Read Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
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Las sombras habían ido ganando todos los pasillos y rincones del hotel Fuentes. En él reinaba ese silencio denso que parece tener forma, propio de los lugares donde, por haber mucha gente, el silencio nos resulta anormal y a cada momento se espera verlo estallar en potentes susurros.
Entre aquella oscuridad movíase una sombra. A veces un destello de luz de ignorada procedencia prendía a ras del suelo en el metal de unas espuelas. Ésta era la única señal de la presencia de un hombre en los corredores del hotel.
Ningún sonido, ninguna respiración, ningún roce denunciaba la materialidad de aquella presencia. Una sombra hubiera hecho más ruido al desplazarse lentamente a lo largo de las dos hileras de habitaciones entre las cuales discurría el pasillo.
Finalmente aquella sombra se detuvo frente a una de las puertas. Permaneció varios minutos junto a ella, como escuchando. No llegaba ningún ruido del otro lado de la delgada madera de la puerta. Al fin la sombra se fundió a través del rectángulo de media luz que quedó visible al ser abierta la puerta.
El Coyote
avanzó un paso y luego, con la misma suavidad y silencio con que la había abierto, cerró la puerta. Tendría que esperar. El inquilino de aquella habitación no podía tardar mucho…
Los pensamientos se inmovilizaron en el cerebro del enmascarado. Todos sus sentidos concentráronse en el punto de su espina dorsal contra el que acababa de apoyarse fuertemente el cañón de un revólver, en tanto que una voz murmuraba en español:
—Su visita me honra señor
Coyote
, pero no se vuelva para darme las gracias ni haga el menor movimiento si no quiere convertirse de coyote vivo a coyote muerto.
Estas palabras fueron acompañadas del chasquido del percusor al ser levantado. A partir de aquel momento, una levísima presión bastaría para introducir la muerte en el cuerpo del
Coyote
.
Éste no se movió. Esperaba un descuido de su adversario para aprovecharlo contra él; pero el descuido no se produjo. Con rápido movimiento una mano le despojó de sus dos revólveres. Luego la misma mano le palpó diestramente el cuerpo en busca de otras armas ocultas,, despojándole de un pequeño Derringer y de un cuchillo.
—Ahora vaya hacia la mesa que tiene frente a usted y encienda el quinqué. Antes de matarle quiero hablar con usted señor
Coyote
. Hace mucho tiempo que Mario Luján deseaba verle.
Cuando el quinqué estuvo encendido,
El Coyote
preguntó con voz serena:
—¿Puedo volverme?
—Sí, con tal de que no olvide que el menor movimiento sospechoso le costará la vida —dijo Mario Luján.
El Coyote
volvióse lentamente. Por su memoria pasó el recuerdo de otras situaciones comprometidas por las que antes había pasado; pero en todas ellas había sido, por lo menos, dueño de sus armas. En cambio en aquel momento, sólo podía oponer sus manos vacías, que de poco podían servir contra un revólver que era manejado por uno de los mejores tiradores de California.
—Está usted en una situación desagradable ¿verdad, señor
Coyote
?
—Desde luego. Muy desagradable para mí. En cambio, para usted debe resultar todo lo contrario.
Mario Luján sonrió más con los ojos que con los labios. Éstos eran duros, de luchador. En cambio, los ojos, tal vez porque eran de un azul verdoso, parecían más suaves, casi femeninos. Pero la firmeza con que mantenía su revólver dirigido al cuerpo del
Coyote
quitaba toda sugerencia femenina y suave. La historia de Mario Luján era la de un luchador incansable que había buscado por todo el Oeste y Sudoeste el peligro y la aventura, interviniendo en las luchas de los californianos contra los norteamericanos, de los colonos contra los pieles rojas, de los ganaderos contra los ovejeros. Con sus revólveres de seis tiros parecía perseguir, desafiador, a la muerte y hasta entonces siempre había salido vencedor.
—Sí, es muy agradable tener ante mi revólver al hombre que ha matado a
Killer
Ackers —replicó Luján—. ¿Pensaba hacer lo mismo conmigo?
—No deseé matar a Ackers. Le di muchas oportunidades de salvar su vida. Le ofrecí tres mil dólares para que se retirase de la empresa en que se han embarcado ustedes.
—¿También me los ofrece a mí? —preguntó Luján.
—A usted le ofrezco cuarenta mil.
—¿A qué obedece la diferencia? —preguntó Luján, con burlona sonrisa.
—Al revólver que usted empuña y a lo vacías que están mis pistoleras —respondió
El Coyote
—. En el caso de su amigo, si es que el asesino Ackers era amigo suyo, yo tenía un revólver en cada una de mis pistoleras.
—¿Sólo por esa pequeña diferencia me ofrece cuarenta mil dólares?
—No. Además le supongo enterado de que por mi cabeza ofrecen, exactamente, treinta y cinco mil dólares.
—¿Y sólo me ofrece cinco mil dólares más que sus enemigos?
—Le ofrezco treinta y siete mil dólares por mi vida y tres mil para que se abstenga de intervenir en el pleito de los Rubiz y Matoso.
Mario Luján soltó una grave carcajada.
—¿Y cuánto me ofrece por la gloria de capturar vivo al
Coyote
? ¿Se ha olvidado de este detalle? Si sólo me ofrece dos mil dólares más de lo que me darían si le entregase a la justicia de los Estados Unidos, no me ofrece ningún buen negocio. Son muchos los hombres que se juegan la vida a cambio de la fama, y en todo California y quizá en todo el Oeste no puede apetecerse fama más grande que la de ser el matador o el vencedor del
Coyote
.
—Tal vez exagera mi importancia —replicó
El Coyote
, cuyos ojos espiaban la menor oportunidad que le permitiera resolver a su favor aquella situación; pero estaba frente a un hombre que, como él, se había visto en situaciones muy apuradas, que había jugado su vida con todas las probabilidades en contra, que se había visto muchas veces al borde de la muerte y que, por lo tanto, no se dejaría sorprender como un novato. Además, la fama de Mario Luján como tirador era tan grande que quitaba la esperanza de que pudiese fallar si disparaba contra un enemigo que quisiera sorprenderle.
—No —respondió Luján—. Es usted famoso desde hace más de veinte años y cuando durante tanto tiempo se disfruta de una fama como la suya, es que esa fama es merecida. ¿Sabe en lo que estoy pensando desde hace un rato?
—¿En qué?
—En lo que hará usted para salir de este aprieto. Tiene que hacer algo; pero no imagino el qué. Todos los planes que pasan por mi imaginación me parecen descabellados o de imposible éxito.
—Lo mismo me ocurre a mí. Si estuviese más cerca de la mesa intentaría tirarle a la cara el quinqué.
—Le mataría antes de que pudiese hacerlo. O, por lo menos, le heriría gravemente. ¿Por qué no intenta saltar detrás del sillón que está a su derecha?
—¿Cómo ha adivinado que eso es lo que estoy tratando de hacer?
—Porque es lo mismo que yo intentaría si me hallase en su situación.
—Si lo hiciese no conseguiría nada. Una vez allí tendría que permanece acurrucado como un conejo esperando que usted se pusiera a tiro de mi Derringer.
—¿Le queda uno?
—Sí.
—Mentira. No lo creo.
El Coyote
sonrió.
—Hace bien en no creerme. No tengo ningún Derringer.
—Ahora ya no estoy seguro de que no lo tenga. ¿Lo guarda en una de sus botas?
—Tal vez.
—¿Espera que vaya a comprobarlo?
—Lo estoy deseando.
—Eso quiere decir que no tiene ningún Derringer. Y no acerque su pie derecho al escabel que está a su lado. Un coyote cojo es muy feo.
—¿Cuánto quiere por dejarme escapar?
—¿Cuánto ofrece?
—Usted es quien debe pedir.
—Dicen que
El Coyote
es rico. Pero nadie mejor que él puede ponerle un precio a su vida. Yo podría pedir demasiado poco.
—No le daré ni un centavo más de doscientos cincuenta mil dólares —dijo fríamente
El Coyote
.
—Eso quiere decir que está dispuesto a dar un millón.
—Pide setecientos cincuenta mil dólares de más.
—No los he pedido; pero suponiendo que me conformase con los doscientos cincuenta mil dólares, ¿qué haría usted ahora? ¿Me los entregaría al momento?
—No; los depositaría en un lugar donde usted pudiera encontrarlos; luego le enviaría un mensaje explicándole dónde podría hallarlos. Nunca falto a mi palabra.
—¿Y luego?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿En cuánto se podría valorar mi vida después de recibir ese dinero?
El Coyote
volvió a sonreír.
—No sé —dijo—. Le buscaría y le daría la oportunidad de defender su vida revólver en mano.
—¿Cómo se la dio a Ackers?
—Ni más ni menos.
—¿Y me mataría si era posible?
—Sí.
—Entonces tendré que matarle ahora —suspiró Luján—. Al fin y al cabo haré más vivo con treinta y cinco mil dólares, más lo que lleve usted encima, que muerto con un cuarto de millón. ¿Dónde quiere que le meta la bala?
—Donde pueda.
—¿Por qué no da un salto de lado, tira la mesa, apaga el quinqué y procura tirarme aquel jarrón a la cabeza?
—Porque usted dispararía tres tiros hacia donde está el jarrón y yo tropezaría con una de las tres balas.
—Sin embargo, yo lo intentaría.
—Déjeme su revólver y pruébelo. Verá como no es posible conseguirlo.
—Lo creo. Si un coyote, cuya piel vale tanto y que tiene sobre su pista a tantos cazadores ha sobrevivido hasta ahora, es de suponer que sabe medir las posibilidades de éxito. Sin embargo, usted piensa salir con vida de este trance, ¿no?
—Por lo menos, lo deseo.
—¿En cuánto tiempo cree que puedo disparar seis tiros?
—En dos segundos.
—Empleo dos y medio y a veces tres. Me cree mejor de lo que soy.
—Le doy cien mil dólares y mi palabra de honor de no vengarme.
—Eso ya me gusta más.
—¿Me permite fumar?
—No. El truco es muy viejo.
—A veces, con trucos viejos se cazan zorros jóvenes; sin embargo, le digo de verdad que me gustaría liar un cigarrillo.
—Y como no tiene tabaco, yo le tendría que ofrecer del mío. Tabaco mejicano, muy seco, casi polvo, que tirado hábilmente a los ojos, me dejaría ciego un momento y entonces
El Coyote
tendría la oportunidad de desviar el revólver con que le estoy apuntando. ¡Pobre Mario Luján! ¡Qué poco viviría después de tener los ojos llenos de tabaco!
El Coyote
sonrió forzadamente. Luego preguntó:
—¿Por qué obra usted así? No le comprendo. Cualquier otro trataría de verme la cara, de descubrir lo que se oculta detrás de mi antifaz.
—Si llego a sentir esa curiosidad le miraré la cara cuando le tenga bien atado, o cuando le entregue a la justicia. Pero lo que no haré en ningún caso será acercarme a usted para arrancarle la máscara.
—Me está cerrando todos los caminos que podrían llevarme a la salvación. Empiezo a creer que es usted un zorro más viejo de lo que yo imaginaba.
—Me he criado entre zorros viejos y algo he aprendido de ellos.
—¿No acepta los cien mil dólares? Le prometo no hacer nada para vengarme de usted. Cien mil dólares es mucho dinero.
—Muchísimo —asintió Mario Luján, sin apartar la mirada del
Coyote
y sin dejar de encañonarle con su revólver—. Con cien mil dólares se pueden hacer un sin fin de cosas; pero ¿qué significa el dinero, señor
Coyote
? ¿Qué es en sí el dinero? Nada. El valor del dinero sólo está en relación con lo que puede proporcionar. Con cien mil dólares se pueden comprar muchas cosas; pero, a veces uno comete locuras, gasta el dinero en una joya, en un hermoso brillante. ¿Para qué sirve un brillante, señor
Coyote
?
—Creo que sirve tanto para adornar una mano o un cuello como para cortar un cristal —respondió
El Coyote
, cuya mirada acababa de fijarse en la alfombra que estaba a sus pies. En el otro extremo de aquella alfombra encontrábase, de pie, Mario Luján. Junto a los pies del
Coyote
la alfombra presentaba un desgarrón. Introduciendo una de las espuelas en aquel desgarrón y tirando con golpe seco, la alfombra se escaparía de debajo de los pies de Mario Luján, quien caería de espaldas sin tiempo de disparar. Lo demás sería cosa fácil.
Sin darse cuenta de la trampa que le estaba tendiendo, Mario Luján prosiguió:
—Ha dicho usted muy bien, señor
Coyote
. Un brillante adorna una mano, y por ello se pagan pequeñas fortunas por los brillantes. Pero las piedras preciosas tienen de malo que están expuestas a ser robadas. Y un brillante robado no adorna ya la mano para la cual fue adquirido. En cambio, con cien mil dólares rehusados se puede adquirir la gloria de ser el hombre que venció al
Coyote
. Por muchos años que transcurran, nadie me podría robar esa gloria. Siempre seré el hombre que venció al
Coyote
. Como en el caso de David, que a pesar de los siglos que han pasado desde entonces, aún sigue siendo el hombre que venció a Goliat. Creo que no me ofrece nada que valga la pena a cambio de la gloria de meterle una bala en el cuerpo. Porque al fin y al cabo eso es lo que debo hacer, ¿no?
—Si es usted prudente, así lo hará —replicó
El Coyote
, cuyo pie derecho movióse casi imperceptiblemente hacia el desgarrón de la alfombra.
—Claro —asintió Luján—. Mientras está vivo, un león es un león, o sea un animal muy peligroso; pero una vez muerto, ya no es más que un felino, o sea un gatito inofensivo al que se puede acariciar sin peligro; pero acariciar a un león cuando es todavía un león, lo juzgo una grave imprudencia. Lo malo, señor
Coyote
, es que no me da usted motivos para matarle. Debiera hacer algo que me forzase a disparar. Entonces le mataría sin remedio alguno.
La espuela derecha del
Coyote
estaba muy cerca del desgarrón de la alfombra. En cuanto quedara prendida en él sólo faltaría un tirón para que Luján perdiera el equilibrio y, tal vez, la vida.
—Usted se debe haber encontrado en situaciones parecidas a ésta, ¿verdad? Quiero decir que alguna vez se habrá visto ante un hombre al que no habrá sabido cómo matar noblemente. ¿Qué ha hecho en esos casos?
—Le he proporcionado una oportunidad para que se defendiese —replicó
El Coyote
, empezando a introducir la rodela de la espuela en el desgarrón de la alfombra.