Entonces Morwen vio en los ojos grises de Niënor la firmeza de Húrin y vaciló; pero no podía doblegar el orgullo de la muchacha y no quiso que pareciera (aun tras aquellas hermosas palabras) que su hija la llevaba de vuelta, como a una persona vieja e incapaz, por lo que dijo:
—Seguiré mi camino, como me había propuesto. Ven tú también, pero que sepas que lo haces en contra de mi voluntad.
—Que así sea —aceptó Niënor.
Entonces Mablung dijo a su compañía:
—¡En verdad, es por falta de buen sentido, no de coraje, que la gente de Húrin atrae la aflicción sobre los demás! Lo mismo sucede con Túrin; sin embargo, no era así con sus antepasados. Pero ahora son todos gente aciaga, y no me gusta. Temo más esta misión que nos encomienda el rey que ir a la caza del lobo. ¿Qué hacer?
Pero Morwen, que estaba cerca de él y oyó sus últimas palabras, fue quien respondió:
—Haz lo que el rey te ha ordenado. Busca noticias de Nargothrond y de Túrin. Con ese fin hemos venido todos aquí.
—El camino es todavía largo y peligroso —dijo Mablung—. Si decidís seguir adelante, ambas montaréis e iréis entre los jinetes, sin apartaros de ellos.
Así se pusieron en marcha con el día ya amanecido, y abandonaron lenta y cautelosamente la región de juncos y sauces bajos, y llegaron a los bosques grises que cubrían gran parte de la planicie meridional ante Nargothrond. Todo el día fueron en dirección oeste, y no vieron sino desolación, y no oyeron nada; porque las tierras estaban en silencio, y a Mablung le parecía que un peligro los amenazaba en aquellos parajes. Ese era el mismo camino que Beren había recorrido años atrás, y entonces en los bosques acechaban los ojos ocultos de los cazadores, pero ahora todo el pueblo del Narog había partido, y los Orcos, según parecía, no habían llegado aún tan al sur. Aquella noche acamparon en el bosque gris, sin fuego ni luz.
Los dos días siguientes continuaron avanzando, y al atardecer del tercer día después de abandonar el Sirion llegaron al final de la planicie y se acercaron a las orillas occidentales del Narog. Tanta fue la intranquilidad que se apoderó de Mablung que rogó a Morwen que no siguieran adelante. Sin embargo, ella rió, y dijo:
—Es muy probable que pronto tengas el placer de librarte de nosotras, pero todavía deberás soportarnos un poco más. Estamos demasiado cerca ahora como para retroceder por miedo.
Entonces Mablung gritó:
—Aciagas sois las dos, y temerarias. No ayudáis en la búsqueda de noticias, sino que la entorpecéis. ¡Escuchadme ahora! Se me ordenó no reteneros por la fuerza, pero se me ordenó también protegeros por el medio que fuera. En este trance, sólo una cosa puedo hacer y es protegeros. Mañana os conduciré a Amon Ethir, la Colina de los Espías, que se encuentra cerca, donde quedaréis custodiadas: no seguiréis avanzando en tanto yo mande aquí.
Amon Ethir era un monte de la altura de una colina que mucho tiempo atrás Felagund había hecho levantar con gran esfuerzo en la planicie, delante de sus Puertas, una legua al este del Narog. Estaba sembrado de árboles, salvo en la cima, desde donde se tenía una amplia vista de todos los caminos que conducían al gran puente de Nargothrond y las tierras de alrededor. A esta colina llegaron ya avanzada la mañana y empezaron a subirla desde el este. Entonces, al mirar hacia el Alto Faroth, pardo y desnudo más allá del río,
[25]
Mablung vio con su vista élfica, las terrazas de Nargothrond sobre la empinada orilla occidental y, como un pequeño boquete en los muros formados por las colinas, las abiertas Puertas de Felagund. Pero no oyó sonido alguno, y no vio signos de enemigos, ni señales del Dragón, salvo los restos del incendio en torno a las Puertas del día del saqueo. Todo yacía en silencio bajo un pálido sol.
Mablung, como ya había avisado, ordenó a sus diez jinetes que mantuvieran a Morwen y Niënor en la cima de la colina, y que no se movieran de allí en tanto él no regresara, excepto en caso de gran peligro: y si eso ocurría, los jinetes tenían que poner a Morwen y Niënor entre ellos y huir tan de prisa como les fuera posible, hacia el este, a Doriath, enviando por delante a uno de ellos para llevar noticias y buscar ayuda.
Entonces Mablung reunió a los otros miembros de su compañía y bajaron la colina; luego, al llegar a los campos del oeste, donde los árboles eran escasos, se dispersaron y cada cual continuó su propio camino, sin vacilar pero cautelosos, hacia las orillas del Narog. Mablung tomó el camino del medio, que se dirigía hacia el puente, y así llegó a su extremo y lo encontró todo derrumbado; abajo, el río fluía con fuerza después de las lluvias del lejano norte, espumoso y rugiente entre las piedras caídas.
Pero Glaurung permanecía allí echado, a la sombra del gran pasaje que conducía al interior desde las Puertas derribadas, y hacía mucho que había advertido la presencia de los rastreadores, aunque muy pocos ojos de la Tierra Media habrían sido capaces de divisarlos. Sin embargo, la mirada de sus ojos fieros era más aguda que la de las águilas, y superaba el largo alcance de la vista de los Elfos; y sabía también que algunos habían quedado atrás, y que esperaban sobre la cima desnuda de Amon Ethir.
Así, mientras Mablung se deslizaba entre las rocas, tratando de ver si podía cruzar el río que corría desenfrenado entre las piedras del puente, Glaurung se arrojó de pronto a la corriente lanzando una gran bocanada de fuego. Hubo entonces un gran siseo y del agua se levantaron unas enormes emanaciones, y Mablung y quienes lo seguían fueron engullidos por un vapor cegador y un hedor inmundo. La mayoría huyeron como pudieron hacia la Colina de los Espías, pero mientras Glaurung cruzaba el Narog. Mablung se hizo a un lado y se ocultó bajo una roca, donde se quedó, pues le parecía que aún tenía un cometido que cumplir. Sabía ahora con certeza que Glaurung moraba en Nargothrond, pero se le había pedido también que, si era posible, averiguara la verdad acerca del hijo de Húrin. Por tanto, con el corazón firme, se proponía cruzar el río en cuanto Glaurung se hubiera ido, y examinar las estancias de Felagund. Lo decidió así porque pensó que todo lo que podía hacerse para proteger a Morwen y Niënor se había hecho: los jinetes habrían advertido ya la aparición de Glaurung, y debían de estar ya a toda carrera hacia Doriath con las dos mujeres.
Así pues, Glaurung pasó junto a Mablung como una vasta forma en la niebla, y avanzó con rapidez, porque era como un enorme pero, sin embargo, ágil gusano. Entonces Mablung vadeó el Narog con gran peligro. Por su parte, los guardianes apostados en Amon Ethir contemplaron la salida del Dragón y se sintieron consternados. Inmediatamente, ordenaron montar a Morwen y Niënor sin discusión alguna, y se dispusieron a huir hacia el este como se les había ordenado. Pero cuando descendían de la colina a la planicie, un mal viento lanzó los intensos vapores sobre ellos, trayendo un hedor que los caballos no pudieron soportar. Cegados por la niebla levantada y despavoridos por el inmundo olor del Dragón, los caballos no tardaron en volverse ingobernables, y empezaron a correr frenéticamente de un lado a otro, con lo que los guardias se dispersaron, o bien fueron lanzados contra los árboles con gran daño, o se buscaban en vano unos a otros. El relincho de los caballos y los gritos de los jinetes llegaron a oídos de Glaurung, que se sintió complacido.
Uno de los jinetes Elfos que luchaba con su caballo en la niebla, vio de repente pasar cerca a la Señora Morwen, un espectro gris sobre un corcel enloquecido, que desapareció en la neblina, gritando «Niënor», y no volvieron a verla.
Cuando el terror ciego se adueñó de los jinetes, el caballo de Niënor, desbocado, había tropezado y hecho caer a la muchacha que rodó suavemente sobre la hierba sin lastimarse. No obstante, cuando se puso en pie estaba sola: perdida en la niebla, sin caballo ni compañía. Su corazón no flaqueó, y reflexionó un momento; le pareció inútil acudir a una llamada u otra porque los gritos la rodeaban por todas partes, aunque cada vez más débiles. Lo que le pareció mejor fue subir de nuevo la colina: allí iría sin duda Mablung antes de partir, aunque sólo fuera para asegurarse de que ningún miembro de su compañía permanecía en el lugar.
Así pues, caminando a ciegas, encontró la colina, que en realidad estaba cerca, gracias a que notó la elevación del suelo bajo sus pies; lentamente, fue subiendo por el sendero que venía desde el este. Y, a medida que ascendía, la niebla se hacía menos densa, hasta que llegó por fin a la cima desnuda a pleno sol. Entonces avanzó un paso y miró hacia el oeste. Y allí, delante de ella, se topó frente a frente con la gran cabeza de Glaurung, que había trepado al mismo tiempo por el otro lado. Antes de darse cuenta, sus ojos habían mirado el fiero espíritu de los de él, y eran ojos terribles, en los que moraba el cruel espíritu de Morgoth, su amo.
Sin embargo, fuertes eran la voluntad y el corazón de Niënor, y ambos lucharon contra Glaurung, pero él concentró su poder en ella.
—¿Qué buscas aquí? —preguntó.
Obligada a responder, Niënor contestó:
—Busco a un tal Túrin, que vivió aquí un tiempo. Pero quizá está muerto.
—No lo sé —contestó Glaurung—. Estaba aquí para defender a las mujeres y a los débiles, pero cuando yo llegué los abandonó y huyó. Jactancioso pero cobarde, según parece. ¿Por qué buscas a alguien así?
—Mientes —afirmó Niënor—. Los hijos de Húrin no son cobardes. No te tememos.
Entonces Glaurung rió, porque, con esas palabras, la hija de Húrin se había revelado a su malicia.
—Entonces, sois tontos, tú y tu hermano —dijo—. Y tu jactancia será vana, ¡porque yo soy Glaurung!
Y diciendo esto, atrajo los ojos de ella a los suyos, y la voluntad de Niënor se desvaneció. Y le pareció que el sol palidecía y todo se volvía opaco a su alrededor. Lentamente, una gran oscuridad se abatió sobre ella y esa oscuridad se abría al vacío; no supo nada, no oyó nada, y no recordaba nada.
Largo tiempo exploró Mablung las estancias de Nargothrond, tan bien como pudo en medio de la oscuridad y el hedor; pero no encontró allí ningún ser viviente: nada se movía entre los huesos, y nadie respondía a sus gritos. Por fin, abatido por el horror del lugar, y temiendo el regreso de Glaurung, volvió a las Puertas. El sol se ponía ya por el oeste, y, detrás de él, las sombras del Faroth cubrían las terrazas y el río desbocado de abajo; sin embargo, a lo lejos, debajo de Amon Ethir, creyó distinguir la forma maligna del Dragón. Más duro y más peligroso fue volver a cruzar el Narog con tanta prisa y temor, y, apenas había alcanzado la orilla oriental y se había ocultado en la ribera, cuando Glaurung se acercó. Pero avanzaba despacio ahora y con sigilo, porque había consumido todos los fuegos de su interior: un gran poder había salido de él, y quería descansar y dormir en la oscuridad. Así, se deslizó en el agua y reptó hasta las Puertas como una enorme serpiente de color ceniza, enlodando el suelo con el vientre.
Pero se volvió antes de entrar y miró atrás, hacia el este, y de él brotó la risa de Morgoth, débil pero horrible, como un eco de malicia llegado de negras profundidades. Y su voz, fría y baja, pudo oírse después:
—¡Ahí estás, como rata de agua en la ribera, Mablung el poderoso! Mal cumples los cometidos de Thingol. ¡Ve de prisa ahora a la colina y verás lo que ha sido de quienes tenías a tu cargo!
Entonces Glaurung entró en su guarida, y el sol se ocultó, y el gris anochecer se enfrió sobre la tierra. Mablung se encaminó en seguida a Amon Ethir, y, mientras subía a la cima, las estrellas aparecieron en el este. Recortándose contra ellas, vio una figura erguida, oscura e inmóvil como una estatua de piedra. Tal parecía Niënor, que no oyó nada de lo que él le dijo, y no le respondió. Pero cuando por fin él le tomó la mano, se movió, y permitió que se la llevara de allí; y mientras le sujetaba la mano lo seguía, pero si se la soltaba se detenía.
Grandes fueron entonces el dolor y el desconcierto de Mablung; pero no tenía más remedio que llevar de ese modo a Niënor por el largo camino hacia el este, sin ayuda ni compañía. Así partieron, andando como sonámbulos, y salieron a la planicie en las sombras de la noche. Cuando llegó de nuevo el día, Niënor tropezó y cayó, y se quedó inmóvil; y Mablung se sentó junto a ella, desesperado.
—Por algo temía yo este cometido —dijo—. Porque será el último, según parece. Con esta desdichada hija de los Hombres pereceré en las tierras salvajes, y mi nombre será despreciado en Doriath si alguna vez llega allí alguna noticia de nuestra suerte. Sin duda todos los demás han muerto, y sólo ella fue perdonada, pero no por piedad.
Allí los encontraron tres miembros de la compañía que habían huido del Narog a la llegada de Glaurung y, después de mucho errar, cuando despejó la niebla, volvieron a la colina. Al encontrarla vacía, habían emprendido el camino a casa. Mablung recuperó entonces la esperanza, y se pusieron en marcha todos juntos, hacia el norte y el este, pues no había camino de regreso a Doriath en el sur, y desde la caída de Nargothrond los guardianes tenían prohibido cruzar en la balsa a nadie que no viniera del interior.
Viajaban despacio, como si llevaran con ellos un niño cansado. Pero a medida que se alejaban de Nargothrond y se acercaban a Doriath, Niënor iba recuperando las fuerzas poco a poco, y, llevada de la mano, caminaba obediente hora tras hora. No obstante, sus ojos abiertos no veían, y sus oídos no oían nada, y sus labios no pronunciaban palabra alguna.
Por fin, después de muchos días, llegaron cerca de la frontera occidental de Doriath, un poco al sur del Teiglin, porque tenían intención de atravesar las lindes de la pequeña tierra de Thingol más allá del Sirion, y llegar así al puente protegido, cerca de la corriente del Esgalduin. Allí se detuvieron un tiempo, e hicieron que Niënor se tumbase sobre un lecho de hierba. Ella cerró los ojos, cosa que no había hecho hasta entonces, y pareció que dormía. Entonces los Elfos descansaron también, y la fatiga los volvió imprudentes. De este modo, una banda de cazadores Orcos, de las muchas que ahora merodeaban por esa región, tan cerca de los vallados de Doriath como osaban hacerlo, los sorprendió desprevenidos. De pronto, en medio de la refriega, Niënor se incorporó de un salto como quien despierta del sueño por una alarma en la noche, y con un grito se internó corriendo en el bosque. Entonces los Orcos se dieron la vuelta y la persiguieron, y los Elfos fueron detrás. Pero Niënor había sufrido un extraño cambio y los superaba a todos en velocidad, corriendo como un ciervo entre los árboles, con los cabellos flotando al viento. Mablung y sus compañeros alcanzaron en seguida a los Orcos matándolos a todos, y siguieron adelante. Pero para entonces Niënor había desaparecido como un espectro; y ni rastro de ella encontraron, aunque estuvieron buscándola lejos, hacia el norte, durante muchos días.