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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (10 page)

Cogió el saco de lona donde estaban guardados los jarrones y con un vigor que hubiera sorprendido a cuantos la imaginaban una mujer débil y sin ninguna energía, se lo echó al hombro y corrió hacia la salida del rancho antes de que acudiera gente a averiguar lo ocurrido.

Llegó al muro sin que nadie le cerrara el paso. Lo saltó después de echar al otro lado el saco y fue hacia donde estaban su caballo y el de Foyle. Sobre éste ató el saco de los jarrones y, montando en el otro, dirigióse hacia el rancho Hidalgo, de donde nadie sabía que había salido.

Por un momento pensó en la conveniencia de escapar hacia San Francisco; pero desistió en seguida. Sería muy imprudente hacerlo, pues lo más probable era que si se asociaba su desaparición con la de los jarrones se la persiguiese. Era mejor ocultar los jarrones y esperar a que las pesquisas se dirigieran hacia otros puntos. Entretanto, ella se libraría del viejo Hidalgo.

Cuando se iba alejando del rancho de San Antonio vio encenderse las luces de éste. Animó el caballo y por el camino elegido antes fue hacia el rancho Hidalgo, situado en el extremo opuesto del de San Antonio.

Mientras galopaba iba viendo pasar por su cerebro los sucesos de las últimas horas. Una vez averiguado el lugar exacto donde se encontraban los dos jarrones, había decidido apoderarse de ellos antes de que pudiera hacerlo Charlie, pero en vez de ir sola buscó la ayuda de Foyle. Si luego Bill se mostraba demasiado exigente, un disparo a traición resolvería el problema. Para ello iba prevenida con una pistola encontrada en el rancho Hidalgo.

¿Y
El Coyote
? No había vuelto a saber nada de él. Era indudable que el famoso enmascarado no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus planes.

—Si tuviese más tiempo te descubriría, señor
Coyote
—murmuró Peg Marsh—. Ya sé cómo dar contigo; pero si todo sale bien me tendrá sin cuidado lo que sea de ti.

Llegó por fin al rancho Hidalgo y, saltando al suelo, llevó los dos caballos hacia la cuadra. Después de encerrarlos en ella descolgó el saco donde llevaba los jarrones y fue hacia la puerta por la que antes había salido. En la enorme casa reinaba un silencio absoluto. Peg subió lentamente por la escalera en dirección a su cuarto. Era una lástima que estuviese tan cerca del cuarto de don Rómulo y que éste no le hubiera destinado otra habitación, como prometiera.

Empezó a subir, pegándose a la pared y deteniéndose a cada dos o tres escalones para escuchar atentamente. Por fin llegó a su cuarto. Empujó la puerta y después de cerrarla fue hasta la mesita de noche, sobre la cual y en un vaso de aceite flotaba una lámpara cuya llama disipaba las sombras. Con ayuda de una velita encendió las dos velas de un candelabro colocado sobre la mesa de labor y, abriendo el saco, extrajo de él uno de los jarrones. Ahora sólo era necesario recordar lo que Charlie había explicado:

—Según la carta que recogió el virrey De Croix y en la cual se le comunicaba lo que se había escondido en los jarrones, sólo hay que hacer como si se desenroscara la base…

Esto era lo que Charlie había dicho al explicar el contenido de la carta que recibió De Croix a los pocos días de saber que el barco donde suponía que iban los jarrones se había hundido en el golfo de California y con él la fortuna que, sin saberlo, había dado a los Hidalgo.

Peg tumbó el jarrón sobre la mesa y con la mano derecha trató de desenroscar su base. No consiguió hacerlo. La oxidación de la plata había soldado la base del jarrón. Peg puso más vigor en sus esfuerzos y, de pronto, notó que la base cedía y comenzaba a girar. Luego ya todo fue fácil y un minuto después el jarrón quedaba dividido en dos partes: una que podía llamarse el cuerpo y que era la mayor; la otra era la base, que había sido vaciada para que pudiera ocultarse en ella lo que se quisiese.

Peg contempló hipnotizada el contenido de la base del jarrón, que mediría unos diez centímetros de alto por cinco de ancho. Parecía como si en aquel reducido espacio se hubiera vaciado el cuerno de la fortuna. Colocadas unos junto a otras, tan perfectamente que a pesar de su forma no quedaba entre ellas el menor espacio vacío, veíase una compacta masa de perlas de idéntico tamaño.

—Son muy hermosas, ¿verdad, señorita Marsh?

Peg volvióse como un rayo hacia el punto de donde llegaba la voz, en tanto que su cuerpo trataba de proteger el tesoro colocado sobre la mesa.

—¡
El Coyote
! —silabeó al descubrir al enmascarado—. ¿Otra vez?

—¿Cuándo mejor que ahora para volvernos a ver, señorita Marsh?

—¿Qué quiere?

—Una parte del botín.

—No le daré nada —replicó Peg.

—Hará muy mal. Puedo quitárselo todo.

—¿Cómo?

—Llamando a don Rómulo y explicándole qué clase de mujer es usted.

—¡No se atreverá a hacerlo!

—¿Por qué no? ¿Quién me lo puede impedir?

—¿Qué beneficios le reportaría eso?

—Quedarme con todo el tesoro del virrey De Croix.

—¡Antes le mataría!

—No conseguiría otra cosa que hacerse detener por ladrona y asesina.

—Yo no maté a aquellos hombres.

—¿Quién puso el puñal en manos de Bill Foyle?

—¿Cómo sabe que han muerto? —preguntó Peg al darse cuenta de que era casi imposible que
El Coyote
hubiera estado presente en el suceso.

—Ya le dije una vez que yo sé muchas cosas, señorita Marsh. La advertí de que era mejor que se marchase de Los Ángeles y no realizara sus planes.

—Si le doy una parte del botín, ¿se marchará y me dejará en paz?

—¿Piensa casarse con don Rómulo?

Peg soltó una contenida carcajada.

—¡No! —exclamó—. Nunca ha pasado por mi cerebro semejante estupidez. Ni con don Rómulo ni con su hijo. Escuche, señor
Coyote
. ¿Por qué no se une a mí? Repartamos este botín y marcharemos a un sitio donde podamos gastarlo alegremente. Viviremos una vida alegre…

El Coyote
había permanecido sentado en la cama de Peg y ésta imaginó que hasta el momento en que se había dejado ver estuvo oculto tras la cama. No sospechó que no hubiera estado solo y cuando junto al
Coyote
apareció don Rómulo comprendió que todo estaba perdido. El enmascarado le había tendido una trampa en la cual ella acababa de caer, reconociendo que eran verdad todas las cosas que decía
El Coyote
.

Temblando de ira empuñó su pistola, olvidando la lección que otra vez había recibido del
Coyote
. Éste la repitió de nuevo, arrancando de un disparo el arma que Peg había sacado de su bolsillo. Luego, antes de que se recobrase de su sobresalto,
El Coyote
volvió a disparar y Peg Marsh lanzó un grito de dolor mientras que un chorro de sangre le corría desde la oreja izquierda, parte de cuyo lóbulo había sido arrancado por el disparo del
Coyote
.

—¡La marca del
Coyote
! —jadeó Peg, llevándose la mano a la herida oreja.

—Es lo menos que merece —replicó don Rómulo con voz truncada—. ¿Cómo pudiste hacer todo lo que has hecho?

Peg le miró como una hiena acorralada. Estaba perdida. Ya no podría hallar ninguna solución que resolviese aquel estado de cosas. Los dos hombres que podían haberla ayudado estaban muertos. De vivir
Champagne Charlie
habría acudido en su socorro, costase lo que costara; pero ella lo había hecho asesinar. Y el viejo que estaba dispuesto poco antes a hacerla su esposa la contemplaba ahora como contemplan los seres normales a los monstruos de la Naturaleza: con incrédulo asombro.

El Coyote
guardó el revólver que había desenfundado y se inclinó a recoger la pistola de Peg. Después de examinarla un momento la volvió a tirar al suelo, comentando:

—Está inutilizada.

Después se acercó a la mesa y pasó la mano por encima de las perlas colocadas en la base del jarrón.

—Nadie diría que aquí hay unos novecientos mil dólares en perlas, ¿verdad, Peg?

La joven no replicó. Su mirada luchaba por taladrar la barrera que la máscara ponía sobre el rostro del
Coyote
.

Éste se inclinó y extrajo del saco el otro jarrón de plata. Con muchas menos dificultades que Peg desenroscó la base, y ante los ojos de Peg y de don Rómulo apareció otra compacta masa de perlas.

—Novecientos mil dólares más —dijo
El Coyote
—. Un millón ochocientos mil dólares en perlas significan un botín demasiado hermoso para perderlo con una sonrisa, ¿verdad, señorita Marsh?

Peg se encogió de hombros. Su cerebro trazaba mil proyectos de fuga y ninguno reunía las condiciones apetecidas de eficacia y seguridad.

—Cuatrocientos años han permanecido estas perlas dentro de estos jarrones, don Rómulo. Algún comerciante árabe las llevó a España desde el Golfo Pérsico. Algún príncipe granadino invirtió en ellas toda su fortuna. Era más fácil llevar unos miles de perlas metidas en un jarrón que un carro cargado de talegos de oro. Pero algo le ocurrió al príncipe y desde entonces las perlas fueron rodando de mano en mano, sin que ninguno supiese cuál era la verdadera importancia de los dos jarrones. Parece milagro que hayan viajado siempre juntos, sin separarse nunca.

»El virrey marqués De Croix sintió durante algún tiempo interés por los jarrones y ordenó que se realizaran algunas averiguaciones en España acerca de su procedencia, y fue tan bien servido que al cabo de un año ya se había averiguado la verdadera finalidad de los jarrones: pero, entretanto, el virrey, convencido de que los jarrones no tenían otro valor que el de la abundante plata de que estaban hechos, y ya se sabe la poca importancia que tiene la plata en Méjico, los regaló a su abuelo, señor Hidalgo, a fin de premiarle sus buenos servicios. A los pocos días de enviar los jarrones a California recibió el marqués De Croix un mensaje de España en el cual se le revelaba el misterio de los jarrones. Pero era ya demasiado tarde y, para colmo de males, la nave en la cual suponía De Croix que iban los dos jarrones se perdió en el golfo de California. La distancia entre el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles y Méjico era demasiado grande para que De Croix intentara una investigación personal acerca del definitivo destino de los jarrones. Nunca imaginó que el señor Hidalgo los hubiese recibido.

—¿Cómo averiguó todo esto? —preguntó don Rómulo.


Champagne Charlie
, a quien usted conoció bajo el nombre de Ben Shubrick, guardaba en su poder las copias de los documentos que encontró en Nuevo Méjico y que le sirvieron para seguir la débil pista de los jarrones del virrey. Es admirable lo pronto que dio con ellos, aunque también es de admirar la mala suerte que le persiguió a causa de esos jarrones.

El Coyote
se volvió hacia Peg.

—Tampoco a usted le han traído suerte.

—Ni a mí —dijo don Rómulo—. Será muy duro y difícil pedir perdón a mi hijo por haber dudado de que antes que hombre era un caballero.

—Uno de los placeres más grandes de un caballero está en poder hallar la oportunidad de demostrar, con una humillación personal, que su sangre no es la misma que corre por las venas de los que tienen mucho orgullo y pocos motivos para tenerlo. Su hijo le facilitará el camino. Ahora lo importante es decidir qué se hace con estas perlas. La ventaja de los ladrones estaba en que nadie hubiera denunciado la desaparición de estas perlas, ya que desde que fueron sacadas del mar casi no han visto la luz del día. ¿Para quién han de ser, don Rómulo?

—¿Qué quiere decir? —preguntó el viejo.

—Si los jarrones fueron de usted, las perlas también lo son.

—Lo fueron —rectificó don Rómulo Hidalgo—. Cuando los jarrones fueron regalados a mi familia, el marqués De Croix ignoraba que dentro de ellos hubiera una fortuna en perlas. Él sólo nos regaló los jarrones, y yo, al cabo de casi cien años, regalé los jarrones a don César de Echagüe. Por lo tanto, de él son las perlas. Yo no aceptaré ni una.

El Coyote
se acarició la barbilla.

—Bien; va a ser un poco difícil de resolver el problema de a quién pertenecen en realidad las perlas. Don César puede decir que él reclama los jarrones, pero que nunca hubiera aceptado un regalo tan valioso.

—¡Pues tendrá que aceptarlo! —tosió don Rómulo—. ¡Yo no quiero esas perlas!

—Perfectamente. Me las llevaré yo y a su debido tiempo veré de hallar una solución. Avise mañana por la mañana a don César de que tiene aquí los jarrones.

El Coyote
sacó unas bolsas de gamuza y vació dentro de ellas el contenido de las bases de los jarrones. Indudablemente, había ido ya prevenido para ello. Luego se volvió hacia don Rómulo.

—Queda ahora lo relativo a esa mujer. Moralmente es culpable de un delito de asesinato. Enciérrela en esta habitación hasta que don Teodomiro Mateos venga a detenerla. Yo le avisaré lo antes posible.

—¡Cobarde! —dijo, despectivamente, Peg—. ¿No le avergüenza emplear toda su fuerza contra una débil mujer?

—Las serpientes de cascabel son también muy débiles y nunca me ha avergonzado aplastarlas.

—¿Tampoco le avergüenza robar las perlas?

—No pienso robarlas, ni pienso decirle lo que voy a hacer con ellas. Adiós, señorita Marsh. La dejo en compañía de un hombre que sabrá impedir su huida, ¿verdad, don Rómulo?

—Para huir de aquí tendría que matarme —replicó el viejo.

—Espero que eso no suceda; pero le aconsejo que la encierre en esta habitación y evite permanecer con ella.

—Lo haré; porque si estuviese cerca no podría resistir la tentación de estrangularla con mis propias manos.

—Hasta la vista, señorita Marsh. Es muy posible que la pena que le impongan sea muy leve. Por eso he querido marcarla. Así sabrán que
El Coyote
la ha señalado y estarán prevenidos contra usted.

El Coyote
retrocedió hacia la puerta de la habitación, seguido por la mirada de Peg, que observaba atentamente el menor de sus detalles. Si algún día estaba en condiciones de luchar contra
El Coyote
quería poder identificarlo sin ninguna duda.

Cuando la puerta se cerró detrás del enmascarado, Peg se dio cuenta de que ya sabía lo que tenía que hacer. Cubrióse con las manos el rostro y comenzó a llorar. Difícilmente se habría encontrado en el mundo una mujer que tuviese las lágrimas más fáciles que ella. Esa facultad de llorar a conveniencia era un tesoro para Peg Marsh.

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