—No. Se traía de algo más —repuso el matemático suavemente—. Para decirle la verdad, creo que usted debería pedir que le aplicaran la droga. Es inútil luchar contra los
humanoides...
inútil y peligroso. Lo único que puede lograr es lastimarse sin resultados... y perjudicar a otros. Tendría que permitir a los
humanoides
ayudarlo... Pero el peor problema es el constituido por White. Si llega a entrar en contacto con usted, como creo que lo hará, le ruego por el bien de todos que le haga llegar un mensaje mío... Dígale que todo lo que ansio es que me permita probarle que está equivocado. ¿Lo hará?
Claypool sacudió afirmativamente la cabeza.
—Sí, pero antes hay cosas que necesito saber —su voz era ansiosa, desesperada—. ¿Por qué se lleva tan bien con esas máquinas? ¿Qué trato ha hecho con los
humanoides?
¿Por qué está preocupado por la lucha que realiza White?
Ironsmith lo miró brevemente y sonrió.
—Creo que su imaginación trabaja en exceso. Me parece que lo más razonable sería que aceptara tomar euforidina...
—¡No diga eso! —exclamó Claypool desesperado—. Yo sé que usted puede ayudarme..., usted evitó la droga. ¡Por favor, Frank..., sea humano! ¡Ayúdeme!
—Si usted me lo permite, lo haré —repuso el matemático sonriendo con simpatía—. Es lo que más deseo.
—¡Entonces dígame... qué debo hacer! —su voz se estremeció.
—Acepte a los
humanoides
tal cual son. Acepte una situación que usted no puede ni debe modificar. El resto llegará solo. No puedo decirle nada más.
—¡Frank! —Claypool se aferró desesperadamente de aquel hombre extraño—. ¡Yo sé que hay algo más! ¡Por favor!...
Pero los ojos grises de Ironsmith miraban a través del espacio abierto, más allá de las extrañas plantas que surgían de los hermosos vasos perfumando el ambiente.
—Ya vuelven... —exclamó—. Temo que no tengamos mas tiempo para hablar a solas. Recuerde mi mensaje para White... me gustaría que usted también tratara de aceptar a los
humanoides y
comprenderlos. Usted tendría que saber que están hechos para proteger, obedecer y ayudar a la humanidad.
Estremeciéndose nuevamente, Claypool pensó salvajemente que los aceptaría con la explosión de los proyectiles del
Proyecto Rayo...
No lograba comprender por qué un hombre como Ironsmith se había tornado contra sus semejantes, aunque fuera para ganar la libertad que gozaba.
¡Los
humanoides
tenían que ser detenidos!
Aquella noche Claypool tuvo una pesadilla. Despertó aterrado, bañado en sudor frío, sintiendo una voz que lo llamaba ansiosamente.
—¡Doctor Claypool! ¡Por favor, doctor Claypool! ¡Contésteme!
Era un llamado urgente, infantil y tembloroso. Al principio el astrónomo creyó que formaba parte de la pesadilla, pero luego comprendió que se trataba de una voz real. A su lado estaba parado uno de los
humanoides.
Su muda tranquilidad le volvió a sumir en el terror del agitado sueño, pero tras unos segundos de observación advirtió que no funcionaba... estaba totalmente inerte.
Un olor intenso a metal y plástico quemado le hizo toser. Entonces se dio cuenta que de la cabeza del robot se elevaba una débil nube de humo.
—¡Doctor Claypool! —de un salto se incorporó del lecho, mirando en derredor—. ¿No quiere venir conmigo? ¡Por favor!
A pocos pasos de distancia estaba Aurora Hall, inmóvil junto a los pies de la cama.
La enorme habitación estaba tibia y sin embargo la chiquilla se arrebujaba en una chaqueta de cuero excesivamente grande para ella, estremeciéndose como si tuviera frío.
Empero la cinta roja que llevaba en la
cabeza,
parecía un emblema de valor y esperanza.
—¡Caramba..., hola, Aurora; —exclamó el astrónomo débilmente, advirtiendo el terror que dominaba a la criatura—. ¿Qué le pasó a eso?
Su mano señaló hacia el
humanoide,
que seguía inmóvil y silencioso. —Lo detuve. —¿Cómo?
—El señor White me enseñó a hacerlo... —la vocecilla era débil y temblorosa—. Usted mira a una parte de
su
cabeza y puede ver en su interior una burbuja blanca que se llama... potasio —esta palabra la pronunció dificultosamente—. Entonces la mira en cierta forma especial y el potasio se desintegra.
Claypool asintió, aceptando aquella explicación infantil, pues no podía tener una mejor. No cabía duda que la afirmación de White de que podía detonar un átomo de Potasio 40 con sólo ejercitar su mente parecía real.
—Por favor..., ¿no quiere venir conmigo? ¡El señor White dice que lo necesitamos mucho!
El significado de aquellas palabras ansiosas atravesó la sensación de terror que rodeaba al cerebro de Claypool. ¡Allí había un amigo, una defensa contra los
humanoides...
un arma terrible! —Pero... ¿cómo? ¿Cómo puedo salir de aquí? —Si usted me deja, yo lo ayudaré, doctor Claypool... La criatura seguía temblando y sus pies descalzos estaban violáceos de frío. —No..., no comprendo... —Iremos juntos... nos teletransportaremos —la criatura se mostró cautelosa al pronunciar la palabra—. El señor
Afortunado
Ford nos ayudará algo, pero no será fácil...
Claypool lanzó una carcajada histérica.
—¡Yo no puedo teletransportarme! —exclamó.
—El señor White cree que nos será factible llevarlo con nosotros. Tiene que pensar que iremos al sitio donde nos esperan...
Estremeciéndose, trató de convencerse.
—¿Adonde iremos?
—Es un lugar oscuro, bajo tierra. Siempre hace frío allí y hay agua. No me gusta. Pero el señor White sostiene que es el único sitio donde los monstruos mecánicos no pueden alcanzarnos. ¡Dice que debemos ir ahora mismo!
Claypool tomó la mano de la niña y trató de imaginar alguna caverna oscura y fría donde White y sus tres compañeros lo aguardaban. Desesperadamente, pensando en las hordas de
humanoides
que a aquellas horas debían de estar acercándose a su dormitorio atraídos por la destrucción de su custodio, deseó alejarse de allí.
Lo deseó como nunca deseara cosa alguna en su vida.
Pero era un hombre de ciencia. No podía imaginar los mecanismos de la teletransportación. Por eso no se sorprendió cuando no ocurrió nada.
—¡Por favor, doctor! ¡Trate de hacerlo! —la voz de la niña era ahora más ansiosa y entrecortada.
—¡Traté pero no pude! —Claypool dejó caer las manos en gesto de amargo fracaso.
Los deditos fríos y delgados de la criatura volvieron a oprimir la mano del astrónomo.
—El señor White dice que podemos transportarlo —insistió—. Yo he movido rocas más grandes que usted! ¡Vamos! ¡
Ellos
están viniendo!
Claypool oprimió con fuerza la manita temblorosa, sabiendo que nada ocurriría. Así fue.
Los dedos de Aurora se soltaron; sus ojos enormes estaban llenos de lágrimas de frustración.
Algo oscuro y rapidísimo pasó frente a las grandes ventanas del dormitorio. Eran las máquinas que se acercaban alarmadas por el silencio del
humanoide
destruido por la niña.
Claypool se sintió conmovido por la desesperación de la criatura y por un instante deseó haber tenido hijos con Ruth, en lugar de ser un esclavo del
Proyecto Rayo
.
—Está bien, Aurora... —comenzó, extendiendo sus manos hacia ella. Pero la miseria y el desamparo habían sido una amarga escuela. Apartándose, la niña sacudió la cabeza.
—¡No, no está bien! El señor White dijo que era terriblemente importante para todos nosotros que usted viniera. Ahora le robarán la memoria y no podrá ayudarnos a cambiar el
Principal Mandato
.
Los labios violáceos de Aurora se movieron silenciosamente y su cabecita orgullosa se irguió sacudiendo la cinta roja que la coronaba.
—¡Adiós, doctor Claypool! El señor White dice que es hora de que me marche... lamento mucho que no hayamos podido llevarlo con nosotros.
De pronto los paneles de la pared se tornaron opacos y una oscuridad aterradora rodeó al astrónomo y la niña, que lanzó una exclamación asustada.
De inmediato Claypool comprendió: los
humanoides,
con sus sentidos rodomagnéticos, no necesitaban luz para orientarse y esperaban confundirlo sumiéndolo en tinieblas.
—Lo siento mucho —la voz de la niña llegó hasta él débilmente—, pero el señor White dice que debo marcharme.
Por un segundo Claypool se sintió a solas en medio de aquel silencio aterrador.
—¡Aurora! —musitó luego—. ¡Espera!
Para su infinito alivio, la vocecita de la niña le contestó:
—Lo siento, pero el señor White dice...
—¡Espera! No puedo ir contigo, pero dile al señor White que tengo otro medio...
No comprendía las leyes de aquella ciencia parafísica dominada por el extraño filósofo, pero con la imaginación podía ver los proyectiles mortíferos del
Proyecto Rayo
alineados en el subterráneo secreto. Más veloces que la luz, podían llegar hasta "Ala 4ª" y convertir al planeta en una pequeña nova en escasos minutos. Una sensación salvaje y ansiosa dominó a Claypool. —Si logramos salir de aquí, puedo detener a los
humanoides
—dijo—. Cuando esas máquinas entren, trata de inmovilizarlas como lo hiciste con la que montaba guardia junto a mi lecho. Yo correré hacia mi antiguo laboratorio. Si consigo llegar antes de que lo descubran los
humanoides,
todavía tenemos posibilidades de triunfar. —Haré la prueba, doctor Claypool. El señor White dice que debemos cuidarnos sobre todo de alguien..., teme que encontremos al señor Ironsmith...
—¿Ironsmith? —susurró el astrónomo hoscamente—. Me he preguntado hasta qué punto... ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué lo dejan tan libre?
—El señor White dice que lo ignora —repuso la criatura en medio de las tinieblas—. Pero le tiene miedo..., dice que hay otros hombres como él que trabajan para terminar con nosotros y beneficiar a los
humanoides...
—Supongo de cualquier manera que Ironsmith no está aquí... creo que se quedó en la Roca del Dragón a pasar la noche —dijo Claypool.
—El señor White dice que debemos apresurarnos y marcharnos de aquí, porque los robots están por introducir en el dormitorio un gas que nos hará perder el sentido.
—Pero los
humanoides
tienen bloqueada la puerta del dormitorio y no podremos abrirla... —murmuró Claypool.
—El señor
Afortunado
Ford podrá ayudarnos... —repuso Aurora suavemente.
—Pero ni siquiera está aquí... —comenzó a decir el astrónomo— ¿Cómo...?
Luego miró en derredor, tratando de perforar las tinieblas: las grandes puertas del dormitorio se abrieron lentamente, sin que se viera mano alguna empujarlas. Una luz sin sombras inundó la habitación. La criatura explicó gravemente:
—El señor Ford me pide que le explique que los efectos extrafísicos no son funciones del tiempo o el espacio físico..., me dice que la telequinesis... —la niña luchaba valerosamente contra las largas palabras, pero Claypool no la escuchaba.
Desde el extremo del corredor llegaban dos pequeñas figuras que se movían con celeridad increíble. Una de ellas llevaba en las manos un objeto brillante: una jeringuilla hipodérmica.
El astrónomo comprendió que planeaban inyectarle euforidina. Instintivamente trató de colocar a la niña a sus espaldas para protegerla, pero Aurora avanzó un paso y miró a los dos
humanoides
con sus ojos grandes y tristes. Les dos robots se detuvieron repentinamente y cayeron de bruces.
El frío del piso recordó a Claypool que estaba descalzo, pero no tenía tiempo de buscar sus zapatos. Tomando a la niña de la mano, echó a correr a través del amplio recinto.
Pronto estuvieron en el jardín exterior, sembrado de plantas y flores de otros planetas, que los
humanoides
arreglaran para mejorar la estética de la villa. Claypool sintió que Aurora, tras él, se estremecía. El astrónomo estornudó.
—No me gustan esas flores —murmuró la niña—, ¿Por qué cree que los muñecos las plantaron?
Sintiendo que le faltaba el aliento, Claypool no contestó; el perfume extraterreno de aquellos capullos monstruosos le recordaba vagamente el aroma predilecto de Ruth. Nuevamente se estremeció. Los seres humanos, cuando recibían euforidina dejaban de ser normales para convertirse en remedos de criaturas.
Frente a ellos apareció el edificio donde estaba el laboratorio secreto, junto al borde de la nueva excavación, frente a la monstruosa máquina que devoraba el subsuelo de roca para convertir la colina en un nuevo jardín exótico. Por un milagro de equilibrio aún no se había derrumbado.
Claypool volvió a estornudar mientras corrían, limpiándose los ojos con la manga de su amplia bata azul. El escenario estaba extrañamente desierto, y el astrónomo pensó que todos los muñecos mecánicos debían de haberse ocultado de la niña.
—¡Alto! —gritó de pronto Aurora—. ¡Esa aeronave... el señor Overstreet dice que los muñecos la arrojarán sobre nosotros!
Claypool se volvió hacia el extremo opuesto del prado y vio como varias figuras negras se dirigían hacia un oscuro aparato volador que se destacaba contra el amanecer. Aurora también miró, y los
humanoides
se desplomaron.
Nuevamente echaron a correr, saltando sobre un pozo recién abierto. Hacía muchos años que Claypool no realizaba ejercicios físicos y sus débiles músculos estaban entumecidos. Algo parecía a punto de estallar en el interior de su pecho y le dolían las piernas. Agudas piedras lastimaban sus pies y la respiración le faltaba. —¡Pero lo haremos! —jadeó entre dientes. Entonces Aurora lanzó un grito de terror y se detuvo, forzándolo a retroceder. —¡La cosa que excava! —murmuró la niña. Era demasiado tarde. La monstruosa máquina que los
humanoides
utilizaban para convertir las rocas en arena y alisar las colinas, avanzaba hacia ellos, rugiendo y moviendo las hojas metálicas que llevaba a ambos lados de su masa central. —¡Señor White! —sollozó la criatura—. ¡No puedo encontrar al muñeco que conduce a esta máquina! ¡No puedo detenerla!
Claypool tomó a la niña en brazos y trató de saltar, pero la máquina le cerró el paso, separándolo del edificio. El astrónomo intentó volver sobre sus pasos, y el monstruo mecánico se adelantó a sus movimientos.
Claypool dio un esguince y fingió que se dirigiría hacia la derecha, corriendo hacia la izquierda. La excavadora pareció vacilar; el astrónomo siguió hasta el borde de la barranca, pero tropezó y cayó de rodillas, sintiendo que aquel monstruo mecánico se le acercaba. Con un sollozo, sin soltar a la niña, Claypool se incorporó y la excavadora lo empujó hacia el borde del barranco, ahogándolo con las nubes de polvo que se alzaban en derredor suyo. Las aguzadas piedras habían lacerado sus pies hasta el extremo de que el dolor casi no lo dejaba mantenerse erguido; la criatura que llevaba en sus brazos se había convertido en una carga muerta, que se limitaba a sollozar: