Read Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—No pretendo ser un dechado de inteligencia —replicó Lupe—; pero mientras os veía escuchar embobados a aquella mujer…
—Por favor, Lupita, no hables mal de la señorita Mendell. No es caritativo atacar a los desgraciados. Mientras la veía comer con tanta hambre pensaba en lo mucho que a nosotros nos sobra y en las infinitas necesidades que hay a nuestro alrededor, que no reparamos nunca.
Lupe miró desconcertada a su marido. ¿Qué significaba aquello? ¿Se estaba burlando de ella? Pero, no. No se burlaba. Estaba muy serio, como cuando se preparaba para alguna de sus intervenciones.
—Estoy segura de que si el hambre la hubiera padecido un hombre o una mujer fea o vieja tu conciencia no se sentiría tan alterada ni turbada.
Guadalupe esperaba cualquier respuesta menos la que recibió de su marido.
—Estás ofendiendo a una pobre joven que ha sufrido unos embates muy duros, Lupe —dijo—. Eso no es cristiano y deberás consultar a tu confesor. Estoy seguro de que te reprenderá y te pondrá como penitencia que vayas a pedir perdón a la señorita Mendell. ¿No te conmueve pensar en lo que habrá pasado teniendo que resistir a los livianos deseos de los hombres que se han cruzado en su camino?
En otras épocas Lupe había sido una mujer de extraordinaria paciencia, pero hacía tiempo que la había agotado y por ello su respuesta fue:
—Me gustaría saber si esa niña resistió tanto como dice.
Muy serio, don César replicó:
—Lupe: eso que has dicho es impropio de una dama.
—Cuando un caballero se porta como un tonto y hasta llora a causa de las fantasías que relata una mujer que sabe Dios lo que es, su esposa puede portarse como una vendedora de mercado.
—¡Caramba, Lupita! ¿Dónde dejaste tu mansedumbre?
—La tiré por la ventana una semana antes de que nos casaran.
—Pues en cuanto lleguemos al rancho la buscaremos. Me gustabas más cuando eras dócil y humilde.
Lupe no replicó. Hubiera podido decir que don César había tardado diez años en darse cuenta de que aquella mujer dócil, humilde y mansa era algo más que una útil sirvienta; y que si al fin se declaró enamorado de ella fue porque la vio cobrar personalidad propia, dejando de ser una sumisa esclava. Pero no dijo nada. Por el contrario, sus pensamientos volaron hacia las otras mujeres que hubo en la vida de don César de Echagüe. ¿Sería Patricia Mendell una más?
—No creo que sea tan joven como dice, —murmuró.
—Las mujeres siempre son menos jóvenes de lo que dicen —replicó César—. Y siendo ése un mal de todas, no se le puede achacar como defecto a la señorita Mendell.
Guadalupe no replicó; pero estuvo a punto de preguntar:
«¿Cómo has sabido que me refería a la señorita Mendell?».
Si no lo hizo fue por temor a que César le contestara:
«Porque yo también estoy pensando en ella».
Benjamín Franklin Shubrick miró protectoramente al propietario de la Posada del Rey Don Carlos.
—Me han dicho que éste es el mejor hotel de Los Ángeles —declaró—. Va a tener que hacer honor a su fama, señor…
—Yesares —se apresuró a decir el dueño de la posada—. Tal vez la fama de mi establecimiento sea algo exagerada; pero debo reconocer que hacemos lo humanamente posible por merecer la confianza de nuestros clientes.
—He estado en los mejores hoteles de Europa y de América —dijo Shubrick—. Nadie puede decir con mayor fundamento de causa que yo, lo que es un buen hotel. Ahora quisiera hacerle algunas preguntas. Soy Ben Shubrick. Benjamín Franklin Shubrick, y me dedico a comprar y vender casas, fincas y acciones.
Ben Shubrick vestía como un hacendado de Louisiana; levita y pantalón blanco, chaleco floreado, chalina negra y sombrero gris. Era muy alto, delgado, de rizado cabello negro y ojos también negros. Ricardo Yesares observó en seguida que Shubrick trataba de disimular con tinte las canas que poblaban sus aladares. También observó que los ojos de Ben Shubrick, que a veces brillaban con energía, en otros momentos acusaban un gran cansancio moral. El último detalle que observó fueron las manos de Shubrick. Eran las de un jugador profesional, capaces de servir los naipes con la velocidad de la centella. Eran las manos que ponen nervioso al jugador novato, porque su mirada es incapaz de seguir todos los movimientos que hacen y a cada momento teme que saquen una carta de la manga o la hagan brotar del aire.
—Creo que podrá hacer algún negocio en Los Ángeles —dijo Yesares—. La ciudad va creciendo y hay quienes aseguran que con el tiempo llegará a ser la más grande de California. ¡Quién sabe!
—Estoy seguro de que a Los Ángeles le aguarda un brillante porvenir —replicó Ben Shubrick—. ¿Llegan muchos forasteros?
—Bastantes; pero la mayoría sólo de paso. Van hacia San Francisco. Por ahora allí hay muchas más posibilidades de hacer fortuna que aquí.
En aquel momento se detuvo delante de la posada el carruaje de don César de Echagüe, quien descendió de él dejando a Lupe en el vehículo, entró en el edificio, dirigiéndose hacia el mostrador tras el cual se encontraba Yesares.
—Hola, Ricardo —saludó—. ¿Está ocupado?
—Puede usted atender a ese caballero, señor Yesares —dijo Ben Shubrick, haciendo intención de apartarse.
Don César le contuvo.
—No se retire usted, señor. Sólo quería anunciar al amigo Yesares que esta noche cenaremos aquí.
—Señor Shubrick, le presento a don César de Echagüe, uno de los más ricos hacendados de California. Don César, el señor Benjamín Franklin Shubrick, que se dedica a la compra y venta de tierras, haciendas y acciones.
Los dos hombres se saludaron con corteses inclinaciones. Shubrick, que había sacado una cigarrera de oro, la abrió, ofreciendo su contenido a don César y a Ricardo, antes de tomar también él un aromático Perfecto.
—Si es usted tan buen financiero como conocedor de tabacos, debe de ir acompañado siempre por el éxito —declaró don César, lanzando hacia el techo una azulada bocanada de humo.
—Me gusta el buen tabaco, el buen vino y las mujeres hermosas —replicó Shubrick; pero don César notó que la voz le fallaba un poco al decir esto.
Ben Shubrick no era un vividor tan alegre como trataba de aparentar.
—¿Sabe usted de alguna buena hacienda en venta? —preguntó luego Shubrick a don César.
—No, caballero —replicó éste—. Precisamente ahora tengo mucho interés en comprar tierras. He vuelto a casarme y quisiera aumentar mi hacienda.
—¿No tiene usted bastante con lo que posee? —preguntó Yesares.
—Para mí, sí; pero mi hijo heredará íntegro el Rancho Acevedo, que pertenecía a su madre. Las propiedades de los Echagüe también serán para él si de mi segundo matrimonio no nace ningún hijo, pero si hubiese otros herederos, tendrían que repartir con él lo mío y quiero que haya lo suficiente para que a ninguno le falte una buena fortuna.
—Aún no he empezado a trabajar —dijo Shubrick—. Puede decirse que acabo de llegar y que todavía no conozco el mercado. Sin embargo, si usted quiere que me ocupe de ese asunto, lo haré con mucho gusto.
—Desde luego. ¿Por qué no va mañana por la tarde a mi casa? Es el día en que recibo a mis amigos. Le presentaré a muchas personas que tal vez deseen vender alguna finca. El señor Yesares le indicará dónde está el rancho. Y ahora, si me lo permite, haré una lista de lo que deseo cenar.
Tomando un papel y un lápiz don César comenzó a escribir. De cuando en cuando se interrumpía como para reflexionar. Al fin, tendió la lista a Yesares. Éste leyó:
Prepáranos lo que quieras, y haz lo posible por averiguar qué hace y quién es ese Shubrick.
Ricardo estudió atentamente la nota y después de guardarla en el bolsillo declaró:
—No sé si el guisado podrá prepararse, don César. No tenemos la carne que necesitamos y a estas horas en las carnicerías ya no queda nada selecto.
—Haga lo posible por servirnos todo lo que le pido; pero si no hay manera de conseguirlo, prepáreme otra cosa. Hasta luego.
Volviéndose hacia Ben Shubrick, don César se despidió:
—Encantado de conocerle, caballero. Hasta mañana por la tarde.
—No faltaré —prometió Ben Shubrick, saludando a don César.
Éste regresó al carruaje. Cuando se puso de nuevo en marcha hacia el rancho, sacudió la ceniza del cigarro y comentó:
—Guadalupe, hay tres cosas a las cuales un hombre no puede renunciar si alguna vez han constituido un vicio en él.
—¿Cuáles son esas cosas? —preguntó Lupe, que no estaba de tan buen humor como su marido.
—El hombre que gusta de los buenos vinos, nunca puede beberlos malos. Y si ha fumado excelentes cigarros, los seguirá fumando mientras tenga el suficiente dinero para adquirirlos. Y otra de las cosas de que no puede privarse, si fueron su pasión dominante, es de las mujeres bonitas. De las tres cosas, ésta es la más inofensiva —y don César aspiró el aroma del cigarro—. El buen vino y las mujeres hermosas son dos venenos peores que la nicotina.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada. Es un desahogo filosófico. ¿No estás de acuerdo conmigo?
—No bebo vino, no fumo y no siento ninguna emoción cuando estoy al lado de una mujer hermosa —replicó Guadalupe—. En esa materia tú debes ser mejor juez que yo.
—Cuando un hombre cambia de nombre debiera cambiar, también, de vicios. Si un lobo quiere dejar de parecerlo del todo, no basta con que se ponga piel de cordero, además debe comer hierba.
—¿Y qué?
—Acabo de ver un lobo que lleva una blanca piel de cordero, dice «bééé», pero sigue comiendo carne.
Nuevamente aspiró don César el aroma del Perfecto. Luego explicó, sin explicar nada:
—Y me ha invitado a un trocito.
—¿Te refieres al cigarro?
—Sí. Le gustaba mucho el champán. Le llamaban
Champagne Charlie
. Fumaba cigarros habanos y los llevaba siempre en una cigarrera de oro. Y si no le hubieran gustado tanto las mujeres, habría sido rico y feliz.
Guadalupe comenzó a sentirse interesada.
—¿A quién te refieres? —preguntó.
—A un tal Benjamín Franklin Shubrick que ha llegado a Los Ángeles en el día de hoy para comprar tierras, haciendas y todo lo que se le ofrezca. Mañana nos visitará. Procura ser amable con él.
—Lo seré —dijo Guadalupe.
—Pero no demasiado —sonrió su marido—. No olvides que sus vicios son el buen vino, del cual puedes darle tanto como quieras; el buen tabaco, del que le ofrecerás las mejores muestras de mi colección; y las mujeres hermosas…
—¿Y qué? ¿No puedo ofrecerle ninguna mujer hermosa?
—No; porque la única mujer hermosa que mañana habrá en mi casa serás tú, y creo recordar que tienes dueño.
Don Rómulo Hidalgo se acabó de arreglar la delgada corbata y se ajustó la corta chaquetilla. Cuando iba a coger el sombrero de copa plana y ala ancha, enriquecido con abundantes bordados en oro, sonó una leve llamada a la puerta de la habitación.
—Adelante —ordenó con— fuerte voz el hacendado.
Abrióse la puerta y apareció Patricia Mendell. Vestía el mismo traje del día anterior, pero recién planchado y adornado con unas flores. El rostro de don Rómulo se suavizó.
—Hola chiquilla —dijo—. ¿Cómo te encuentras?
—Ya muy bien, don Rómulo. Quisiera poderle decir cuánto agradezco lo mucho que hace usted por mí.
—No hago nada, pequeña. Cualquier otro haría más que yo.
—Eso no. Nadie haría tanto.
—¿Te has encargado ya más ropa?
—No, señor.
—¿Por qué? ¿No te dije ayer que esta mañana te hicieses hacer un par de trajes?
—Sí; pero… no quisiera abusar de su bondad. Le agradecería que se encargara usted de comprarlos.
—Mujer… Tú eres la más indicada para adquirir lo que necesites. Yo no entiendo de ropas femeninas.
—Yo no puedo hacerlo. Si lo he de comprar yo, no compraré nada.
—Pero tú necesitas cosas. Con lo que llevas puesto no puedes pasar. Si no tuviera que ir a la fiesta de don César… Pero no puedo faltar. Sin embargo… Espera.
Don Rómulo salió de su cuarto y dirigióse al de su hijo.
—Justo, tendrías que ir con Patricia a comprarle algo de ropa. Quisiera ir yo; pero no puedo llegar demasiado tarde a la recepción en casa de los Echagüe. ¿Te importa hacerlo?
En la fiesta que se celebraría en el Rancho de San Antonio estaría Dolores Pabón, a quien todos consideraban como novia de Justo. Todos, incluso él. Los Pabón eran tan importantes como los Hidalgo, y ningún obstáculo se oponía a la boda. Sólo faltaba que el compromiso se fijara oficialmente. A pesar de todo esto, Justo aceptó la proposición de su padre.
—Como quieras, papá. Le acompañaré.
—Coge el dinero que necesites.
No fijó la suma que podía gastar, ni Justo lo preguntó. Cuando don Rómulo marchó en su jardinera hacia el Rancho de San Antonio, Justo y Patricia le siguieron en otro cochecillo. Justo miraba de reojo a la muchacha y empezaba a comprender lo que le había ocurrido con los hombres que, como ella decía, se cruzaron en su camino.
—Espero que se sentirá feliz viviendo con nosotros —dijo al cabo de un rato de marcha en silencio.
—Son ustedes demasiado buenos y nobles para que no me sienta feliz —replicó Patricia—. Si todos fueran como ustedes el mundo sería mucho mejor.
El asiento del cochecillo era estrecho y Justo sentía contra su cuerpo el calor del de la joven. El hecho de que ella no se apartara lo interpretó Justo como una muestra de su inocencia. Por ello quiso alejar de su cerebro los pensamientos que le asaltaban. No lo consiguió. Todos los pensamientos estaban fijos en la muchacha y su mirada buscaba repetidamente a Patricia Mendell, que no parecía advertir nada.
—Su rancho es muy hermoso —dijo de pronto la joven—. Parece muy antiguo.
—Lo es —respondió Justo—. Fue de los primeros que se fundaron en Los Ángeles.
—Está lleno de objetos valiosos. He visto muchos jarrones artísticos.
—Sí…, hay muchos.
Justo apenas podía coordinar las respuestas, porque sus pensamientos estaban, contra su voluntad, lejos de cuanto decía. Por fin llegaron al establecimiento de
madame
Leclair, que aseguraba ser francesa y estar en posesión de los mejores modelos de París. Lo de que era francesa lo dudaban todos, y algunos dudaban que sus modelos fuesen realmente de París. Pero lo que sí se daba por cierto es que sus trajes reunían todas las cualidades apetecibles en cuanto a elegancia y buena calidad.