Read Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—No, no; muchas gracias —replicó el interpelado—. Nunca almuerzo tanto. Los norteamericanos sólo tomamos fuerte el desayuno y la cena. El almuerzo apenas tiene importancia.
—¿Ha conseguido algo de lo que le pedí?
Shubrick movió negativamente la cabeza.
—Nadie quiere vender tierras. Están esperando que la compañía de ferrocarril decida por dónde ha de tenderse definitivamente la vía. Todos temen vender ahora por cien lo que mañana puede valer mil.
—Lamento que no hayamos tenido suerte —dijo don César, levantándose y guiando a su invitado hasta el salón donde serían servidos el café y los licores—. ¿Qué piensa usted hacer ahora? —preguntó cuando se hubieron sentado.
—Aún no lo he decidido. Seguramente me iré. Temo haber llegado demasiado pronto a esta ciudad.
Mientras hablaba, Shubrick tenía la mirada fija en la repisa de la chimenea del salón.
—Hermosos jarrones —comentó—. Parecen muy antiguos.
Don César volvió la cabeza hacia la chimenea, donde, al pie de un gran espejo y sobre un paño de damasco rojo, se veían dos grandes piezas de plata.
—Deben de serlo —respondió—. Fueron traídos de España hace más de ciento cincuenta años.
Mientras hablaba fue hacia la chimenea, y acariciando uno de los jarrones, continuó:
—El virrey De Croix se los dio al abuelo de don Rómulo Hidalgo.
Don César vio, por medio del espejo, la intensa emoción que de pronto se había apoderado de Ben Shubrick. Éste luchaba en aquellos momentos por dominarla, sin darse cuenta de que don César era testigo de cuanto le ocurría.
—Don Rómulo Hidalgo me regaló uno de los jarrones cuando me casé por primera vez. Luego, al volverme a casar, me mandó el otro.
Al volverse de nuevo hacia Shubrick, Echagüe notó que su visitante parecía estar buscando la forma de decir algo o dudando entre si debía decirlo o no. Por fin fue hacia los jarrones y preguntó:
—¿Me permite verlos mejor?
—Desde luego. Pero le advierto que son muy pesados.
Shubrick alcanzó uno de los recipientes y lo examinó durante varios minutos; por fin lo volvió a dejar en la repisa de la chimenea, comentando:
—Son muy hermosos. Se advierte su procedencia española. Debieron de hacerse en el siglo XV para algún noble. El platero que los hizo era árabe o había estudiado en la escuela arábiga. Le envidio esa joya.
Estuvo a punto de expresar su deseo de adquirirlos; pero se contuvo, porque no era lógico que don César de Echagüe quisiera vender un regalo de boda, y una negativa no le reportaría ningún beneficio ni le aproximaría más a la meta anhelada. Era preferible no decir nada y planear la forma de hacerse con los jarrones, con o sin el consentimiento de su dueño.
—Seguramente me marcharé esta tarde en la diligencia —siguió—. Si alguna vez vuelvo a Los Ángeles le visitaré.
—Cuando usted quiera; por cierto que hace usted mal marchándose ahora, pues se perderá algo muy divertido. El viejo Hidalgo piensa casarse con una chiquilla de diecisiete o dieciocho años.
—¿De veras?
Don César sonrió al advertir el esfuerzo que Shubrick hacía para disimular su sobresalto ante la noticia de la boda de Rómulo Hidalgo con Patricia Mendell.
—Sí, sí —continuó don César, saliendo del salón—. Todos los habitantes de Los Ángeles deben estar hablando de ello. Se trata de uno de nuestros más jugosos escándalos. Un viejo de sesenta se casa con una joven de diecisiete. Parece que hubo algo entre esa joven y el hijo de don Rómulo. Justo se niega a reparar el mal que ha hecho y su padre le ha echado de casa. Esta mañana han leído las primeras amonestaciones en la iglesia de Nuestra Señora.
Si la visita que el ex jugador profesional había hecho a casa de don César tuvo por una parte una gran importancia, por otra había sido de graves consecuencias para la serenidad que tanto necesitaba Shubrick en aquellos momentos.
Como el borracho que se encuentra en lucha con los vapores alcohólicos que llenan su cerebro y que tan pronto cree ver las cosas tal cual son como las ve deformarse y adquirir perfiles fantásticos e irreales, Ben Shubrick permanecía ante don César, hablando sin saber lo que decía, oyendo murmullos ininteligibles y viendo siempre lo mismo: a Peg Marsh, con su carita de muñeca, su cuerpo de figulina y los labios entreabiertos en una burlona sonrisa.
Al fin se vio libre de la presencia de don César y pudo emprender el regreso a Los Ángeles.
Don César le vio marchar y entrando en su despacho redactó una rápida nota:
Sigue vigilando a Sh. Impídele que cometa ninguna locura. Insiste en la vigilancia de P.M.
Metió la carta en un sobre que selló con lacre azul y lo entregó a Matías Alberes, su criado mudo, encargándole:
—Entrégalo en seguida al señor Yesares. Procura llegar antes que el señor que acaba de marcharse.
Bastante antes de llegar al casco urbano de Los Ángeles, Ben Shubrick fue pasado por un jinete que iba a todo galope, pero en el cual, Ben Shubrick, el alegre
Champagne Charlie
de otros tiempos, apenas se fijó. Tenía el cerebro ocupado por el recuerdo de las palabras de don César. No dudaba de ellas. Estaba convencido de que Peg trataba de librarse de él. Ya no le necesitaba. Ya habían pasado los tiempos en que él era el más fuerte de los dos, el dueño de todas las ideas importantes, el que ganaba el dinero que necesitaban, ya fuese con los naipes, las estafas o el robo audaz.
Champagne Charlie
estaba acabado. Sólo el azar le había colocado sobre la pista de los jarrones del virrey De Croix. Y porque
Champagne Charlie
era el primero en reconocer sus defectos, había decidido que aquél fuese su último golpe. El botín valdría, por lo menos, un millón de dólares, si los cálculos no estaban enormemente equivocados. Con tanto dinero podría retirarse, construir un hogar para él y para Peg. Transformarse de tahúr y ladrón en todo un señor, no tanto por afán de serlo como por el reconocimiento de la imposibilidad de seguir como hasta entonces. Sus manos ya no podían sacar un as de la manga con la necesaria rapidez para que ninguna de las atentas miradas fijas en él lo advirtieran. Tampoco era ya capaz de entrar en una casa con el suficiente sigilo para que nadie advirtiera su presencia. Sus nervios le estaban venciendo. Y la culpa la tenía Peg.
Recordó cómo la había conocido. Era igual que ahora. Por lo menos físicamente. Moralmente había perdido mucho. Nueve años antes aún había cosas que su conciencia no le permitía hacer; pero en nueve años él había conseguido quitarle la conciencia y el alma. Ahora, una vez obtenido el triunfo, él era el primero en lamentar la total extirpación de todos los buenos sentimientos que en un tiempo se insinuaron en Peg Marsh.
La muchacha había iniciado un camino terrible cuando
Champagne Charlie
la vio entre un grupo de otras mujeres contratadas para animar una fiesta dada por él. De momento creyó que se trataba de una cliente del hotel que, equivocadamente, había entrado en aquel comedor. Buscó a la administradora de aquellas mujeres y casi no pudo creer que realmente aquella muchachita de virginal rostro fuese lo que era.
—Vale un tesoro —había dicho la mujer—. Si yo hubiera tenido su cara, sus ojos y su cuerpo me habría convertido en la dueña del mundo; pero las cabezas bonitas suelen ser las más yacías. Esa tonta no tiene la menor cantidad de cerebro. En un año se convertirá en una ruina, cuando en realidad podría haberse convertido en millonaria.
Champagne Charlie
retuvo durante aquella noche a Peg Marsh. Y al día siguiente se marchó con ella después de pagar a la dueña cuanto la chica le debía. Al principio pensó en utilizarla para sus fines. Cuando, en una partida de naipes, Peg se sentaba a la mesa, la atención de todos estaba más fija en Ja joven que en las manos de Charlie. Éste se valió de ella para conseguir sus más audaces éxitos y dar los más peligrosos golpes; la transformó en una verdadera sirena, le dio un cerebro y, como Pigmalión, acabó enamorándose de su obra. Al cabo de nueve años, Peg era la más fuerte de los dos. Como la hiedra, había robado la vida al árbol gracias al cual se había elevado.
En cuanto a
Champagne Charlie
, sus ojos estaban cerrados a la realidad. Mejor dicho, no quería verla, no quería reconocerla, se esforzaba en creer que el barro de que estaba hecho su ídolo era la más pura de las materias.
—¡Pero antes que perderla para siempre, la mataré!
Estaba firmemente dispuesto a hacerlo. Nada ni nadie le detendría. Después de matar a Peg se dispararía un tiro contra su corazón.
De pronto sonrió. Peg ignoraba dónde estaban los jarrones del virrey. Sólo él lo sabía. No sería difícil entrar en el rancho de don César de Echagüe. Y cuando tuviera los jarrones de De Croix, también tendría para siempre a Peg Marsh.
Sin embargo, ¿por qué había aceptado Peg que don Rómulo se casara con ella?
Sin duda debía de haber creído perdidos los jarrones y había decidido sacar de lo perdido todo el beneficio posible. ¿Quería ser dueña del rancho Hidalgo?
Por mucho que valiera aquel rancho, no podría valer para ella tanto como el seguir fiel a
Champagne Charlie
. Era posible que la hacienda valiese un millón, pero el heredero legítimo de la misma era Justo Hidalgo. Ella sólo podría obtener unos cien o doscientos mil dólares el día que don Rómulo muriese. Y entretanto debería enterrarse en aquel pueblucho, lejos de la alegría de las ciudades que tanto atraían a Peg. No, no podían ser ésos sus planes. Tenía que haber otros. ¿Cuáles?
Éste era el problema que atormentaba a
Champagne Charlie
cuando llegó a las primeras casas de Los Ángeles.
Casi en el mismo instante un campesino que aguardaba sentado en un portal echó a andar tras él, como si no le prestara la menor atención; pero ni uno solo de los movimientos de
Champagne Charlie
pasó, a partir de aquel momento, inadvertido para el «indiferente» campesino, que fue relevado más tarde por un ágil anciano, quien a su vez fue relevado, una hora después, por un joven jinete. Los tres hombres se turnaron en la tarea de vigilar a Ben Shubrick por cuenta del
Coyote
.
Mientras cruzaba por las calles principales, Patricia Mendell notaba, casi tangibles, la curiosidad de que la hacían centro los habitantes de Los Ángeles. Esto, si la satisfacía por una parte, la molestaba mucho por otra, ya que tenía que hacer algunas gestiones que deseaba pasaran inadvertidas para todo el mundo.
Lo malo de los pueblos era el que todos se conocían y las noticias corrían a una velocidad vertiginosa. Se sabía ya que Justo Hidalgo había abandonado su hogar y que don Rómulo había pedido que se hiciesen todos los preparativos para su boda con Patricia Mendell. Esto era un escándalo en la vida social del antiguo pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles, que en aquel aspecto vivía aún como en los tiempos del virreinato de Nueva España.
Dirigiéndose hacia el mercado, Patricia comenzó a buscar con la mirada a la chiquilla a quien había encargado de llevar su mensaje a
Champagne Charlie
. Pronto la vio jugando con otras pequeñas y la llamó con una seña a la cual respondió en seguida la niña, muy satisfecha de la importancia que le daba el poder hablar con una joven que estaba siendo la comidilla de todo Los Ángeles.
—¿Te acuerdas de la carta que te entregué? —preguntó Patricia.
La niña asintió con la cabeza.
—No la entregaste a quien te dije —reprendió Patricia—. Eso no está bien.
La chiquilla se turbó.
—Él me dijo que se la daría a aquel señor —dijo.
—¿Quién dijo que la entregaría? ¿A quién se la diste?
—A don Ricardo —contestó la niña.
—¿Qué don Ricardo?
—El dueño de la Posada del Rey Don Carlos.
—¿Y por qué no se la llevaste al señor de quien yo te hablé?
—Porque… porque las cartas siempre se le dan a don Ricardo.
—Bien…, entonces quizá aún no se la haya entregado —dijo Patricia—. Creí que la habías perdido y no querías decirlo. Toma medio peso para que te compres caramelos.
Patricia Mendell siguió su camino. Aún tenía mucho que hacer, pero en su cerebro quedó bien grabado el nombre del dueño de la Posada del Rey don Carlos. Si la carta sólo había pasado por sus manos y por las de
Champagne Charlie
podía sospecharse con mucho fundamento de quién había obtenido
El Coyote
el informe que le permitió llevar a Justo Hidalgo hasta el lugar donde ella debía entrevistarse con su cómplice.
Siguió recorriendo apresuradamente las calles en dirección al punto que se le había indicado para encontrar a Bill Foyle. No tardó en verse libre de la curiosidad de los habitantes de Los Ángeles. Así llegó ante la taberna Chiquilla Bonita. En una de las paredes se leía, en inglés y en español, esta noticia:
Se alquilan carruajes.
En aquellos tiempos de escasez de medios de comunicación, las tabernas eran los únicos lugares donde se podían contratar coches para viajar hasta algún punto cercano o alejado. Los cocheros o carreteros se reunían en las tabernas para aguardar, en la vecindad del vino o licores, la llegada de un cliente, en vez de hacerlo bajo el implacable sol que se cebaba en los caballos y en el color del vehículo que iba saltando en hojuelas, dejando al descubierto las sólidas maderas de las carrocerías.
Entrando en la taberna, Peg se dirigió al tabernero y preguntó con voz lo suficientemente alta para que pudieran oírla todos:
—¿Podría alquilar un coche?
—Desde luego, señorita —replicó el tabernero.
Peg lo miró atentamente y en voz baja preguntó:
—¿Conoce a Woods?
El tabernero no expresó ninguna emoción, limitándose a asentir con la cabeza a la vez que la miraba con mayor interés.
—¿No le habló de Peg Marsh? —preguntó ésta.
—¿Quién es Peg Marsh? —preguntó Bill Foyle.
—Yo.
—¿Y qué clase de coche necesita? —preguntó en voz alta el tabernero.
—Uno para ir al rancho de San Antonio.
—Deberá esperar un poco —respondió Foyle—. El coche que usted necesita tardará una media hora en llegar. Si quiere aguardar en la sala…
Peg Marsh hizo como si dudara. Bill Foyle explicó:
—Allí nadie la molestará. Es el sitio más indicado para que una señorita espere. Sígame.