Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (19 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Al oír acercarse a su abuelo volvióse lentamente, saludando:

—Buenos días, abuelito.

—Tengo que hacerte unas preguntas, que no te gustarán, tal vez.

—¿Qué sucede?

—Ayer noche, tus primos fueron a vengarse de un ataque lanzado contra nosotros por… por los Matoso.

—¿Y qué? —preguntó fríamente, Marta, clavando en su abuelo una serena mirada.

—Sólo Dios, tus tíos y yo sabíamos lo que iban a hacer. Sin embargo, un hombre les impidió realizar sus fines. ¿De quién recibió
El Coyote
el informe que le permitió impedir nuestra venganza?

—¿Fue
El Coyote
quien se lo impidió? —preguntó Marta.

—Si.

—Creí que os apoyaba a vosotros.

—Dices «vosotros» como si tú no te consideraras una Rubiz.

—Casi no lo soy —replicó Marta—. Desde que asesinasteis a Santiago…

—Ya te he dicho que no lo asesinamos —interrumpió don Víctor—. Fue alguien que tendría tal vez menos motivos que nosotros, pero que se nos anticipó. Además, no comprendo tu manera de ser. Se dice en San Bernardino que ese luto que vistes lo vistes por él.

—Por él y por mí —respondió Marta—. Cuando me quité aquel traje blanco encontré muertas todas las ilusiones que lo formaban. Ya nada me importaba. Vestí luto de mí misma. Y luego, cuando le asesinasteis seguí con mi luto por él y por mí.

—¿Olvidas la ofensa de que te hizo víctima? ¿Dónde está tu orgullo de mujer?

—Las mujeres sólo tenemos orgullo cuando dejamos de amar, abuelo. Entonces es fácil tenerlo y mantenerlo; pero cuando el amor llena el corazón, ya no deja sitio para nada más. Ni para odio, ni para rencor, ni para orgullo. Y, a veces, cuando creemos sentir odio, rencor u orgullo, en realidad lo que sentimos es amor. ¿Por qué he de querer engañarme a mí misma? Lo amo ahora tanto como le amé el día en que me pidió que fuera su esposa. Si me ofendió no lo hizo por su propia voluntad. Yo sé que mientras estrujaba entre sus manos mi corazón éste era, para él, como hecho de espinas, que llenaban, también, de sangre sus manos. Al herirme él se hirió mucho más. Algún día tal vez podremos comprenderle y tú le perdonarás como yo le he perdonado ya.

—Tú puedes perdonar el daño que te hicieron a ti; pero yo no puedo perdonar el que han causado a mi nieta.

—Lo creo. Quizá a mí me costaría mas perdonar una ofensa contra ti que un daño contra mí. ¿Qué venías a preguntarme?

—Ya no creo que tenga importancia. Alguien contó al
Coyote
lo que pensábamos hacer contra Norrell Foster, el marido de Asunción Matoso. Tú eres muy amiga de ella.

—¿Qué pensabais hacer?

De pronto, Víctor Rubiz sintió vergüenza de lo que había ordenado hacer contra Norrell Foster. Frente a su nieta sentía que todas las cosas cambiaban y que, de seguir al lado de ella, todo su odio se fundiría bajo la serenidad y comprensión de aquella mujercita que, a los veintiún años, parecía infinitamente mayor.

—¿Por qué queréis plantar odios en esta tierra? —siguió Marta Rubiz—. Cuando llegue la hora de la cosecha no encontraréis paz y comprensión, sino rencores e incomprensiones. Y no os podréis quejar.

—Si yo los sembré, no me quejaré a la hora de cosecharlos —replicó don Víctor—. Ahora sólo quería hacerte una última pregunta. ¿Es verdad que a veces vas a ver a Laureano Matoso, el padre de Santiago?

Marta miró fijamente a su abuelo. Luego asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. A veces voy a verle. Ya sé que no hago bien; pero él me comprende.

—¿No encontrarías también comprensión en mí?

—Tú hablas el idioma del odio. Él, en cambio, me habla de Clara. La amaba mucho.

—Mateo también la amó más que a su propia vida. Y, que Dios me perdone; pero de todos mis hijos, a ninguno quise tanto como a Mateo. Tal vez porque le vi sufrir muchísimo. Un Matoso me lo quitó. Y luego otro Matoso quitó la alegría de tu alma, dejándote como una flor sin perfume. No te extrañe que les odie. Pero si tú encuentras la paz hablando con Laureano Matoso, sigue haciéndolo. Te prometo que nada intentaré contra él.

—Esta tarde iré a verle. No te disgustes conmigo. Después de Santiago tú eres lo que más quiero.

—¿Después de él?

—Sí —murmuró Marta Rubiz, dejando perder la mirada—. La familia de la sangre es la que se nos da hecha, sin que nosotros elijamos. En cambio, a él lo elegí yo. Y él me eligió a mí. Fueron nuestras voluntades las que forjaron aquel querer. Por eso es tan fuerte que jamás morirá.

—Jamás… es un plazo muy largo. Eres joven… Por lo menos no me quites la esperanza de volverte a ver reír.

—Por ti quisiera hacerlo; pero si me notase capaz de olvidar lo que prometí recordar siempre… Me despreciaría. Y me sentiría desgraciada.

—Adiós, Marta. Perdona si te he entristecido.

—Hablar de él es lo único que no me entristece.

Don Víctor marchó lentamente hacia la casa y Marta siguió cuidando las flores; pero, a los pocos instantes, una voz comentó, junto a ella.

—La fe a la palabra dada es siempre admirable, señorita Rubiz.

Marta volvióse velozmente y vio, ante ella, a un hombre vestido a la mejicana y con el rostro cubierto por un antifaz. De su cintura pendían dos revólveres.

—¡Oh! —exclamó, llevándose la mano a los labios. Luego, más serena, preguntó—: ¿Es usted
El Coyote
?

—Sí; pero no diga que me ha visto. He llegado hace un momento para oír lo que usted decía.

—¿Desde cuándo
El Coyote
se dedica a espiar lo que dicen las mujeres?

—Creí que conocía los motivos que impulsaron a Santiago a contestar negativamente a las preguntas que le hicieron el día que debía ser de su boda.

—¿Los conoce usted? —preguntó, amistosamente, Marta.

—Dicen que
El Coyote
lo sabe todo. Ayer supe las malas intenciones de su familia, y también supe las intenciones de los Matoso.

—Fue por culpa de otra mujer, ¿verdad?

—En cierto modo sí. Un hombre y una mujer tuvieron, involuntariamente, la culpa de que su boda, señorita Rubiz, no pudiera celebrarse.

—¿Amaba a otra?

—Sí; pero era sin saberlo. Amaba a otra mujer a la cual no podía amar.

—¿A quién?

—Algún día se lo diré; pero no ahora. Cuando sepa la verdad le aseguro que su dolor crecerá aún más; pero luego irá descendiendo. Y ahora, adiós, señorita. Perdone que, me haya detenido a escuchar lo que hablaban su abuelo y usted.

—¿Sólo vino a eso?

—Y a algo más que no puedo decirle. Hasta pronto.

El Coyote
retrocedió, perdiéndose entre los arbustos en dirección hacia donde aguardaba Jeremías Rubiz con los más recientes informes.

Capítulo VIII: Un encuentro en la llanura

Manuel Matoso miró, irritado, a sus yernos y a Luján.

—¿Os dio miedo disparar? —preguntó.

—No tuvimos tiempo de comprobarlo —replicó Mario—.
El Coyote
se nos echó encima y nos desarmó. A ellos, amenazándoles con sus armas, y a mí, dejándome sin sentido, a causa del golpe que me dio en el cuello. Alguien le informó muy bien de lo que pensábamos hacer.

Norrell Foster tomó la palabra:


El Coyote
no lucha sólo contra nosotros. Si nos impidió cometer la barbaridad de envenenar a tres mil bueyes, también evitó que tres hombres enviados no sé por quién, incendiaran mi almacén.

—Tú sabes muy bien quiénes eran aquellos tres hombres, Norrell —dijo Manuel Matoso—. ¿Por qué insistes en afirmar que no eran los Rubiz?

—Porque no les vi la cara. Pero, en cambio, sí que sé que evitó mi ruina y luego evitó que cometieseis un grave delito.

—Pues si se sigue interponiendo entre nosotros acabaremos por unirnos todos contre él —dijo Manuel Matoso.

—Nos ha hecho más favores que perjuicios —insistió Norrell.

—Se está oponiendo a mi venganza… a nuestra venganza —replicó Manuel Matoso—. Eso ya es suficiente para que le consideremos enemigo. Ahora los Rubiz tendrán dinero de sobra y podrán comprar los pistoleros que quieran. ¿De cuánto dinero dispones, Norrell?

—De nada. Pasará mucho tiempo antes de que os pueda prestar ni un centavo.

—Está bien. Lucas Madurga, el capataz, será quien reciba el dinero y lo entregue a su amo. Es el hombre de confianza del viejo Víctor.

Manuel Matoso sonrió astutamente y, por fin, murmuró, con burlón acento:

—Pero el viejo Víctor no recibirá su dinero. Alguien lo impedirá. Va a ser divertido contratar pistoleros contra los Rubiz con el importe de la venta de sus propias reses.

—¿Qué piensas hacer? —pregunto Laureano Matoso.

Su cuñado le dirigió una despectiva mirada.

Manuel Matoso se levantó y dirigióse a su dormitorio. De un armario sacó sus armas y después de comprobar si estaban bien cargadas bajó en busca de su caballo.

Por su parte, Laureano Matoso salió lentamente de la casa, dirigiéndose hacia una fuente situada en la vertiente de uno de los montes que formaban la cordillera de San Bernardino. Durante mucho rato permaneció con la cabeza entre las manos, hasta que por encima del murmullo del agua escuchó el batir de los cascos de un caballo. Entonces levantó la cabeza y vio, a lo lejos, acercarse un caballo montado por una mujer.

Marta Rubiz acudía a la cita.

Laureano Matoso se arrodilló junto al manantial y bebió un poco de agua.

Unos minutos más tarde, Marta Rubiz se detenía frente al padre del que había sido su novio y, ayudada por él, saltaba al suelo.

—Creí que no vendrías, hija mía —dijo Laureano Matoso—. Has tardado.

Marta Rubiz dejó que su caballo bebiese en el abrevadero natural formado junto a la fuente.

—Estuve hablando con mi abuelo —replicó Marta—. Quisiera que terminasen esos odios de familia y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que eso es casi imposible. ¿No puede usted evitar que se cometan crímenes y atentados?

—Los dos clamamos en el desierto —replicó Laureano Matoso—. Tu abuelo y mi cuñado han hecho ley de la violencia y la están aplicando sin ver que la violencia acabará destruyéndoles.

—Yo también lo creo así —dijo la joven—. La violencia empezó cuando asesinaron a Santiago y continuará hasta que mueran los apellidos Matoso y Rubiz. ¿De veras no se puede hacer nada?

—Temo que no. Además, ahora interviene
El Coyote
y su intervención complicará aún más las cosas, porque en lugar de ayudar a una de nuestras familias va contra las dos.

—Eso podría unirnos —sugirió Marta—. Desde el momento en que
El Coyote
se niega a tomar un solo partido y se divide entre dos, es que ve que la razón no está de parte de ninguno, o bien lo está de los dos.

—Si pudiésemos ponernos en contacto con ese misterioso hombre —dijo Laureano Matoso.

—Hoy he hablado con él —replica Marta.

Laureano la miró sorprendido; pero al fin, no dijo nada. Marta siguió:

—Si él quisiera ayudarnos a devolver la razón a todos los que parecen haberla perdido…

—Puede que ya lo esté intentando y… consiguiendo —replicó Laureano Matoso, poniéndose en pie y agregando—: Debo marcharme, Marta. Temo que nos vean juntos. Además, quiero evitar que ocurra algo que ya está proyectado.

—Hoy ya no somos como éramos —murmuró Marta—. Aún sin quererla sentimos la presencia del abismo que nos separa. Quizá sea mejor que no volvamos a reunimos aquí. Parece como si la palabras que antes eran tan fáciles resultan hoy imposible de pronunciar.

—Algo de eso ocurre. Adiós, hija mía. Te prometo que haré lo imposible por evitar que crezca el odio entre nosotros.

Laureano Matoso ayudó a Marta a montar en su caballo y la despidió con la mano, contemplándola desde la fuente hasta que la vio perderse tras la aguda proa de la vertiente de una montaña. Aún estuvo un rato junto a la fuente hurgando con un palo el remanso de agua que servía de abrevadero. Al fin tanto hurgó que el agua escapóse de allí sin que Laureano Matoso pudiera retenerla.

Entretanto, Marta Rubiz marchaba de nuevo hacia su casa. Su entrevista con el padre de Santiago no había tenido la cordialidad de otras veces, cuando los dos hablaban largamente de sus respectiva ilusiones. Ella, de Santiago, y él, de Clara.

De súbito, el caballo que montaba Marta dio un respingo y lanzó un relincho de dolor o de espanto. En seguida el animal rompió en un violento galope huyendo, tal vez, de alguna serpiente que su instinto había descubierto.

Marta intentó calmar a su caballo; pero el animal galopaba cada vez con mayor velocidad y no tardó en desbocarse, poniendo a la joven en la apurada situación de seguir montada en aquel animal, sin poder saltar al suelo, so pena de exponerse a perder la vida o a romperse algún miembro.

El caballo continuó huyendo de la causa de su sobresalto, insensible al freno y a los gritos de Marta, que, dándose cuenta del peligro que corría, intentaba recobrar el dominio de su corcel, sobre todo al ver que el animal corría directamente hacia una cortadura abierta en el suelo y por cuyo fondo corrían las fangosas aguas del Turbulento. En su locura, el caballo no se daba cuenta de que marchaba a la muerte y conducía también a ella a la mujer que lo montaba.

Cuando ya había abandonado Marta toda esperanza y se disponía a intentar lo último, o sea saltar de su caballo y exponerse a los daños que pudiera recibir, que siempre serían menos que si se veía precipitada al fondo del cauce del río, vio llegar, a galope tendido, cortando el terreno de forma diagonalmente para anticiparse al bruto que ella montaba, a un jinete que, sin duda, había trazado ya un plan para salvarla.

Marta comprendió en seguida lo que pensaba hacer el desconocido. Obligaría al desbocado animal a desviarse del peligroso camino que seguía y, o le detendría, o la arrancaría de la silla.

En efecto. El jinete intentó primero que el asustado animal se desviara por completo de su camino; pero el caballo sólo lo hizo parcialmente, reanudando en seguida el galope hacia el abismo. Entonces el hombre que galopaba paralelamente a ella, gritó a Marta:

—¡Agárrese fuerte a mí!

Al mismo tiempo se inclinó hacia ella y le pasó un brazo por el talle. Marta le tendió los brazos y se sintió arrancada de la silla de montar. Durante unos segundos fue colgada de aquel hombre, que, al fin, detuvo su caballo y la dejó en tierra, a tiempo de que pudiese ver cómo su caballo se lanzaba de un salto al fondo del Turbulento, llenando el aire con un postrer relincho.

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