Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (2 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

—Al contrario —sonrió don César, satisfecho de poder dar un pequeño disgusto a don Rómulo—. Al contrario. Creo que si de César hubiese dependido nos habríamos casado desde hace mucho tiempo; pero todo agricultor sabe que la buena fruta no se debe coger verde, sino cuando ha llegado a su punto exacto de madurez. Hace unos años, ni Lupe ni yo nos dábamos cuenta de que estábamos enamorados. Y a veces uno es desgraciado, porque no comprende lo que pasa dentro de su corazón.

Lupe agradeció con una rápida mirada las palabras de su marido. Le gustaba oírle decir que no se arrepentía de haberse vuelto a casar y que, al revés de lo que hacían otros, no negaba en público lo que reconocía en la intimidad matrimonial.

En aquel momento el mayordomo de los Hidalgo apareció en la terraza y acercándose a su amo emitió una tosecilla que era como una vaga sombra de las toses de don Rómulo.

—¿Qué ocurre? —preguntó éste.

—Un accidente… Una joven… Se ha desmayado frente a la puerta y como…

Justo se puso en pie.

—Iré a ver qué sucede —dijo.

Mientras su hijo entraba en la casa, don Rómulo consiguió que el mayordomo le explicara lo que había pasado. Una joven que iba en un caballo, de no muy brillante aspecto, había caído desmayada a pocos metros de la casa. El mayordomo, aun a riesgo de molestar a su amo, habíase tomado la libertad de conducirla a una de las habitaciones de la servidumbre, donde había vuelto en sí.

—Creo que padece de falta de alimentación —siguió el mayordomo—. Es muy triste ver a una niña tan bonita pasar privaciones, señor.

—¿Es una niña o una mujer? —preguntó don Rómulo.

—Es casi una niña. No debe tener más de diecisiete años. Si me lo permite, señor, diré que el hambre siempre es mala; pero jamás lo es tanto como a la edad en que todo debiera ser alegría.

—Oye, Felipe, no empieces a ponerte romántico —refunfuñó don Rómulo—. Haz venir a la chica y prepárale una buena comida. —Volviéndose hacia Lupe, explicó—: Me hace feliz ver comer a los que tienen hambre. Entonces me doy cuenta de lo afortunado que soy.

—Alimentar al hambriento es una de las más bellas obras de misericordia —dijo Lupe.

Cuando Felipe, el mayordomo, se retiraba, regresó Justo.

—Creo que deberíamos hacer algo por ella papá —dijo—. Es una chica desvalida. Y… muy hermosa.

—Me parece que deberíamos marcharnos —dijo Guadalupe, recordando, tal vez, pasadas aventuras de su mando.

—¡De ninguna manera! —protestó don Rómulo—. Hace demasiado calor. Además, ya dije que os quedabais a comer con nosotros. Así la chiquilla se sentirá menos turbada. Sí, eso es. Comeremos todos aquí mismo. —Volviéndose hacia su hijo, don Rómulo ordenó—: Dile a Felipe que prepare la mesa en la terraza.

—Bien, bien —replicó don César—. Yo también siento curiosidad por conocer a esa pobre muchachita.

Cuando miró a su esposa, Echagüe advirtió que su interés por la desvalidez de la desconocida no alegraba, precisamente, a Lupe; mas resolvió emplear el práctico sistema de no darse por enterado de lo que no se le decía claramente.

Por su parte Lupe lamentó de veras no poder decir lo que pensaba acerca de la curiosidad que su marido sentía por la desconocida. ¿Hubiera sido idéntico su interés si en vez de una muchacha se hubiera tratado de un hombre?

Capítulo II: Una historia muy triste

Patricia Mendell era bellísima. Una figulina cuyo barro se hubiese transformado en carne. Su cabello era de un rubio casi blanco, y don César la comparó mentalmente con una princesa de cuento de hadas. No muy alta. Pero tampoco baja. Su cuerpo era una maravilla de proporción. Con algo más de carne sería perfecta; no obstante, tal como estaba en aquellos momentos, resultaba sumamente espiritual.

—Es usted muy bueno, señor —dijo Patricia Mendell fijando en don Rómulo la suave mirada de sus pupilas, que eran como dos purísimas aguas marinas.

El sol de California había bronceado algo su piel, que contrastaba atractivamente con su rubia cabellera. Vestía un sencillo traje de floreado percal. Don Rómulo pensó:

«Parece una reina disfrazada de, pastora». Y en voz alta preguntó:

—¿Desea algo más, señorita?

Patricia Mendell había comido con no fingido apetito. Varias veces se la vio contenerse para no echarse, materialmente, sobre los alimentos que eran colocados ante ella. Cuando esto le ocurría, y después de dominarse, dirigía una suplicante mirada a los que la observaban, cual si les pidiera que perdonasen su hambre.

Por primera vez en muchos años, don César vio emocionarse a don Rómulo.

—Debe de haber sufrido usted mucho, señorita Mendell —dijo.

Patricia inclinó la cabeza en mudo asentimiento. Luego contestó:

—Sí, señor. Pero ¿quién no sufre en este mundo?

—Eso es verdad —afirmó don César, limpiándose los labios con la servilleta—. En este mundo todos llevamos nuestra cruz.

De no temer causar mala impresión en la muchacha, don Rómulo hubiese replicado que la cruz de don César era envidiada por las tres cuartas partes de los habitantes de California. Sólo a él podía ocurrírsele hacer comparaciones semejantes.

—A veces, cuando confiamos a los demás nuestras penas, éstas pesan menos sobre nosotros —dijo el dueño de la hacienda, inclinándose hacia la joven—. ¿Por qué no nos confía sus pesares? Tal vez podamos aliviárselos.

Dos lágrimas resbalaron suavemente desde los ojos de la joven, que permaneció con la mirada fija en un punto vago, tal vez en su propia desdicha.

—Es usted muy bueno don… ¡Oh! Perdón. No recuerdo su nombre.

—Rómulo Hidalgo —contestó el hacendado.

—Hasta los ocho años fui feliz —murmuró Patricia Mendell, irguiéndose poco a poco y dejando perder su mirada en sus recuerdos—. Vivíamos en Nuevo Méjico, en un rancho. Mi padre era muy bueno, pero yo adoraba a mi madre. Tal vez porque teniéndola a ella me consideraba dueña de toda la dicha del mundo. Dios me la quitó a los ocho años. Mi padre tuvo que volverse a casar, pues yo era demasiado pequeña para poder reemplazar a mi madre en los trabajos de la casa. Mi madrastra me odió en seguida. Yo era para mi padre el recuerdo de su primera esposa, por eso la mujer trató de conseguir que su marido perdiese el cariño que sentía por mí. Durante siete años viví tantas amarguras como felicidades había disfrutado antes. Cuando estaba a punto de cumplir los dieciséis murió mi padre.

Mientras Patricia Mendell hablaba no dejaba de llorar. Era el suyo un llanto sin ninguna estridencia. Las lágrimas brotaban de los ojos como empujadas por una poderosa fuerza interna que ya había agotado las energías para proclamarse violentamente. Don Rómulo sentía que aquellas lágrimas fundían su rudeza, y miraba, asombrado, a la muchacha que las derramaba.

Patricia siguió:

—La única herencia que había dejado mi padre era el rancho. Mi madrastra y yo lo cuidamos como supimos. Por algún tiempo fuimos casi amigas. La necesidad nos unió; pero las labores del campo eran demasiado rudas para nosotras. Además, no estábamos preparadas para ellas. No sabíamos lo que se debía plantar y cuándo había que hacerlo. Mi madrastra se casó de nuevo en cuanto transcurrió el plazo que impone la ley. El dueño de otro pequeño rancho cercano la había estado pretendiendo desde que murió mi padre. Se celebró el matrimonio, y yo, que no sabía adonde ir, me quedé con ellos, pero

Ahora Patricia Mendell ya no se contuvo y de su garganta brotó un ahogado gemido, que se clavó en el corazón de don Rómulo.

—Fue horrible —siguió—. Nunca hubiera creído que en el mundo pudiesen existir hombres como aquél. Era muy cariñoso conmigo, y a mi madrastra no le pasaron inadvertidas las muestras de afecto que me daba. Me compraba regalitos y yo creí que lo hacía como si se sintiera padre mío; pero mi madrastra comprendió enseguida la verdad. Un día… —Patricia escondió el rostro entre las manos y sollozó un rato en silencio. Don Rómulo sentíase el corazón en un puño. Su hijo respiraba con dificultad. Don César escuchaba con el mismo interés que hubiera puesto en oír una interesante conferencia. Lupe era la única que se mantenía fría y serena.

—Un día me encontró sola en el establo de las vacas —prosiguió la joven, sin levantar la vista del suelo—. Me habló de una manera extraña. Luego me quiso abrazar y yo huí. Él me persiguió y tuve que refugiarme junto a mi madrastra, que me defendió. Se pelearon mucho; mas, al fin, yo tuve que marcharme de mi casa. No sé cómo fue; pero el marido de mi madrastra figuraba como dueño de la tierra que había sido de mi padre. Se había fingido una venta o no sé qué, pero lo cierto era que mi casa ya no era mía.

La joven hablaba con dificultad. La pena debía de atenazarle la garganta con su recia mano. A pesar de ello aún pudo seguir:

—Abandoné la casa en que había nacido y marché hacia California. No tenía dinero y tuve que ofrecerme como criada en un rancho. Su dueño me pareció un hombre bondadoso y comprensivo, pero… También tuve que huir de allí al comprender que entre aquel hombre y el marido de mi madrastra no había ninguna diferencia. Para huir de él cogí un caballo. Entonces él me hizo perseguir y detener por ladrona. Estuve varios días en la cárcel. Hubiera podido salir en seguida si hubiese aceptado las proposiciones que mi patrón me hizo varias veces.

—¿Es posible que puedan ocurrir semejantes cosas? —preguntó don Rómulo—. ¿Cómo se libró usted de la situación aquella?

—El juez que me juzgó era un hombre muy bueno. Se dio cuenta de la verdad del caso e hizo que se me declarase inocente. Me cedieron el caballo como pago al tiempo que había servido a las órdenes del denunciante. Durante todo este tiempo, mi vida ha sido una repetición de los mismos incidentes. Siempre en lucha con los hombres. Acabé por evitar el paso por las poblaciones, y aún más evité acercarme a los ranchos y a las haciendas solitarias. Mi deseo era llegar a Los Ángeles, con la esperanza de poder hallar un empleo en algún sitio donde pudiese trabajar en paz; pero he sufrido tantas privaciones que antes de llegar a la ciudad creo que me desmayé.

Don César se arrancó con la punta de una uña la lágrima que acababa de brotar de su ojo derecho. Con voz temblorosa declaró:

—Lo que han hecho con usted es odioso, señorita Mendell. Es indignante. En California y en Nuevo Méjico se ha perdido ya el espíritu de nuestros antepasados. Por fortuna, aún quedamos algunos californianos que, antes que hombres, somos caballeros. Su padrastro merece un castigo. Dígame dónde vive y yo conseguiré que mi abogado le obligue a devolverle su hacienda.

Patricia Mendell dirigió su cristalina mirada hacia don César y con resignada voz replicó:

—¿Para qué remover tanto fango, señor? Yo he olvidado ya las ofensas que me hicieron. Además, prefiero perder mi hacienda antes que verme de nuevo ante aquel hombre. ¡Incluso preferiría la muerte!

—Pero tenemos que hacer algo por usted, chiquilla —insistió don César, librándose de otra lágrima que acababa de surgir de su ojo izquierdo.

—Yo sólo pido un trabajo honrado que me permita ganarme la vida —replicó Patricia Mendell, volviéndose hacia don Rómulo.

Éste ya no pudo resistir más y ofreció:

—Si usted lo desea, en esta casa hallará lo que hasta ahora ha buscado en vano. Somos hidalgos de apellido y de hecho. Aquí será respetada como merece y podrá ganarse la vida con su trabajo.

Justo Hidalgo miró, orgullosamente, a su padre. En aquellos momentos sentía una inmensa satisfacción por ser hijo del criticado don Rómulo.

—Acepte usted, señorita —pidió.

Patricia Mendell dudó aún unos instantes, pero, al fin, con los ojos todavía nublados, dijo:

—Son ustedes muy buenos. Dios debe de haberme conducido a su puerta.

—No lo dude —declaró don César—. Ha llegado usted a casa de unos hidalgos como no los hay en California. En todo el país no encontraría otros que hicieran más honor a su apellido. Verdaderamente, Dios guió sus pasos cuando la trajo hasta aquí. Ha sido usted muy afortunada. Por eso no le digo que si alguna vez se encuentra en un apuro acuda a mí. Sé que al lado de don Rómulo no le ocurrirá nada que la obligue a buscar otro amparo mejor. Adiós, señorita Mendell.

Inclinándose ante ella le besó respetuosamente la mano. Luego, estrechando la de don Rómulo, declaró, con voz altisonante:

—Don Rómulo, es usted todo un caballero. Nunca lo he dudado, pero celebro que la realidad confirme una vez más mi opinión.

—Muchas gracias, don César —respondió, algo turbado, don Rómulo—. Y muchas gracias por su visita. Dispense que no haya podido dedicarle todo mi tiempo.

—Su tiempo de hoy, don Rómulo, ha sido dedicado a algo mucho más importante y digno que el intercambio de cumplidos entre un Hidalgo y dos recién casados. Adiós, don Rómulo. Adiós, Justo. Adiós, señorita Mendell, en el Rancho de San Antonio tiene usted, también, su casa.

Los Hidalgo y Patricia Mendell invirtieron un par de minutos más en agradecer las palabras de don César y en despedirse de Guadalupe, que no parecía satisfecha, aunque lo disimuló hasta que el coche que guiaba don César, y en el cual sólo iba el matrimonio, estuvo a medio cuarto de legua del Rancho Hildalgo. Entonces Lupe comentó un poco agriamente:

—Te has mostrado muy amable con la señorita Mendell. Estoy segura de que la habrás causado una buenísima impresión.

Mentalmente, don César soltó una divertida carcajada, mientras que con expresión muy seria replicaba:

—Siempre me ha gustado causar buena impresión, Lupita.

—Sobre todo a las mujeres.

—¿Por qué dices eso? —preguntó don César arqueando una ceja y volviendo el rostro hacia su esposa.

—No creo que, después de lo que había dicho don Rómulo, fuera necesario que ofrecieses tu casa a esa mujer.

—¿Por qué no había de hacerlo entonces? ¿Es que deseabas que me anticipara a nuestro amigo? Si me lo hubieras dicho, a Patricia, desde un principio, le habría ofrecido el rancho de San Antonio.

—Ya me figuro que no te habrán faltado ganas de hacerlo —dijo Lupe, con la mirada fija en la carretera, con lo cual se perdió la divertida sonrisa que apareció en los labios de su marido.

—No, realmente no me faltaron deseos de llevarla con nosotros. Una muchacha tan angelical…

—A veces me asombro de que seres tan tontos como los hombres os hayáis proclamado los amos del mundo.

—Por eso lo hemos hecho —replicó don César—. Creo que en la Edad de Piedra, cuando los hombres vivían en las cavernas y hasta los peines eran de mármol, se presentó el problema de salir a luchar con los monstruos antidiluvianos. Alguien tenía que hacerlo y exponer la piel. Como siempre ocurre, el más tonto fue el que salió a hacerlo. Las mujeres se unieron para cantar las alabanzas del sexo fuerte, y el
débil
sexo fuerte se vio obligado a demostrar que era el rey de la Creación. Desde entonces los hombres somos los amos y vosotras las inteligentes.

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