Los ingenieros de Mundo Anillo (17 page)

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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Le dolían los músculos. Luis se dio cuenta de que seguía agarrado convulsivamente a los brazos del asiento, y los soltó. Luego puso en marcha de nuevo el intercomunicador.

—Luis ha cumplido su promesa —estaba diciendo el gigante—, pero no sé cómo podremos llegar hasta las plantas moribundas…

—Pasaremos la noche aquí —dijo Luis—. Mañana por la mañana se verá mejor.

Desplazó el módulo a contragiro de la isla. El reflujo había dejado en la costa grandes montones de algas. Chmeee y el gigante dedicaron una hora a cargar algas en la bodega, a fin de reponer la materia prima de la cocina conservadora. Luis aprovechó la oportunidad para llamar a «La Aguja Candente de la Cuestión».

El Inferior no estaba en su puesto: debía de hallarse en la zona oculta de la «Aguja».

—Has roto tu contactor —dijo.

—Lo sé. Iba a preguntarte si has hecho algo de…

—Tengo uno de repuesto.

—Como si tuvieras una docena. He dejado el vicio. ¿Todavía quieres la máquina transmutadora de los Ingenieros del Mundo Anillo?

—Naturalmente.

—Entonces, colaboremos un poco. El centro de control del Anillo debe de estar en alguna parte. Si lo construyeron dentro de una de esas montañas derramadas, entonces los transmutadores desmontados de las naves han de estar forzosamente allí. Quiero conocer todos los detalles de la situación antes de meterme en ella.

El Inferior lo meditó.

Detrás de sus cabezas chatas que se agitaban sin cesar, unos edificios inmensos resplandecían de luz. Una ancha avenida, con discos transportadores en los cruces, extendía su perspectiva hasta un punto aparentemente infinito. La calle estaba llena de titerotes que lucían la gloriosa variedad de sus melenas. Por lo visto andaban siempre en grupos. Entre los edificios, flotaban en un cielo plateado dos satélites agrícolas, alrededor de los cuales orbitaban a su vez unos puntos luminosos. Se oía un rumor de fondo, como de una música extraterrena, o de un millón de conversaciones de titerotes, demasiado lejanas como para que se escuchasen con claridad.

El Inferior llevaba consigo un pedazo de su civilización perdida: grabaciones y hologramas y, probablemente, incluso el olor de sus semejantes para ambientar el aire. Sus muebles estaban diseñados en curvas suaves, sin esquinas en donde uno pudiese golpearse la rodilla y hacerse daño. En el suelo, una extraña figura cóncava era, probablemente, la cama.

—La parte posterior del muro es bastante lisa —dijo de pronto el Inferior—. Mi radar de profundidad no lo atravesará. Y no quiero arriesgar una de mis sondas. Prefiero que me sirva de repetidor entre la «Aguja» y el módulo; en realidad, cuanto más alta esté mejor servirá. En consecuencia, voy a situar la sonda en el sistema transportador de la orilla del Anillo.

—Buena idea.

—¿De veras estás seguro de que el centro de reparación se encuentra…?

—En realidad, no, pero encontraremos sorpresas suficientes para estar distraídos. No hay que descartar ninguna posibilidad.

—Algún día será preciso decidir quién manda en esta expedición —dijo el titerote, y desapareció de la pantalla.

Aquella noche no se vieron estrellas.

Amaneció sobre el caos. Desde la cabina de vuelo no se divisaba sino un resplandor gris perla: ni cielo ni mar ni playa. Luis sintió la tentación de resucitar a Wu, sólo para poder salir a ver si el mundo aún estaba allí.

Prefirió despegar con el módulo. A cien metros de altura el cielo estaba despejado y relucía el sol. Abajo, no se veía nada más que una capa blanca interminable de nubes, cuyo brillo aumentaba hacia el horizonte por el lado del giro. La niebla había avanzado una buena extensión tierras adentro.

La placa repulsora continuaba en su lugar, punto negro apenas visible hacia el cenit.

Dos horas después de amanecer, una racha de viento barrió la niebla. Luis hizo descender el módulo hasta el nivel del mar antes de que el borde llegase a la playa. Pocos minutos después, se formó alrededor de la placa repulsora un nimbo brillante.

El rey de los gigantes se había pasado toda la mañana junto a la escotilla, mirando y atiborrándose distraídamente de lechuga. Chmeee guardaba también un silencio casi total. Cuando Luis habló, volvieron la mirada hacia el techo.

—Funcionará —dijo, y ahora sí estaba convencido—. Pronto hallaréis un trecho de girasoles muertos, limitando con una zona mucho más extensa cubierta por una capa permanente de nubes. Esparced vuestras semillas. Y si preferís comer plantas de fuego vivas, haced forraje durante la noche en las lindes de la zona de niebla. Quizá tengáis que establecer una base en cualquier isla de este lago. Y necesitaréis barcas.

—Ahora estamos en condiciones de elaborar nuestros propios planes —dijo el gigante—. Será útil tener cerca al Pueblo del Lago, aunque sean pocos. Prestarán servicios a cambio de herramientas. Ellos construirán nuestras barcas. ¿Crecerá la hierba, con tanta lluvia?

—No lo sé. Os aconsejo que sembréis también en las islas calcinadas.

—Bien… Nuestras costumbres nos obligan a esculpir en la roca un retrato de nuestros grandes héroes, con una dedicatoria. Somos un pueblo nómada y no podemos llevar a cuestas grandes estatuas. ¿Te parece razonable?

—Ciertamente.

—¿Cuál es tu aspecto?

—Soy algo más grande que Chmeee, con más melenas alrededor de los hombros, y de un color semejante al tuyo. Dentadura de carnívoro, con colmillos. Sin orejas exteriores. No es necesario que os molestéis demasiado en conseguir un gran parecido. ¿Adónde quieres que te llevemos?

—A nuestro campamento. He de reclutar a unas cuantas mujeres para explorar las costas de este mar.

—Podemos dejarte allí ahora mismo.

El rey de los gigantes soltó una carcajada.

—Muchas gracias, Luis, pero mis guerreros estarán de pésimo humor a su regreso: desnudos, hambrientos, derrotados. Será mejor que se enteren de que aún voy a tardar algunos días en volver. Yo no soy ningún dios. Los héroes hemos de procurar tener contentos a nuestros seguidores, pues no es cuestión de pasarse todo el día peleando.

Segunda Parte
13. Los orígenes

El módulo de aterrizaje sobrevolaba el terreno a unos ocho kilómetros de altura y a velocidad subsónica.

Veinte mil kilómetros no eran una gran distancia para la naveta. Las precauciones de Luis sacaban de quicio al kzin.

—En dos horas podíamos plantarnos frente a la ciudad flotante, ¡o aproximarnos por debajo! Y hasta en una hora, sin incomodidad grave.

—Por supuesto. Bastaría con salir de la atmósfera y poner en marcha los motores de fusión para cruzar como una estrella errante. Pero, ¿recuerdas cómo nos metimos en la cárcel flotante de Halrloprillalar? ¿Volando cabeza abajo, quemados los motores de nuestras aerocicletas?

Chmeee azotó el respaldo de su asiento con la cola. Lo recordaba.

—No conviene que seamos descubiertos por algún antiguo aparato. Puede que la plaga de los superconductores no los haya inutilizado todos.

La pradera iba siendo reemplazada por tierras de cultivo, que a su vez daban a una selva pantanosa, como evidenciaban los reflejos perpendiculares de la luz solar por entre el ramaje florido.

Luis estaba eufórico. No quería recordar la futilidad de su guerra contra los girasoles. ¡Había triunfado! Se había planteado a sí mismo un objetivo y lo había alcanzado, con inteligencia y aprovechando los recursos disponibles.

El pantano parecía inacabable. En una ocasión Chmeee le indicó un poblado. Era difícil verlo, con sus viviendas palafíticas medio sumergidas y además abrumadas por un manto de enredaderas y mangles. Estaban construidas en un estilo muy extraño, con paredes y tejados salientes, de manera que las calles se estrechaban hacia arriba. Desde luego los ingenieros no serían de la raza de Halrloprillalar.

Hacia mediodía el módulo había cubierto una distancia muy superior a la que Gingerofer o el rey de los gigantes llegarían a recorrer en toda una vida. Había sido una tontería por parte de Luis el interrogar a aquellos primitivos, que estaban tan alejados de la ciudad flotante como un poblador de la Tierra de sus antípodas.

El Inferior restableció la comunicación.

Esta vez su melena era como una catarata irisada, teñida a mechones en todos los colores primarios. A sus espaldas, paseaba, entre un vaivén de discos transportadores, una muchedumbre de titerotes que se agolpaban delante de los escaparates, se rozaban sin disculparse ni enfadarse, y hacían flotar en el ambiente un murmullo musical como de flautas y clarinetes: el lenguaje de los titerotes.

El Inferior preguntó:

—¿Alguna novedad?

—Ninguna —dijo Chmeee—. Hemos perdido el tiempo. Indudablemente, hubo un período de gran actividad solar hace diecisiete falans… unos tres años y medio, pero eso ya lo habíamos adivinado. Las pantallas de sombra se juntaron para proteger la superficie del Anillo. Por lo visto, van guiadas por un sistema independiente.

—Eso también podíamos intuirlo. ¿Nada más?

—El hipotético Centro de Mantenimiento de Luis, si existe, se halla inactivo. Ese pantano que hemos sobrevolado no estaba previsto. Imagino que alguna corriente importante habrá cambiado de curso impidiendo su desagüe. Hemos conocido algunas variedades de homínidos más o menos inteligentes. De los que construyeron el Mundo Anillo, ni rastro, a menos que hayan sido los antepasados de Halrloprillalar. Me inclino a pensar que sí fueron ellos.

Luis abrió la boca… y bajó los ojos al notar un dolorcillo súbito en la pierna. Halló cuatro uñas kzinti ligeramente clavadas en su muslo, y prefirió callar. Chmeee continuó:

—No hemos visto a nadie de la raza de Halrloprillalar. Es posible que no hayan sido nunca una población muy numerosa. Han llegado hasta nosotros rumores acerca de otra raza, el Pueblo de la Máquina, que tal vez los haya desplazado. Estamos buscándolo.

—El Centro de Reparación está inactivo, sí —dijo el Inferior, malhumorado—. He averiguado muchas cosas. Puse una sonda a trabajar…

—Pon las dos —exigió Chmeee.

—La otra queda en reserva para repostar la «Aguja». He tenido suficiente con una para descubrir el secreto de las montañas derramadas. Mirad…

La pantalla más a la derecha se iluminó mostrando las imágenes tomadas por la sonda. Era un recorrido a lo largo de la pared; un detalle había sido pasado por alto y luego la cámara retrocedió más despacio y lo exploró.

—Luis me aconsejó que explorase el muro. La sonda había entrado apenas en su rutina de deceleración cuando apareció esto. Pensé que valía la pena investigarlo.

Se veía un saliente en la coronación del muro. Era una tubería que discurría aplastada contra la superficie, y hecha del mismo scrith gris y translúcido. La sonda fue acercándose hasta que la cámara mostró un tubo de unos cuatrocientos metros de diámetro.

—Muchas características del Mundo Anillo reflejan un planteamiento de fuerza bruta —comentó el Inferior.

Y la sonda reseguía la trayectoria del tubo por encima del borde y hacia la cara exterior del muro, donde la conducción desaparecía en el material expandido que formaba el blindaje contra asteroides de la superficie externa del Anillo.

—Ya veo —dijo Luis— ¿y no reflejaba ningún rastro de actividad?

—No. Intenté detectar la trayectoria de esa tubería y he tenido bastante éxito.

La escena cambió. La pantalla oscura reflejaba el rápido movimiento de la sonda, mientras ésta navegaba a bastante distancia, en el exterior del Mundo Anillo. El paisaje circulaba invertido en la parte superior de la imagen, tomada con luz infrarroja. La sonda redujo velocidad, se detuvo y empezó a ganar elevación.

Para que un meteorito chocase contra el Mundo Anillo, antes habría recorrido una larga caída por el espacio interestelar, por lo que incidiría con su propia velocidad, más los mil doscientos kilómetros por segundo del propio Anillo. En aquel punto había chocado un meteorito. La nube de plasma había excavado una galería tremenda, desintegrando el material expandido protector y atravesando cientos de kilómetros de subsuelo marino. El tubo de algunos cientos de metros de diámetro se hundía en esa excavación y subía hasta llegar al fondo del mar.

—Un sistema de reciclaje —murmuró Luis.

El titerote explicó:

—Si no se contrarrestase la erosión, todas las tierras altas del Mundo Anillo acabarían en el fondo del mar al cabo de pocos milenios. Supongo que los tubos salen del fondo del mar, rodean la superficie externa y ascienden otra vez hasta coronar el muro. De esta manera, vierten los lodos de los fondos marinos formando las montañas derramadas. La mayor parte del agua se evapora en la parte de arriba del muro, a cincuenta kilómetros de altura, puesto que allí reina casi el vacío. La montaña se va hundiendo gradualmente bajo su propio peso, y sus materiales, arrastrados por los vientos y los ríos, retornan a la superficie.

Chmeee dijo:

—Mera suposición, pero plausible. ¿Dónde está ahora tu sonda, Inferior?

—Voy a hacer que regrese de la cara exterior del Anillo, y la reinsertaré en el sistema de transporte.

—Hazlo. ¿Tiene radar de penetración la sonda?

—Sí, pero de escaso alcance.

—Haznos una radiografía de las montañas. Distan entre sí… ¿digamos entre treinta y cincuenta mil kilómetros? Según eso, deberían hallarse alrededor de ambos muros del orden de unas cincuenta mil montañas de ésas. Algunas podrían muy bien haber servido de escondrijo para el Centro de Mantenimiento.

—Pero ¿por qué iba a estar escondido el Centro de Mantenimiento?

Chmeee emitió un sonido despectivo.

—¿Y si hubiese una insurrección de las razas sometidas, o una invasión? Por supuesto, el Centro de Mantenimiento debe de estar escondido, e incluso fortificado. ¡Registra todas las montañas!

—Muy bien. Necesitaré una rotación del Anillo para explorar todo el margen de estribor.

—Explora luego el otro.

Luis dijo:

—Y pon en funcionamiento las cámaras también. No olvides que seguimos buscando los reactores correctores de posición… aunque empiezo a creer que disponían de algún otro sistema.

El Inferior desconectó. Luis se volvió hacia la escotilla. Hacía rato que le intrigaba aquella línea pálida que ceñía los límites del pantano, mucho más recta que cualquier río. Señaló un par de puntos, apenas visibles, que se movían sobre la misma.

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