aunque desconocidas. No era más absurdo que lo de doña Mariana, que lo de fray Ossorio, que lo de Piñeiro. Era, también, algo que estaba esperando su llegada para suceder. Pero Clara no se confesaba, sino que desafiaba. Sus ojos desafiaban como si él la hubiera ofendido. Sintió necesidad de dominarla con un efecto teatral.

—No. No me gustas.

Clara parpadeó fugazmente, como si vacilase. Se recobró en seguida.

—Estoy muy buena: es lo que me dicen cuando voy a la lonja a comprar pescado. Lo dicen con la mirada; a veces me dan un azote o me tiran un pellizco, que quiere decir lo mismo.

—Eres una desvergonzada.

Clara se encogió de hombros.

—¿Y qué? Es mejor que lo sepas. He fingido, desde ayer, ser una chica como las otras, no sé por qué. Es decir…

Calló y bajó los ojos.

—Lo sé, pero no te lo digo. Así nos entendemos mejor. Tú, tonto; yo, sinvergüenza.

—No quiero entenderme contigo. Si no fueras hermana de mi amigo…

—¿Me hubieras echado a patadas?

—A patadas, no. Te hubiera pedido que te fueras. Te lo pido. No creo haber dado pie a esta escena tan violenta.

—¿Violenta? Para ti. Yo he pensado todo el día en ella. Pensaba si engañarte, como hasta ahora, o poner las cosas en claro. Es mejor así; no tengo bastante educación para ser hipócrita con éxito.

—¿Qué te propones?

—Nada más que enterarte de cómo soy, para que no caigas en la trampa.

—¿Pretendes sugerirme que tu hermano quiere hacerme caer en una trampa?

—¡Oh no, nada de eso! Juan es incapaz. Juan sólo piensa: «Carlos está soltero y necesita una mujer, si va a quedarse aquí. A lo mejor le gusta Clara y me quita un peso de encima». Pero yo soy una trampa, Gusto a los hombres. Si hubiera permanecido silenciosa, y te hubiera seguido el aire, después de haber trabajado para arreglar tu casa y hacer tu cama, te habría gustado. Y… ¿Quién sabe?

Levantó la mirada hacia él: iracunda todavía, pero implorante ya. —No me mandes marchar. No quiero ir junto a Inés. Quiero estar aquí hasta que ella se vaya y hablar contigo.

—Me es igual.

—A mí, no. Lo más desagradable ya lo he dicho.

Fue hacia la silla; sin volverse, añadió:

—Si hace falta, te pido perdón.

Se detuvo un momento, antes de sentarse.

—¿Me dejas que me siente otra vez junto a la chimenea? Tengo frío.

—Haz lo que quieras.

—También puedes apagar la vela. Ahora ya no me importa la oscuridad.

Se sentó como antes; se dobló sobre sí misma y ocultó el rostro entre los brazos. Carlos cargó la pipa, la encendió, se sentó al piano y tocó unas escalas. Sonaba a demonios, pero siguió tocando, y su ánimo irritado halló placer en las disonancias creadas por sus manos. De repente cerró el piano.

—¡No había necesidad de esto! —gritó.

El grito sacudió el cuerpo de Clara como un sobresalto.

—No te incomodes. ¿Por qué no lo tomas a broma?

—Eres la hermana de un amigo y casi me obligas a insultarte. —En el fondo, me he portado bien.

Se levantó lentamente y quedó apoyada en la chimenea.

—Pude haberte gustado. ¿Qué hubiera sucedido entonces? Eres pobre, pero no tanto como nosotros. Tienes una casa hermosa y te portas como un caballero. Ayer me diste un duro, y hoy me llevaste a tu lado en el coche, y te preocupaste de taparme; fue un gesto muy delicado, que me conmovió, porque lo hiciste limpiamente, sin tocarme. Hace un momento, cuando estábamos aquí, en silencio, antes de que viniese Inés, yo me dejaba tentar. Era cosa de seguir disimulando, si conseguía gustarte. A lo mejor te casabas conmigo. Yo, por huir de mi casa, me casaría con el diablo, y si el diablo no me quiere para casarse, es igual: acabaré huyendo con él. Tú lo evitabas.

—El diablo, ¿es Cayetano Salgado?

—¿Por qué lo sabes?

—No conozco a nadie que se le parezca más.

Clara le miró, con una leve sonrisa en los labios.

—¿Ya no estás incomodado? Entonces siéntate. Mientras estás de pie parece que esperas a que me vaya.

Carlos dejó la vela sobre la repisa de la chimenea y se sentó.

—Ya no estoy tan incomodado.

Ella volvió a sonreír.

—¿Y quieres que siga hablando?

—Sí.

—¿Sin mentirte?

—Para mentirme no valía la pena lo de hace un momento.

—Empiezas a comprender que ha sido mejor.

—Quizá.

La pipa se le había apagado. La encendió de nuevo.

—¿Por qué hablas de escaparte con Cayetano como cosa inevitable? ¿Por qué tu hermano lo teme?

—¿Qué quieres que haga?

—¿Estás enamorada de él, acaso?

Clara hizo un gesto de asco.

—¡No! Pero… Cayetano es rico. Cuando me lleve a La Coruña le diré que me compre mil pesetas de ropa interior y que me aloje en un hotel donde pueda bañarme entera con agua caliente —se le iluminó el rostro—.

Después, que haga de mí lo que quiera. Yo no volveré más a Pueblanueva.

—¿Ésa es toda la razón: mil pesetas de ropa interior y un baño caliente?

—Y no volver.

—Puedes marcharte sin nada de eso.

—Sí. A vivir arrastrada, sin un momento de gloria. Puedo marcharme ahora, claro. Sola o con cualquier viajante de comercio. Me han hecho proposiciones, ¿sabes?, pero ninguno de ellos me ofrece nada de sustancia, sino mentiras: «¡Te querré siempre! ¡Te tendré como a una reina!» ¡Imbéciles! El otro, al menos, no engaña. Paga lo que toma y lo paga bien —hizo un gesto obsceno con la mano—. ¡Son una mierda los hombres! El peluquero de la plaza me espera, a veces, de noche, cuando regreso de comprar el pescado. Es un buen muchacho y tiene novia, pero le gusto. Me espera en la carretera, y tengo que defenderme a golpes. Un día le di una patada y cayó al suelo, dando gritos y retorciéndose. Me dio pena. Pensé que no estaba bien hacer daño a un hombre porque quiera tocarle a una los pechos, pero me fui y lo dejé tirado. Hay otro que también me espera, a veces: el de la mercería. Ése es tímido. Viene conmigo y no se atreve a decir nada ni a hacerlo, y yo lo provoco, y cuando me parece que va a atreverse, escapo. ¿Sabes por qué? Porque me gustan, y si me quedo con ellos un poco más, caigo. Y no puedo caer si quiero que Cayetano me dé las mil pesetas.

—¿Es la tarifa?

—¡Ah, no sé! Pero como no tengo hermanos que emplear en el astillero…

Se le ensombreció el rostro.

—Juan es muy orgulloso, ¿sabes?, y no baja la cabeza. ¡Muy cómodo! Un hombre de verdad se guarda el orgullo y trae un sueldo a casa. Entonces puede exigir. Pero Juan come de nuestro sudor, y si yo me deslizo, me rompe una costilla. ¡Que se vaya al demonio! Por eso, cuando me largue, no volveré. Si quiere matar a Cayetano, allá él.

—No puedes juzgar así a tu hermano. ¿Piensas que no le duele su situación y la vuestra? No sabes con qué vergüenza, aquí mismo, me pidió que no fuese a vuestra casa, por tu madre.

—¿Qué le importa mi madre? Vergüenza, sí; la que él pase o pueda pasar. Tiene mucho honor el caballero. Pero no recuerdo que Juan haya ganado jamás una peseta.

Le brillaban los ojos de llanto refrenado. Las últimas palabras las había dicho sobre el hipo de un sollozo. Carlos no se movió, y ella quedó callada unos instantes.

—Ya ves —dijo luego— el trabajo que me costó no engañarte. Si te casaras conmigo, o me trajeses a tu casa de querida, todo se arreglaría. Ya sé que no tendríamos mucho dinero, y que trabajaría como una bestia, pero estoy acostumbrada. Yo, además, no te costaría mucho. Con lo viejo de tu madre me haría ropa interior para diez años.

—Te obsesiona la ropa interior.

—Es que no tengo —respondió con sencillez casi candorosa—. Si me quitase este traje, quedaría en cueros. Unas bragas y una camisa, cosidas y remendadas, ése es todo mi ajuar. Cuando las lavo y tardan en secar, como hoy, hay que aguantar sin ellas, y dormir vestida. Me da asco. Por eso sueño con ropa nueva y limpia. Ya ves a lo que estoy dispuesta.

—Me gustaría arreglarte algo. Puedo darte dinero.

—¿Para qué? ¿Para que mi hermano me pegue pensando que se lo saqué a otro?

—Se le dice.

—Antes se dejaría matar que admitir nada de nadie.

—¿Y a Inés?

—¿Inés?

—Juan no pensará de ella que se lo ha sacado a Cayetano. Inés es buena.

Algo así como un relámpago de rabia estremeció el rostro de Clara.

—También tú te has dejado embaucar por esa beatona.

—A ella no la esperan los mozos en el camino, como a ti.

—Inés tiene el problema resuelto. Está enamorada de un fraile.

Carlos dio un salto en el asiento; demasiado visible.

Clara rió.

—¡Sí, no te asustes! Ella no se da cuenta, pero sólo piensa en él y vive para él.

—¿Sabes que no se han hablado nunca, y que él no la conoce?

—¿Qué importa eso? Está enamorada de él. Un amor de esos románticos, por ahora.

—Tienes algo malo dentro, Clara.

—Ya lo sé.

Volvió a quedar en silencio, entristecida.

—Perdóname —dijo Carlos.

—¿Por qué? Has dicho la verdad: soy mala de corazón. Pensarás que podía, como Inés, enamorarme de un ser lejano, en vez de esperar a que alguien se acueste conmigo por dinero. Pero lo malo no me nació aquí dentro, sino que vino de fuera y se metió en mí. Lo malo estaba en la calle, cuando vivíamos en Madrid y yo tenía que ir a la tienda, a pedir fiado, porque ya no teníamos dinero. No se preocupaban de por qué me daban el kilo de patatas o el real de huesos para hacer un poco de caldo. ¡Como yo era simpática!… Sí. Yo era simpática, y a los catorce años tenía caderas de mujer. Me daban las patatas y los huesos y, de propina, un azote, o me achuchaban contra un montón de sacos. Como ahora. Si no llevo el pescado, no hay que comer; pero yo voy a la lonja porque soy deslenguada y sé pelear con las vendedoras, y sacarles unos jureles al fiado cuando no hay dinero. Y cuando hay traiña o xeito, voy a la playa y me dan el pescado más barato, porque mis caderas les gustan a los pescadores, y yo, como lo sé, las meneo. Ésos no me tocan, porque respetan a Juan; que es su dios, pero me desean. Yo me aprovecho. Pero cuando uno de los otros me espera en el camino, y tengo que defenderme sin que Inés ni Juan se preocupen de mí, al acostarme lo recuerdo y no puedo hacer otra cosa, porque contra el recuerdo y el deseo no valen patadas ni puñetazos.

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