Los hijos de Húrin (21 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Entonces Túrin exclamó encolerizado:

—¿Que yo no puedo andar por la casa de Brodda, que me golpearán? ¡Ven y lo verás!

Entró entonces en la sala, se echó atrás la capucha y, arrojando a un lado todo lo que encontró a su paso avanzó a grandes zancadas hacia la mesa a la que estaban sentados el amo de la casa y su esposa, junto con otros señores Orientales. Algunos de ellos se levantaron para atraparlo, pero él los arrojó al suelo, y gritó:

—¿Nadie gobierna esta casa, o es más bien un habitáculo de Orcos? ¿Dónde está el amo?

Entonces Brodda se puso en pie iracundo.

—Yo gobierno esta casa —empezó, pero antes de que pudiera decir nada más, Túrin prosiguió:

—Entonces no has aprendido aún la cortesía que había en esta tierra antes de que tú llegaras. ¿Acostumbran ahora los hombres a permitir que los lacayos maltraten a los parientes de sus esposas? Eso soy yo, y tengo un recado para la Señora Aerin. ¿Podré acercarme sin trabas, o debo hacerlo a mi manera?

—Acércate —dio su permiso Brodda, frunciendo el entrecejo; pero Aerin palideció.

Entonces Túrin se acercó a la mesa alzada y se mantuvo primero erguido ante ella y luego hizo una reverencia.

—Os pido disculpas, Señora Aerin —dijo—, por irrumpir de este modo ante vos, pero el cometido que tengo es urgente y con él vengo de lejos. Busco a Morwen, Señora de Dor-lómin, y a Niënor, su hija. Pero su casa está vacía y ha sido saqueada. ¿Qué podéis decirme?

—Nada —respondió Aerin con gran temor, porque Brodda la vigilaba de cerca.

—No me lo creo —dijo Túrin.

Entonces Brodda se adelantó de un salto, rojo de ira.

—¡Basta! —gritó—. ¿He de oír cómo acusa de mentir a mi esposa un mendigo que habla una lengua de siervos? No hay ninguna Señora de Dor-lómin. Y en cuanto a Morwen, era del pueblo de los esclavos, y ha huido como una esclava. ¡Haz tú lo mismo, y rápido, o te haré colgar de un árbol!

Entonces Túrin saltó sobre él, desenvainó la espada negra y, tomando a Brodda de los cabellos, le echó la cabeza hacia atrás.

—¡Que nadie se mueva —advirtió—, o esta cabeza abandonará sus hombros! Señora Aerin, os pido disculpas una vez más, pero ¡hablad ahora, y no me lo neguéis! ¿No soy acaso Túrin, Señor de Dor-lómin? ¿Tendré que ordenároslo?

—¿Qué queréis saber? —preguntó ella.

—¿Quién saqueó la casa de Morwen?

—Brodda —respondió.

—¿Cuándo partió ella, y hacia dónde?

—Hace un año y tres meses —dijo Aerin—. El amo Brodda y otros de los Intrusos del Este la oprimían sin piedad. Hace mucho fue invitada al Reino Escondido, y allí fue por fin, cuando las tierras intermedias se vieron libres de mal por un tiempo gracias a las hazañas de la Espada Negra del país del Sur, según se dice; pero eso ahora ha acabado. Esperaba encontrar allí a su hijo aguardándola, pero si vos sois él, temo que todo haya salido torcido.

Entonces Túrin rió amargamente.

—¿Torcido, torcido? —gritó—. Sí, siempre torcido: ¡tan torcido como Morgoth! —Y una cólera negra lo sacudió, porque de repente se le abrieron los ojos, y se deshicieron las últimas hebras del hechizo tejido por Glaurung, y Túrin se dio cuenta de las mentiras con que éste lo había engañado—. ¿He sido embaucado para venir aquí a morir con deshonra en lugar de terminar cuando menos con valentía ante las Puertas de Nargothrond?

Y de nuevo le pareció oír los gritos de Finduilas en la noche de fuera de la casa.

—¡Pues no seré yo quien muera primero! —exclamó. Y tomó a Brodda y, con la fuerza de su gran angustia e ira lo levantó en vilo y lo sacudió como si fuera un perro—. ¿Morwen del pueblo de los esclavos, has dicho? ¡Tú, hijo de cobardes, ladrón, esclavo de esclavos!

Y diciendo esto, arrojó a Brodda de cabeza sobre su propia mesa, contra un Oriental que se levantaba para atacar a Túrin. Con la caída, el cuello de Brodda se rompió, y Túrin, saltando detrás de él, mató a tres más que habían retrocedido, porque no tenían armas.

Los Orientales sentados a la mesa habrían atacado a Túrin, pero había allí muchos otros del viejo pueblo de Dor-lómin que durante mucho tiempo habían sido dóciles sirvientes, pero que ahora se pusieron en pie con gritos de rebelión. No tardó en estallar una gran pelea y, aunque los esclavos sólo disponían de cuchillos de mesa y otros objetos semejantes contra dagas y espadas, muchos murieron en ambos bandos, antes de que Túrin acabara con el último de los Orientales que quedaba en la sala.

Entonces descansó, apoyándose contra una columna, y el fuego de la cólera era ya como cenizas. Pero el viejo Sador se arrastró hacia él y lo asió por las rodillas, porque estaba herido de muerte.

—Más de tres meses siete años ha sido mucho tiempo a la espera de este momento —dijo—. Pero ¡ahora vete, vete, señor! Vete, y no vuelvas si no traes contigo mayores fuerzas. Levantarán esta tierra contra ti. Muchos han huido de la sala. Vete, o encontrarás aquí tu fin. ¡Adiós! —Entonces resbaló al suelo y murió.

—Ha hablado con la verdad de la muerte —dijo Aerin—. Ya sabéis lo que queríais saber. ¡Ahora marchaos de prisa! Pero id primero ante Morwen y consoladla, o me será difícil perdonaros lo que habéis hecho aquí. Porque, aunque mala era mi vida, con vuestra violencia me habéis traído la muerte. Los Intrusos se vengarán esta noche en todos los que estaban aquí. Precipitadas son vuestras acciones, hijo de Húrin, como si fuerais todavía el niño que conocí.

—Y débil corazón es el vuestro, Aerin, hija de Indor, como lo era cuando os llamaba tía, y un perro ladrador os asustaba —respondió Túrin—. Fuisteis hecha para un mundo más dulce. Pero ¡venid!, os llevaré con Morwen.

—La nieve cubre el país, pero es más blanca aún sobre mi cabeza —replicó ella—. Con vos en las tierras salvajes moriría tan pronto como con los brutales Orientales. No podéis arreglar lo que habéis hecho. ¡Marchaos! Quedaros lo empeoraría todo, y Morwen os perdería sin objeto alguno. ¡Marchaos, os lo ruego!

Entonces Túrin le hizo una profunda reverencia, y volviéndose, abandonó la casa de Brodda, pero todos los rebeldes que aún tenían fuerzas lo siguieron. Se encaminaron hacia las montañas, porque algunos de ellos conocían bien los caminos, y bendijeron la nieve que caía detrás borrando sus huellas. Así, aunque pronto se organizó la persecución, con muchos hombres y perros y relinchos de caballos, lograron escapar hacia el sur por las colinas. Desde allí, al mirar atrás, vieron una luz roja a lo lejos, en la tierra que habían abandonado.

—Han pegado fuego a la casa —observó Túrin—. ¿Con qué fin?

—¿Ellos? No, señor; yo creo que ha sido ella —dijo uno, de nombre Asgon—. Muchos hombres de armas interpretan mal la paciencia y la quietud. La Señora nos hizo mucho bien a un alto precio. Su corazón no era débil, y la paciencia siempre termina por agotarse.

Algunos de los más resistentes, capaces de soportar el invierno, se quedaron con Túrin y, por extraños senderos, lo condujeron a un refugio en las montañas, una caverna conocida por proscritos y fugitivos, donde había escondidos algunos alimentos. Allí esperaron hasta que la nieve cesó, le dieron provisiones y lo guiaron hacia un paso poco transitado que se dirigía al sur, al Valle del Sirion, donde aún no había nieve. En el camino de descenso se separaron.

—Adiós, Señor de Dor-lómin —dijo Asgon—. Pero no nos olvidéis. Ahora seremos hombres perseguidos; y el Pueblo de los Lobos será más cruel por causa de vuestra venida. Marchaos por tanto y no volváis, a no ser que traigáis con vos un ejército para liberarnos. ¡Adiós!

13
La llegada a Túrin a Brethil

T
úrin descendió hacia el Sirion, y su mente estaba dividida. Porque le parecía que, así como antes tenía dos amargas opciones, ahora tenía tres, y su pueblo oprimido, al que sólo había traído más dolor, clamaba por él. Sólo un consuelo le quedaba: que más allá de toda duda, Morwen y Niënor hacía ya mucho tiempo que habían llegado a Doriath, y las proezas de la Espada Negra de Nargothrond habían librado de peligros el camino. Y pensó para sí: «¿A qué sitio mejor podría haberlas llevado de haber venido antes? Si la Cintura de Melian se rompe, todo habrá terminado. No, es mejor así, porque a causa de mi cólera y mis acciones precipitadas arrojo una sombra dondequiera que voy. ¡Que Melian las guarde! Yo las dejaré en paz, para que la sombra aún no las alcance durante un tiempo».

Pero era demasiado tarde para buscar a Finduilas. Túrin vagó por los bosques de debajo de las estribaciones de Ered Wethrin, salvaje y cauto como una bestia; y recorrió todos los caminos que llevaban hacia el norte, hacia el Paso del Sirion. Demasiado tarde, porque las lluvias y las nieves habían borrado todas las huellas. Pero al descender por el Teiglin, se topó un día con algunos del Pueblo de Haleth. que venían del Bosque de Brethil. La guerra los había diezmado, y la mayoría vivían ocultos, dentro de un vallado sobre Amon Obel, en el corazón del bosque. Ephel Brandir se llamaba ese lugar, porque Brandir, hijo de Handir, era ahora su señor, puesto que su padre había muerto.

Brandir no era hombre de guerra, pues cojeaba de una pierna que se le había roto por accidente en la infancia; y era además de ánimo gentil, y amaba más la madera que el metal, y el conocimiento de las cosas que crecen en la tierra más que cualquier otra ciencia.

Sin embargo, algunos de los hombres de los bosques perseguían todavía a los Orcos en sus fronteras; y por eso, cuando Túrin llegó allí, oyó el ruido de una refriega. Se apresuró en esa dirección y, al acercarse cauteloso entre los árboles, vio a una pequeña compañía de Hombres rodeados de Orcos. Los Hombres se defendían desesperadamente, de espaldas a un grupo de árboles que crecía en un claro; pero los Orcos eran muchos, y los Hombres tenían pocas esperanzas de escapar, a no ser que recibieran ayuda. Túrin, invisible entre los matorrales, hizo un gran ruido de pisadas y ramas rotas, y gritó luego con grandes voces, como si condujera a muchos hombres:

—¡Ja! ¡Aquí están! ¡Seguidme todos! ¡Adelante, y a muerte!

Al oírlo muchos de los Orcos miraron hacia atrás consternados, y entonces emergió Túrin de un salto, haciendo señas como si otros hombres lo siguieran, y los filos de Gurthang chisporroteaban como llamas en su mano. Demasiado bien conocían los Orcos esa hoja, y aun antes de que Túrin se abalanzara sobre ellos muchos se dispersaron y huyeron. Entonces los Hombres de los bosques corrieron tras ellos, y juntos los persiguieron hasta el río: pocos Orcos lo cruzaron. Después se detuvieron en la orilla, y Dorlas, líder de los Hombres de los bosques, dijo:

—Rápido sois en la persecución, señor, pero vuestros hombres son lentos en seguiros.

—Os equivocáis —replicó Túrin—, todos corremos como un único hombre, y jamás nos separamos.

Entonces los hombres de Brethil rieron, y dijeron:

—Bien, un solo hombre así vale por muchos. Tenemos una gran deuda con vos. Pero ¿quién sois, y qué hacéis aquí?

—No hago sino ejercer mi oficio, que es el de matar Orcos —contestó Túrin—. Y vivo donde mi oficio me lo exige. Soy el Hombre Salvaje de los Bosques.

—Entonces venid y vivid con nosotros —dijeron ellos—. Porque nosotros moramos en los bosques, y necesitamos trabajadores como vos. ¡Seríais bienvenido!

Entonces Túrin los miró de manera extraña, y dijo:

—Hay, pues, quien todavía está dispuesto a que yo ensombrezca su destino. Gracias, amigos, pero tengo aún por delante un penoso cometido: encontrar a Finduilas, hija de Orodreth de Nargothrond, o al menos saber qué ha sido de ella. ¡Ay! Muchas semanas han transcurrido desde que se la llevaron de Nargothrond, pero yo todavía la busco.

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