Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (17 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sólo una persona podía comunicar a Santiago Matoso la noticia y darle, al mismo tiempo, la seguridad de que dicha noticia no sería divulgada.

¡
El Coyote
!

Bruscamente, don César inició los preparativos. Era ya muy tarde y no cabía esperar que Santiago Matoso estuviera aún en su casa. Sin duda, se hallaría camino de la misión.

En efecto, Santiago Matoso, que había esperado ansiosamente el momento de unirse a Marta Rubiz, se encontraba ya en la misión de San Bernardino, a la cual había llegado con la anticipación propia de un verdadero enamorado. Faltaba muy poco para que llegase la novia y ya casi todos los invitados se encontraban en la nave de la capilla, cuando fray Erasto se acercó con demudado semblante a Santiago Matoso y le dijo unas palabras al oído.

—¿Está seguro? —preguntó el novio, asombrado.

—Le espera en la sacristía —replicó el franciscano—. Insiste en que debe verle en seguida.

—¿No le ha dicho para qué? —preguntó en voz baja Santiago.

—No. Dice que tiene que verle a solas.

Aún quedaba tiempo, pues ni siquiera habían llegado todos los invitados. Santiago fue con rápido paso hacia la sacristía y cuando hubo cerrado tras sí la puerta, volvióse hacia el enmascarado, que estaba en el rincón más oscuro, preguntando:

—¿Qué desea de mí?

—¿Le ha dicho fray Erasto quién soy? —preguntó el enmascarado.

—Me ha dicho que es usted
El Coyote
. ¿Qué desea de mí?

—Vengo a darle una gravísima noticia —respondió
El Coyote
—. Los documentos que voy a poner en sus manos han llegado a mi poder hace apenas una hora. Sólo su importancia me ha movido a dar este paso, que va a destruir todas sus ilusiones.

—¿Qué quiere decir?

Por toda respuesta,
El Coyote
tendió a Santiago Matoso el contenido del paquete que Mateo Rubiz enviara a Clemente Vallejo, explicando:

—Se trata de unas cartas de su madre. Creo que reconocerá usted la letra.

Santiago tomó los documentos y comenzó a leer el primero de ellos. Apenas hubo llegado a la mitad vaciló como si hubiera recibido un fuerte golpe en el pecho, y tartamudeó:

—¡No es posible! ¡Dios mío!

—Es verdad —replicó
El Coyote
—. El resto de los documentos lo demuestran sin lugar a dudas. Si quiere abreviar el tiempo le contaré la historia completa.

Santiago no dijo nada; pero dejó sobre la mesa que ocupaba el centro de la sacristía las cartas que le había entregado
El Coyote
. Éste prosiguió:

—Cuando su madre se casó con su primo Laureano Matoso, a quien usted ha creído siempre su padre, ya le llevaba a usted en su seno. Fue una locura cometida, tanto por el apasionamiento de Mateo Rubiz, como por el gran amor que ella le profesaba. Nueve meses después de la boda nació usted. Todos creyeron que era hijo de Clara Matoso y de su marido. Todos menos Clara y Mateo Rubiz que sabían la verdad. Entre las cartas hay un relato de su verdadero padre. Agregue usted a su rostro el bigote y la barba que él llevó y verá cuan grande es su parecido.

Tras un esfuerzo, Santiago consiguió decir:

—Marta Rubiz es mi hermana…

—Sí —respondió con voz suave
El Coyote
—. Son hijos del mismo padre. Ha estado a punto de casarse con su propia hermana.

Pasaron varios minutos sin que Santiago pronunciara ni una palabra más. Por fin,
El Coyote
continuó:

—De haberlo sabido antes se lo habría comunicado a tiempo de evitar el escándalo que va a producirse; pero sólo he podido evitar la consumación de algo mucho más grave. Lea las cartas y compruebe por sí mismo la verdad de cuanto le he dicho.

—Ya he leído bastante —replicó Santiago—. Ya sé lo que es verdad y lo que no lo es. Quisiera decir algo; pero no podría decir nada que no fuese insultante contra mi madre.

—Ella no fue culpable más que de un gran amor hacia un hombre que también la amaba y con el cual no se pudo casar debido a la incomprensión de su padre.

—Pero si ella no hubiese… ¡Oh! ¿Por qué no morí al nacer o antes de enamorarme de una mujer hacia la cual me empujó el hombre que me cree su hijo?

El Coyote
movió negativamente la cabeza.

—No es tiempo de lamentaciones, sino de soluciones. ¿Qué va a hacer?

—No sé… Usted ha tenido más tiempo que yo para reflexionar sobre esto. Además… Usted puede ver las cosas con mayor serenidad o frialdad. Al fin y al cabo usted es ajeno a mi… a mi apuro.

—Las soluciones son muy pocas, por desgracia. Puede usted reunir a sus parientes y a los de Marta y enseñarles estas cartas. Así todo se arreglará.

—¿Con un terrible escándalo? ¿Echando por el suelo el nombre de mi madre? ¿Destrozando el corazón y el orgullo del hombre que me ha tenido por hijo?

—Entonces, cásese con Marta Rubiz y cuando estén solos enséñele esos documentos. Ella lo comprenderá y le ayudará a encontrar la mejor solución para el problema. Pueden vivir como marido y mujer, en apariencia, y como hermanos en la intimidad.

—Es que yo la amo con toda mi alma —replicó Santiago—. Hasta ahora no he sabido que es mi hermana. Y quisiera no saberlo. No sé si tendré valor para confesarle esa verdad ni si podría llegar a olvidarla.

—¿Se da cuenta de lo que dice?

—Sí; pero es la realidad. Si no pongo una barrera infranqueable, no tendré la seguridad de no cerrar los ojos y precipitarme en un sacrílego abismo.

En aquel momento sonaron unos golperitos en la puerta y la voz de fray Eraste anunció:

—Ya llega el coche de la novia.

—Debo salir —musitó Santiago.

—Sí.

—Déjeme uno de sus revólveres y solucionaré para siempre este problema.

—Debe buscar una solución menos fácil y más sensata —replico
El Coyote
—. Adiós y no olvide que están en juego muchos buenos nombres. No sacrifique a los demás, pues ellos no tienen ninguna culpa.

—¿Tengo yo alguna?

—Usted es el heredero de dos culpables y de una culpa. Nadie más indicado que usted para resolver ese problema.

Sonó una nueva llamada en la puerta y Santiago fue hacia ella, sin saber aún lo que iba a hacer. Vaciló un momento antes de contestar a lo que se le decía desde el otro lado y que era algo relativo, según creyó entender vagamente, a la llegada de su… novia… de su hermana… Angustiado se volvió hacia donde estaba el hombre que le había llevado la noticia. ¡
El Coyote
había desaparecido!

Sintiéndose el cerebro vacío, Santiago Matoso abrió la puerta de la sacristía y, como un sonámbulo, fue hacia el pie del altar en el momento en que el coro saludaba la entrada de la novia vestida con un vaporoso traje blanco, luciendo encajes más valiosos que si hubieran sido tejidos con oro, sonriendo su felicidad, ignorante de la horrible verdad.

Detrás de los últimos invitados llegaba don César de Echagüe, que ocupó, lleno de inquieta curiosidad, uno de los últimos asientos.

Don Víctor Rubiz llevaba del brazo a su nieta, y todas las miradas estaban fijas en ella, sólo don César advirtió la cadavérica lividez que denunciaba el íntimo drama de Santiago Matoso.

La novia ya estaba al pie del altar y había dejado el brazo de su abuelo. El sacerdote que debía unir aquel hombre y a aquella mujer avanzaba hacia donde estaban los dos jóvenes.

Santiago Matoso no veía nada con sus ojos. Tan sólo su cerebro funcionaba con vertiginosa rapidez, y las ideas, como un animal acorralado, se revolvían, furiosas, buscando una solución, sin encontrar ninguna.

—Puede que no sea mi hermana.

Pero la mano que había escrito aquella carta fue la de su madre. Y decía: «El primer hijo de mi matrimonio será tuyo, no del hombre con quien me han casado. Y en él viviré la ilusión que no me han dejado realizar. Debo de ser muy mala, porque no me arrepiento de nada de cuanto he hecho. Al contrario, me siento infinitamente feliz, porque tendré algo tuyo que nadie podrá quitarme jamás». ¡Esto lo había escrito su madre!

De súbito notó que toda la atención de los que estaban en la iglesia se centraba en él. Fue como una fuerza física que llamara a su cerebro.

Un infinito terror le asaltó, arrollador. Había estado ausente de sí mismo y tal vez había cometido ya el sacrilegio. Pero no. La bondadosa voz del sacerdote preguntaba, sin duda por segunda vez. ¡Sí, por segunda vez, porque en algún rincón de sus sentidos aún vibraba su primera pregunta!:

«Santiago Matoso: ¿Aceptas a Marta Rubiz por tu legítima esposa?».

—¡No! ¡Dios mío, no! ¡No!

No fue un grito, sino un alarido de locura que retembló contra las paredes de ladrillo y piedra de la vieja iglesia.

Todos le miraban asombrados, y Marta, además, le miraba como asustada, herida en pleno corazón; con el alma sangrante y la carne estremecida por el impacto de la negativa inesperada.

Luego, cuando las palabras de Santiago Matoso todavía vibraban en las llamas de los cirios y en los cristales de las lámparas, el joven cruzó como un loco el pasillo central, por entre dos muros de atónitas miradas, y llegó a la plazoleta que se extendía frente a la misión y montando en un caballo cualquiera partió al galope, queriendo huir de su angustia y de su drama, y no pudiendo escapar de ellos porque los tenía dentro de sí mismo y ya nunca más podría librarse de sus garras.

*****

—¿Y fue por eso por lo que Santiago abandonó a Marta Rubiz en el mismo instante en que iban a casarlos? —preguntó Guadalupe, cuando don César terminó su relato.

—Sí; por eso fue. Las dos familias procuraron echarle tierra al asunto. Se dijo que Santiago estaba loco y los Rubiz perdonaron, a pesar de que era ya la segunda vez que los Matoso les hacían un desaire. Por eso, cuando Santiago Matoso fue asesinado en San Francisco, casi un año después del escándalo, y en ocasión de que Jeremías Rubiz se encontraba allí, se dio por descontado que los Rubiz se habían vengado. Pero los Matoso, que habían presentado sinceras excusas por el comportamiento de Santiago, se ofendieron cuando éste fue asesinado, y ahora están al borde de la lucha armada. Por parte de ellos, Manuel y Laureano Matoso son los principales fomentadores del rencor. Manuel, como heredero de la jefatura de la familia, y Laureano, aunque con menor vigor, por creer que es el padre de Santiago.

—¿No habría sido mejor explicar la verdad a los jefes de las dos familias? —preguntó Guadalupe.

—No sé. Además, eso debía haberlo hecho Santiago. Si él prefirió huir y callar, no era yo el más indicado para seguir interviniendo en la cuestión. Él era quien debía resolver aquel asunto.

—¿Y ahora?

—Ahora soy yo quien debo evitar que corra la sangre de los Matoso y de los Rubiz.

—Ya ha corrido, ¿no?

—Creo a Jeremías Rubiz cuando dice que él no mató a Santiago Matoso.

—¿Quién le mató?

—Si pudiésemos descubrir la identidad del asesino, seguramente todo se arreglaría y quizá se descubrieran ciertas cosas que…

—¿Qué? —preguntó Lupe.

—Aquella mañana, en la capilla de la misión de San Bernardino, vi a alguien que si se sorprendió como los demás cuando Santiago Matoso se negó a casarse con Marta, en cambio, luego reaccionó de muy distinta manera.

—¿Qué hizo?

—Descubrió su despecho. ¿Qué motivos le impulsaron a ello? No lo sé. Pero alguien tenía un gran interés en que se casaran Marta y Santiago, y cuando su boda no se pudo celebrar, sus planes fueron echados por tierra.

Guadalupe sintió la tentación de preguntar el nombre de la persona a la que se refería su marido; pero se abstuvo de hacerlo porque comprendió que César no respondería. Había cosas del
Coyote
que la esposa de don César de Echagüe no podía saber o, por lo menos, no debía preguntar.

Capítulo V: Planes de lucha

—¿Cómo sabe que fue
El Coyote
el que mató a Ackers? —preguntó Manuel Matoso a Mario Luján—. El hecho de que llevara un antifaz no quiere decir que fuese, forzosamente,
El Coyote
.

—Sólo
El Coyote
podía ser más rápido que Ackers. Y sólo
El Coyote
pudo matarle en las condiciones en que lo hizo.

—¿Y a usted no le mató? —preguntó Manuel Matoso.

—No lo intentó —replicó, secamente, Mario Luján.

—Es preferible que abandonemos esos proyectos de venganza —dijo con débil acento Laureano Matoso—. Nunca quise vengar a mi pobre hijo.

—Si tú olvidas tus deberes, los demás no tenemos la obligación de ser como tú —replicó Manuel. Y volviéndose a sus tres yernos, preguntó—: ¿Opináis como yo?

Fermín Antero y Miguel Villacorta asintieron débilmente con la cabeza. Norrell Foster, el marido de Asunción Matoso, replicó:

—No obtendremos ningún beneficio matando a unos cuantos Rubiz. Ellos son tan ricos como nosotros y no les costará encontrar quien nos mate.

—Quién da primero da dos veces —replicó Manuel.

—Ellos dieron primero y además les ayuda
El Coyote
.

—No creo que fuese
El Coyote
. Él nunca se hubiera puesto de parte de unos asesinos. Y, al fin y al cabo, los Rubiz no son más que unos vulgares asesinos.

—Yo no creo que Jeremías Rubiz matara a mi hijo —declaró Laureano Matoso—. Jeremías no es de los que tienen valor para hacer una cosa así.

—Precisamente porque es un cobarde creo que fue el matador de tu hijo —replicó, violento, Manuel. A Santiago le asesinaron a traición. Y desde el momento en que todos le repudiamos por su comportamiento, nadie tenía derecho a entrometerse en nuestra justicia.

Volviéndose hacia Mario Luján, que estaba sentado frente a él, sirviéndose una copa de licor, preguntó:

—¿No le da miedo luchar contra
El Coyote
?

—¿Usted qué opina? —replicó Mario Luján, con fría entonación.

—No le he querido ofender; pero deseo saber si puedo contar con usted.

—¿Para matar al
Coyote
? —sonrió Luján—. No sería el primero que lo intentase; pero sí el primero que lo conseguiría. Sin embargo, cuando fui contratado no se habló de atacar al
Coyote
.

—Pero desde el momento en que
El Coyote
nos ataca…

—Dio a Ackers la oportunidad de salvar su vida con tal de que no interviniera en la lucha.

—¿Y a usted no le envió ningún mensaje?

—No; pero si
El Coyote
me ataca, me defenderé.

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