Read Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (5 page)

De nuevo la mano de Lupe buscó la figurilla de bronce; pero don César la apartó a la vez que hacía disimuladamente seña a Ricardo Yesares y a su esposa, que se acercaran en seguida.

—La fiesta es muy divertida —dijo Ricardo Yesares.

—Mucho más de lo que usted puede imaginarse —replicó don César—. ¿No es cierto, señorita Villavicencio?

—Sí, es tan divertida como una de barrio. Adiós, muchas gracias por la merienda. Sin duda la preparó con sus propias manos la
señora
, ¿no?

Cuando Dorotea estuvo algo lejos, don César comentó:

—A su lado, una serpiente de cascabel resulta una mansa ovejita.

—Me habría gustado estropearle los cascabeles —declaró Lupe—. Y como vuelva a llamarme señora con ese retintín…

—Lupita, no olvides que estuviste un poco dura con ella. Ya sabes que si declaró que ella y yo habíamos sido algo más que amigos, fue porque deseaba salvarme de la cárcel.

—Sí; te quiso librar de una cárcel para meterte en otra. Lo que lamenta es que las cosas se resolvieran de forma que no te vieses obligado a rescatar su honor convirtiéndola en la señora de Echagüe.

—Lupe, cálmate un poco con Serena mientras nosotros vamos a charlar de cosas más divertidas —dijo César, llevándose a Ricardo Yesares hacia un lado del salón.

Durante casi media hora estuvieron hablando animadamente. De cuando en cuando sus miradas coincidieron en Ben Shubrick.

Capítulo VI: Una mujer ve al
Coyote

Patricia Mendell asintió con la cabeza a lo que había dicho don Rómulo. Haría cuanto él ordenara.

—No, no; no ordeno nada —dijo el viejo—. Sólo te digo lo que puedes hacer. Esta noche Justo y yo tenemos que marcharnos a San Pedro y no volveremos hasta mañana.

Luego, tras un momento de silencio, don Rómulo explicó:

—En realidad podría ir yo solo; pero no sería correcto dejarte en casa con mi hijo. Él es joven y la juventud es impetuosa.

Con melodiosa voz, Patricia Mendell replicó:

—Eso es cierto, señor. Por eso siempre me han atraído mucho más los hombres que dejaron atrás la edad de las turbulencias. A su lado, don Rómulo, me siento tan segura… Es usted tan caballero…

Hidalgo sonrió plácidamente.

—El honor ante todo —dijo—. Un caballero nunca debe olvidarlo.

Patricia salió de la sala donde don Rómulo le había dado instrucciones acerca de lo que debía hacer durante su ausencia, y dirigióse a su habitación. Cuando iba a llegar a ella oyó pasos a su espalda y sintió contra su cuerpo el contacto de unas manos. Al volverse encontróse entre los brazos de Justo Hidalgo.

—Le diré a mi padre que me quiero casar contigo —dijo el joven cuando Patricia se apartó de él.

—No le digas nada —dijo la muchacha—. Aún es pronto. No sabes si realmente me quieres.

—Sé que sólo te amo a ti, vida mía.

—¡Silencio! —pidió Patricia—. Creo que sube alguien.

Y, rápidamente, entró en su cuarto, cerrando tras ella.

Más tarde, desde la ventana, vio cómo don Rómulo y su hijo salían en su coche, en dirección al puerto de San Pedro. El sol poniente enrojecía las montañas de Beverley y una calma absoluta reinaba en el campo. Patricia se puso uno de los trajes que le habían comprado y bajó al comedor. A las nueve de la noche terminaba de cenar y, aprovechando la ausencia de los dueños de la casa y el que los criados se hubieran retirado a sus habitaciones, empezó a recorrer los salones de la hacienda, pasando luego a las habitaciones del primer piso, examinándolo todo atentamente. A medida que iba de una estancia a otra, su rostro se ensombrecía y su impaciencia aumentaba. A las once dio por terminada su investigación, después de haber examinado de nuevo las salas de la planta baja. Fatigada de buscar en vano, subió a su cuarto. La vela que había utilizado para su visita a las habitaciones estaba casi consumida y la llamita casi rozaba el metal del candelabro.

Entrando en su cuarto dejó el candelabro sobre una mesa y volvióse para buscar una nueva vela. En aquel momento su mirada encontró frente a ella a un hombre vestido a la moda mejicana, con el rostro cubierto por un antifaz negro. De su cintura pendían dos revólveres; pero el enmascarado no parecía tener intención de utilizarlos contra la mujer.

Ésta contuvo el grito que había estado a punto de escaparse de sus labios y, pasado el breve sobresalto primero, preguntó con voz muy serena:

—¿Quién es usted? ¿Tal vez
El Coyote
?

—Para servirla, señorita Mendell.

—¿Qué busca en mi habitación?

—¿No lo imagina?

—¿Me busca a mí?

—Si la buscara, éste sería el lugar más seguro de encontrarla. Aunque hoy ha estado muy ocupada en visitar la casa. ¿No había tenido la oportunidad de hacerlo antes?

—No.

—¿Le gustan las antigüedades?

Patricia Mendell se estremeció.

—Sí, me gustan mucho —dijo al fin.

—En su triste vida no ha tenido la oportunidad de ver muchas, ¿verdad, Peg Marsh?

—¿Es un tiro al azar? —preguntó Patricia Mendell.

—No. Es un tiro directo, apuntando a la diana y dando en ella.

—A pesar de lo que usted diga, opino que es un tiro al azar.

—Puede opinarlo, si ello la hace feliz; pero el tiro es directo. Existe en el mundo un caballero de manos muy ágiles aficionado al buen vino, al buen tabaco y a las mujeres bonitas. Un día, entre los vapores de una botella de champán y el humo de un cigarro habano, vio a una hermosa mujer. Eso ocurrió en Cantón, Ohio, hace unos nueve años. Patricia Mendell debía de tener entonces nueve años; pero Peg Marsh tenía ya dieciocho. Desde hacía tres había dejado de ser santa y habíase dado cuenta del inmenso beneficio que se puede obtener de una buena figura femenina cuando reúne las cualidades necesarias.

—La de Peg es una figura hermosa, señor
Coyote
—dijo Patricia, mirando fijamente al enmascarado.

—Desde luego. Por ese cuerpo, por esos ojos y por esos labios se han arruinado varios hombres. Peg Marsh debe ser dueña de una regular fortuna.

—¿Qué quiere usted de Peg Marsh?

—Me gustaría saber si está delante da mí.

—Ya sabe que sí —contestó Patricia Mendell, de cuyo rostro había desaparecido toda la dulzura que lo caracterizaba.

—¿A qué ha venido aquí?

—No es propio del
Coyote
hacer esas preguntas —dijo la joven—. Dicen que todo lo sabe. ¿Me va a decir que no es así?


El Coyote
lo sabe todo, señorita Marsh; pero antes de saber una cosa suele ignorarla. Si usted me dice a qué ha venido me evitará el trabajo de averiguarla por mí mismo… ¿Cuál es su objetivo? ¿El viejo Hidalgo? ¿Su hijo? ¿Su hacienda?

Marsh se echó a reír.

—Mi objetivo es
El Coyote
—replicó—. Llevo varios días en Los Ángeles y ya empezaba a sentirme decepcionada al ver que no se me presentaba. He oído decir que varias mujeres han enloquecida por él, entre sus brazos. Yo puedo ofrecerle mucho.

—No más de lo que ya ofreció a otros hombres —recordó
El Coyote
.

—Puedo ofrecerle lo que no he ofrecido a ninguno: Amor.

Mientras hablaba, Peg Marsh dio unos pasos hacia
El Coyote
. Tenía los labios invitadoramente entreabiertos, dejando ver el nácar de una perfecta dentadura. En tanto, la agitada respiración acentuaba la perfección de su busto.

El Coyote
sonrió y, con irónica voz, preguntó:

—¿Le ha fallado alguna vez eso?

Peg Marsh hizo como si no hubiese oído.

—Tu fama ha llegado hasta mí —dijo—. En vano esperé que alguna vez nuestras sendas se cruzaran. Al fin tuve que acudir a un sitio donde nos encontrásemos como ahora. He despreciado a todos los hombres a quienes presté mis besos. Sólo a ti quise dártelo todo.

—¿Y no piensa pedir nada a cambio de lo que está dispuesta a darme?

—Sólo tu amor. Porque solamente tú eres digno de mí.

—¿Y qué dirá
Champagne Charlie
cuando sepa que después de nueve años de valerse de él para prosperar y hacer carrera le echa a un lado como si fuese un traje viejo?

—Eso es lo que
Champagne Charlie
ha sido siempre.

—Sólo ha sido así desde que empezó a darse cuenta de que la perdía, Peg. Entonces se lanzó a buscar nuevos medios de ganar más dinero. El dinero es el único imán que puede retener a Peg Marsh junto a un hombre.

—También el verdadero amor me podría retener junto a ti,
Coyote
.

—Antes, Peg Marsh debería enterarse de lo que es el verdadero amor.

—Acabo de comprenderlo ahora —replicó con suave voz, Peg—. Al verte, al oírte, al darme cuenta de que eras el hombre fuerte que siempre he anhelado y que hasta ahora jamás encontré.

—Es muy emocionante oírse decir cosas tan bonitas. Pero lo malo de usted, señorita Peg, es que toda la belleza la gastaron en hacerla el cuerpo y no quedó nada para el alma, que es de las más feas que he visto.

—¿Qué clase de hombre eres,
Coyote
? ¿Para qué necesitas el alma? ¿No te basta lo otro?

—No. No me interesa. Puede ofrecerse a Justo Hidalgo, o a
Champagne Charlie
. Si en usted ha de tener algo en cuenta será el alma. Para bien y para mal. ¿A qué ha venido a esta casa? ¿Qué busca en ella?

—Sólo ha habido un hombre que ha despreciado a Peg Marsh,
Coyote
. ¿Sabes qué fue de él?

—Aún no lo he averiguado; pero supongo que le hizo usted matar por
Champagne Charlie
.

—Murió, es cierto. Y tú morirás también.

—Algún día.

—No, el día en que yo lo ordene.

—¿Se lo ordenará a
Champagne Charlie
?

—Tal vez.

—Charlie está deshecho, Peg. Le tiemblan las manos. Ya no puede confiar su fortuna a los naipes, que esconde en la manga. Ahora tiene que fingir que trafica en tierras o en fincas, en tanto que busca afanosamente negocios mejores donde no sean necesarias unas manos veloces como la luz. ¿Cree que si él disparase sobre mí podría meter la bala en el sitio elegido? No. Ni él lo cree. Además, me teme demasiado.

—Eso ya lo veremos. Y si no tiene valor para enfrentarse contigo, encontraré otro dispuesto a hacerlo.

—Peg: he venido en plan de amigo y buen consejero. No me gusta tener que matar a una mujer y por eso le advierto que debe marcharse de esta ciudad antes de que alumbre el nuevo día…

—No pierdas tontamente el tiempo,
Coyote
. La carne de mujer no la ha utilizado nunca
El Coyote
para comérsela. Luchando contra ti estoy segura de no recibir ninguna herida; y en cambio, yo puedo matarte si quiero. Tú no te defenderás como lo harías si yo fuese un hombre. Ésa es mi ventaja.

—Muy lista, Peg. Me han hablado de usted y de momento dudé de muchas de las cosas que me dijeron. Ahora veo que eran verdad Contra usted no me sirven los revólveres. Tengo unas normas morales y no puedo faltar a ellas; pero si sólo supiese luchar con los revólveres, hace tiempo que habría dejado de ser quien soy. Lucharé con el cerebro y la venceré. Pero antes quiero prevenirla. Evite la lucha. Aproveche la oportunidad y huya antes de que vuelvan los dueños de la casa.

—Peg Marsh nunca vuelve la espalda. Tengo muchos triunfos y los utilizaré a su debido tiempo.

—Sus triunfos son inferiores a los míos. Perderá la partida.

—Ya lo veremos. Cuando te vi, hace un rato, no te odiaba. Esperaba que llegases a convertirte en mi aliado. Ninguna compañía mejor para el
Coyote
que Peg Marsh. Pero rechazas a la mujer y rechazas a la aliada. Son dos ofensas que no te perdonaré. Sin embargo, eres muy tonto,
Coyote
. Desprecias algo que aún no has probado. ¿Cómo sabes que no cometes una locura? Estamos solos. Nadie entrará en esta habitación. Cierra las ventanas. Apaga la luz de la vela. No veré tu rostro. No podré decir quién eres. Dentro de dos horas puedes salir sabiendo cuál es la realidad que te ofrezco. Si entonces sigues rechazándome, podemos ser enemigos. ¿O es que tienes miedo de perder tu valor? Óyeme. Te voy a enseñar algo que te hará cambiar de opinión. Te demostraré que no soy la que te imaginas, ni la que parezco, si sólo se tiene en cuenta mi pasado.

Mientras hablaba, Peg Marsh hundió la mano en el bolsillo derecho de su traje. Su rostro expresaba una gran ansiedad.
El Coyote
la observaba entre burlón y divertido; pero, de pronto, abandonó su inmovilidad y saltó a un lado, con el tiempo justo para evitar el primer disparo que Peg hizo contra él con el Derringer de dos cañones que acababa de sacar del bolsillo.

Al mismo tiempo que saltaba,
El Coyote
desenfundó uno de sus revólveres y disparó una décima de segundo antes de que el dedo de Peg Marsh apretase el otro gatillo de la pequeña pistola, que fue arrancada de entre sus dedos por la pesada bala del Colt del californiano. La segunda bala del Derringer se perdió en el techo y Peg apretó fuertemente su magullada mano, en tanto que
El Coyote
guardaba lentamente su revólver y con una desdeñosa sonrisa, decía:

—Una mujer inteligente no debe recurrir nunca a los procedimientos de un pistolero.

Peg no dijo nada. En sus ojos había latido un momento el terror; pero ya había pasado. Volvía a ser serena y fría. Fría como el hielo, aunque por un instante había parecido ser de abrasador fuego.

—Ya se han disparado los primeros tiros —siguió
El Coyote
—. Entre nosotros, existe el estado de guerra. Habría preferido que no tuviésemos que recurrir a estos extremos.

Patricia siguió callada; pero su hermoso rostro había ido adquiriendo una expresión de odio arrollador.
El Coyote
sintió un escalofrío. Ya no habría lugar a disimulos. Rechazada la alianza que ella ofrecía, Peg Marsh declarábase enemiga implacable y dispuesta a todo para vengarse del hombre que no se había dejado vencer por lo que venciera a tantos otros.

—¿Puedo salir sin riesgo de que me pegue un tiro por la espalda? —preguntó
El Coyote
.

—Puedes salir, porque no tengo ningún arma. Si la tuviese, te mataría.

El Coyote
retrocedió hacia la puerta, sin volver ni un momento la espalda. Luego deslizóse hacia la planta baja. Era extraño que nadie hubiese oído los disparos. Y si alguien los había oído, aún era más extraño que no acudieran a investigar la causa.

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