Los hijos de Húrin (22 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Entonces los demás lo miraron con piedad, y Dorlas dijo:

—No busquéis más. Una hueste de Orcos vino de Nargothrond camino de los Cruces del Teiglin; nosotros estábamos esperándolos. Marchaban muy despacio a causa del número de cautivos que escoltaban. Entonces, para aportar nuestro pequeño grano de arena a la guerra, tendimos una emboscada a los Orcos con todos los arqueros que pudimos reunir, esperando poder salvar a algunos prisioneros. Pero ¡ay!, en cuanto fueron atacados, los inmundos Orcos mataron a las mujeres que llevaban cautivas; y a la hija de Orodreth la clavaron en un árbol con una lanza.

Túrin se sintió herido de muerte.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Porque habló conmigo antes de morir —contestó Dorlas—. Nos miró como si buscara a alguien a quien estuviera esperando, y susurró: «Mormegil. Decidle a Mormegil que Finduilas está aquí». No dijo más. Pero a causa de sus últimas palabras, le dimos sepultura donde murió. Yace en un túmulo, junto al Teiglin. Sí, hace ahora un mes.

—Llevadme allí —pidió Túrin; y los hombres lo condujeron hasta un montículo junto a los Cruces del Teiglin.

Al llegar allí, Túrin se tendió en el suelo, y una oscuridad cayó sobre él, de modo que los demás creyeron que había muerto. Pero Dorlas lo miró de cerca y, volviéndose hacia sus hombres, dijo:

—¡Demasiado tarde! Es éste un triste momento. Pero mirad: este que aquí yace es el propio Mormegil, el gran capitán de Nargothrond. Por su espada tendríamos que haberlo conocido, como lo conocieron los Orcos.

Pues la fama de la Espada Negra del Sur había viajado lejos, aun hasta las profundidades del bosque.

Así pues, aquellos hombres lo alzaron con reverencia y lo transportaron hasta Ephel Brandir; y Brandir salió a su encuentro, y se asombró al ver que llevaban a alguien sobre unas andas. Entonces, retirando el paño que lo ocultaba, examinó el rostro de Túrin, hijo de Húrin, y una oscura sombra cubrió su corazón.

—¡Oh, crueles Hombres de Haleth! —exclamó—. ¿Por qué arrebatasteis a este hombre de la muerte? Con gran trabajo habéis traído aquí a quien será la causa de la ruina de nuestro pueblo.

Pero los Hombres de los bosques dijeron:

—No, es Mormegil de Nargothrond,
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un poderoso matador de Orcos, y nos será de gran ayuda si vive. Y, si así no fuera, ¿habríamos de dejar a un hombre golpeado por el dolor como carroña a la vera del camino?

—No, en verdad —respondió Brandir—. El destino no lo ha querido así. —Y llevando a Túrin a su casa, lo atendió con cuidado.

Cuando Túrin salió al fin de la oscuridad, la primavera había vuelto, y él despertó y vio el sol sobre los capullos verdes. Entonces el coraje de la Casa de Hador despertó también en él, que se levantó y dijo de corazón:

—Todas mis acciones y mis días pasados han sido oscuros y llenos de maldad, pero ha llegado un nuevo día. Aquí me quedaré en paz; renuncio a mi nombre y mi linaje, y así quizá dejaré atrás la sombra, o al menos no caerá sobre los que amo.

Así pues, tomó un nuevo nombre, y se llamó a sí mismo Turambar, que en la lengua de los Altos Elfos significaba Amo del Destino; y vivió entre los Hombres de los bosques, y fue amado por ellos, y les pidió que olvidaran su antiguo nombre, y lo consideraran nacido en Brethil. No obstante, el cambio de nombre no pudo cambiar del todo su temperamento, ni hacerle olvidar las penas causadas por los siervos de Morgoth, y quería perseguir Orcos con unos pocos que pensaban como él, aunque eso disgustaba a Brandir, pues él confiaba en proteger a su pueblo con el sigilo y el secreto.

—Mormegil ha dejado de existir —les dijo—, pero ¡tened cuidado, no sea que el valor de Turambar atraiga una venganza similar contra Brethil!

Por tanto, Turambar guardó la Espada Negra, y no la llevó más al combate, prefiriendo desde entonces el arco y la lanza. Pero no soportaba que los Orcos utilizaran los Cruces del Teiglin o se acercaran al montículo donde yacía Finduilas. Haudh-en-Elleth se llamaba, el Túmulo de la Doncella Elfa, y pronto los Orcos aprendieron a temer ese sitio y lo evitaron.

Un día Dorlas le dijo a Turambar:

—Has renunciado a tu nombre, pero eres todavía la Espada Negra; y ¿no dice el rumor que éste era en verdad el hijo de Húrin de Dor-lómin, señor de la Casa de Hador?

Y Turambar contestó:

—Eso he oído. Pero no lo difundas, te lo ruego, si eres mi amigo.

14
El viaje de Morwen y Niënor a Nargothrond

C
uando el fiero Invierno acabó, nuevas de Nargothrond llegaron a Doriath, porque algunos de los que escaparon del saqueo y habían sobrevivido al invierno en las tierras salvajes, lograron llegar en busca de la protección de Thingol, y los guardianes de la frontera los condujeron ante el rey. Unos decían que todos los enemigos se habían ido hacia el norte; otros que Glaurung moraba todavía en las estancias de Felagund; algunos, que Mormegil había muerto, y otros que estaba bajo un hechizo del Dragón y se encontraba todavía allí, como convertido en piedra. Pero todos declararon que en Nargothrond, antes del fin, ya se sabía que la Espada Negra no era otro que Túrin, hijo de Húrin de Dor-lómin.

Grandes fueron entonces el miedo y la pena de Morwen y de Niënor; y Morwen dijo:

—¡Esta duda es obra del mismo Morgoth! ¿No podemos saber la verdad, y conocer de una vez qué es lo peor que debemos soportar?

No obstante, Thingol tenía grandes deseos de saber más del destino de Nargothrond, y tenía ya en mente enviar allí a algunos para que investigaran con cautela; sin embargo, él creía que en realidad. Túrin había muerto, o que era imposible rescatarlo, pero se resistía a ver la hora en que Morwen lo supiera con certeza. Por tanto, le dijo:

—Este es un asunto peligroso, Señora de Dor-lómin, y requiere un tiempo de reflexión. La duda puede ser desde luego obra de Morgoth para llevarnos a cometer alguna acción precipitada.

Pero Morwen, enloquecida, gritó:

—¡Alguna acción precipitada, señor! Si mi hijo erra hambriento por los bosques, si vive encadenado, si su cuerpo yace insepulto, yo desde luego estoy dispuesta a cometer alguna acción precipitada. No perderé ni una hora en ir a buscarlo.

—Señora de Dor-lómin —razonó Thingol con ella—, sin duda ése no sería el deseo del hijo de Húrin. Pensaría que mejor os encontráis aquí que en cualquier otro lugar: bajo la custodia de Melian. En consideración a Húrin y Túrin, no permitiré que erréis por ahí expuesta al negro peligro de estos días.

—No preservasteis a Túrin del peligro, pero a mí sí queréis apartarme de él —gritó Morwen—. ¡Bajo la custodia de Melian! Sí, prisionera de la Cintura. Mucho tiempo dudé antes de atravesarla, y ahora lo deploro.

—Puesto que así habláis, Señora de Dor-lómin —dijo Thingol—, sabed esto: la Cintura está abierta. Libremente vinisteis aquí; y libremente os quedaréis… o partiréis.

Entonces Melian, que había permanecido en silencio, habló:

—No te vayas, Morwen. Una verdad has dicho: esta duda es obra de Morgoth. Si te vas, lo harás obedeciendo su voluntad.

—El temor a Morgoth no me impedirá acudir a la llamada de mi linaje —respondió Morwen—. Pero si teméis por mí, señor, prestadme entonces a algunos de los vuestros.

—Yo no mando en vos —dijo Thingol—, pero mi gente sí me pertenece y mando en ella. Los enviaré según crea conveniente.

Entonces Morwen no dijo más, pero lloró, y se apartó de la presencia del rey. Thingol tenía un peso en el corazón, porque le parecía que el ánimo de Morwen era aciago; y le preguntó a Melian si no la retendría con su poder.

—Contra un mal que viene mucho puedo hacer –respondió ella—, pero contra la partida de los que quieren marcharse, no puedo nada. Esa parte te corresponde a ti. Si ha de ser retenida aquí, tendrás que hacerlo por la fuerza. No obstante, de ese modo corres el peligro de que pierda la razón.

Morwen fue al encuentro de Niënor, y dijo:

—Adiós, hija de Húrin. Parto en busca de mi hijo, o de noticias ciertas sobre él, pues aquí nadie quiere hacer nada, hasta que sea demasiado tarde. Quédate aquí por si regreso.

Entonces Niënor, asustada y afligida, quiso retenerla, pero Morwen no contestó, y se dirigió a su cámara; cuando llegó la mañana, había montado a caballo y se había ido.

Thingol había ordenado que nadie la detuviera o la abordase. Pero tan pronto como ella se marchó, reunió a una compañía de los más audaces y hábiles de entre los guardianes de las fronteras, y puso a Mablung al mando.

—Seguidla velozmente —les ordenó—, pero no permitáis que note vuestra presencia. Sin embargo, cuando llegue a las tierras salvajes, si el peligro amenaza, mostraos; y si no quiere volver, protegedla como podáis. Quiero también que algunos de vosotros os adelantéis tanto como sea posible, y averigüéis cuanto podáis.

Así pues, Thingol envió a una compañía más numerosa de lo que había previsto en un principio, entre ellos, diez jinetes con caballos de reserva. Partieron en pos de Morwen mientras ella se encaminaba al sur a través de Región, y llegaba a orillas del Sirion, por encima de las Lagunas del Crepúsculo; y allí se detuvo, porque el Sirion era ancho y rápido, y ella no conocía el camino. Por tanto, los guardias tuvieron por fuerza que mostrarse, y Morwen dijo:

—¿Quiere Thingol retenerme? ¿O tarde me envía la ayuda que me negó?

—Ambas cosas —respondió Mablung—. ¿Queréis regresar?

—No —replicó ella.

—Entonces debo ayudaros —explicó Mablung—, aunque sea en contra de mi voluntad. Amplio y profundo es aquí el Sirion, y es peligroso atravesarlo a nado, tanto para hombres como para bestias.

—Entonces llevadme al lugar por donde los Elfos lo cruzan —ordenó Morwen—, de lo contrario, lo intentaré a nado.

Mablung la condujo a las Lagunas del Crepúsculo, donde, entre los arroyos y juncos de la orilla oriental, se guardaban escondidas unas balsas; de ese modo iban y venían los mensajeros entre Thingol y sus parientes de Nargothrond.
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Esperaron hasta que la noche cuajada de estrellas estuvo avanzada, y cruzaron por entre las blancas neblinas antes del amanecer. Cuando el sol se alzó rojo más allá de las Montañas Azules, y un fuerte viento matinal sopló dispersando la neblina, los diez jinetes llegaron a la costa occidental y abandonaron la Cintura de Melian. Todos eran Altos Elfos de Doriath, vestidos de gris, y con una capa cubriéndoles la cota de malla. Morwen los observaba desde su balsa mientras avanzaban en silencio, y entonces de pronto, ahogó una exclamación, y señaló al último de la compañía.

—¿De dónde ha salido él? —preguntó—. Diez de vosotros me salisteis al encuentro. ¡Ahora diez más uno bajáis a tierra!

Entonces los otros se volvieron y vieron cómo el sol resplandecía sobre una cabeza dorada: porque era Niënor, y el viento le había echada atrás la capucha. Así se reveló que había seguido a la compañía, y se había unido a ellos en la oscuridad antes de que cruzaran el río. Todos estaban consternados, y ninguno más que Morwen.

—¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡Te lo ordeno! —gritó.

—Si, contra todo consejo, la esposa de Húrin puede acudir a la llamada de la sangre —respondió Niënor—, también puede hacerlo su hija. Luto me llamaste, pero no guardaré luto yo sola, por padre, hermano y madre. De ellos sólo a ti te he conocido, y por encima de todos te amo. Y nada que tú no temas temo yo.

En verdad, poco temor se veía en su rostro o actitud. Alta y fuerte parecía, porque los miembros de la Casa de Hador eran de gran estatura, y vestida con el traje de los Elfos no deslucía junto a los guardias, siendo sólo más pequeña que los más altos de entre ellos.

—¿Qué pretendes? —preguntó Morwen.

—Ir a donde tú vayas —le contestó Niënor—. Esta elección te ofrezco. Llevarme de regreso y dejarme a salvo bajo la custodia de Melian, porque no es prudente rechazar su consejo. O afrontar el peligro contigo si tú lo haces. Porque, en realidad, Niënor había ido allí sobre todo con la esperanza de que, por temor y amor a ella, su madre regresara.

Morwen por su parte, se sentía dividida.

—Una cosa es rechazar un consejo —dijo—. Otra muy distinta desobedecer la orden de tu madre. ¡Vuelve inmediatamente!

—No —se reafirmó Niënor—. Hace mucho tiempo que dejé de ser una niña. Tengo voluntad y juicio propios, aunque hasta ahora no se hayan opuesto a los tuyos. Voy contigo. Prefiero que sea a Doriath, por veneración hacia quienes la gobiernan, pero de no ser así, entonces al oeste. Y, en realidad, si alguna de las dos debe continuar, soy yo, que estoy en la plenitud de mis fuerzas.

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