Read Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
Peg Marsh quedó en la habitación. La mano de que había sido tan violentamente arrancado el Derringer, le dolía. Pero Peg no pensaba en aquel insignificante detalle. Sentóse lentamente en una silla. Le escocía la garganta a causa del humo de pólvora que aún flotaba en la estancia. Levantándose, fue hacia la ventana y dejó entrar el aire de la noche que, a la vez que traía perfume de flores silvestres, apagó la vacilante llamita de la vela. La joven no se molestó en volverla a encender. Sentóse otra vez y repasó mental y cuidadosamente las fuerzas de que disponía.
El Coyote
había estado en lo cierto al decir que
Champagne Charlie
no era ya lo que había sido.
—Tiene demasiado miedo de perderme y eso le está perdiendo a él —murmuró Peg—. Si pudiera dejarle lo haría encantada.
Pero
Champagne Charlie
era un hombre locamente enamorado, y los peores locos eran, según Peg Marsh, los locos enamorados.
«Sería capaz de matarme».
Si fallaba el negocio que les había llevado allí,
Champagne Charlie
sería un estorbo, es decir, una carga inútil.
—Bill Foyle, en el Chiquilla Bonita —murmuró Peg, recordando a alguien que le había dicho una vez que si necesitaba…
La Marsh se acarició las mejillas.
—Sí, Bill podría ser el hombre. Es un bestia; pero no hay quien le aventaje en según qué trabajos.
Pensó en
El Coyote
. Tal vez Bill Foyle no disparase tan bien; pero si se le daba la oportunidad de hacerlo a traición… Sí, le enviaría un aviso. Y luego… Respecto a lo que había buscado en vano, tal vez Justo Hidalgo le pudiera indicar dónde se encontraba. Justo estaba loco por ella. Sus encantos no habían fracasado en aquel hombre. Sólo en
El Coyote
; pero si todo salía como ella deseaba,
El Coyote
no sería peligroso durante mucho tiempo.
Ahora lo importante era encontrar lo que les había atraído hasta Los Ángeles. Una vez lo tuviera en su poder, Bill Foyle se encargaría también de quitar de en medio a Charlie.
Y una vez libre de
Champagne Charlie
y de Bill Foyle, a quien no sería difícil alejar, ella sería rica. Tan rica como el conde de Montecristo, si no mentía la carta encontrada por Charlie en Santa Fe.
Peg Marsh logró serenarse y dormir unas cinco o seis horas. En cuanto se levantó recorrió de nuevo toda la casa, sin encontrar tampoco lo que ya había buscado la noche antes. Varias veces fue interrogada acerca de si necesitaba algo; pero contestó siempre negativamente. No quería que los criados advirtieran su afán. Además, era imprescindible no dar un paso en falso, de consecuencias posiblemente fatales. Era mejor ir con tiento y esperar a averiguarlo por medio de Justo. Pero ¿cómo preguntárselo de una forma que pareciese lógica?
Su situación en la Hacienda Hidalgo era bastante anormal. Don Rómulo había hablado de que era una empleada, sin especificar si era sirviente, doncella o ama de llaves. Los criados le obedecían en todo, demostrando un gran respeto, que debía de tener su origen en las órdenes que antes de marcharse había dado don Rómulo.
Llamando a una vieja servidora decidió dar un primer paso que tal vez fuera más sencillo de lo que ella había imaginado.
—¿Sabe a qué hora volverán los señores? —preguntó.
—Don Rómulo aseguró que llegarían a tiempo del almuerzo, o sea a eso de mediodía —contestó la vieja.
—Entonces voy a cortar unos ramos de flores para adornar la casa. Mientras yo estoy en el jardín, usted tráigame todos los jarrones que hay en el rancho. Seguramente debe de saber dónde se encuentran, ¿verdad? Yo no quiero buscarlos porque lo desordenaría todo.
La vieja respondió afirmativamente y marchó en busca de los jarrones, en tanto que Peg cogía unas tijeras y un cesto de mimbres y corría a hacer acopio de flores de toda clase.
Media hora después, y conteniendo difícilmente su emoción, volvió a casa. Sobre una mesa del salón estaban reunidos todos los jarrones. Peg los examinó de una rápida ojeada y de nuevo sintió una profunda decepción. Entre los jarrones había unos de porcelana, otros de loza española, mejicanos, indios, europeos, de metal dorado, de cristal; pero no había dos iguales.
—¿Son todos los que hay? —preguntó con su fina vocecilla.
—Sí, señorita Patricia —contestó la vieja—. No quedan más.
—Entonces… he cortado demasiadas flores —murmuró Patricia—. Y es una lástima tenerlas que tirar. Creo recordar dos jarrones de plata. No sé si los he visto o si don Rómulo me habló de ellos. Tráigalos. Por una vez, también los utilizaremos.
La vieja movió negativamente la cabeza.
—No hay más jarrones —dijo.
—¿Es que no sabe dónde están?
—No, es que no hay más. El señor tenía dos hermosos jarrones, pero uno de ellos lo regaló hace varios años, y el otro hace unos días. Eran dos jarrones muy feos, pero de plata, muy pesados. Creo que habían venido de España.
—¿A quién dice que se los dio?
—No lo sé. Yo nunca pregunto nada al señor. No es prudente, señorita Patricia. A don Rómulo no le gusta que le pregunten nada.
Peg sintió un inmenso vacío en su cuerpo. ¡Todo había sido en vano! Los jarrones no estaban allí.
De mala gana colocó las flores en los otros recipientes, tiró las que sobraban y subió a arreglarse. Luego hizo preparar la jardinera de don Rómulo y marchó a Los Ángeles, prometiendo estar de regreso en seguida. En el mercado compró un poco de fruta y, buscando a una chiquilla de las que jugaban por allí, le entregó un papel escrito, preguntándole:
—¿Conoces la Posada del Rey don Carlos?
—Claro que la conozco —replicó despectivamente la chiquilla—. No hay nadie que no la conozca.
—Pues lleva allí esta nota y di que se la entreguen al señor Shubrick.
Repitió varias veces el nombre para que la niña lo recordase, y después de darle medio peso, le aseguró:
—El señor Shubrick te dará otro medio así que le entregues la carta. Corre.
La chiquilla salió disparada hacia la posada. Iba ya a entrar en el edificio cuando Yesares la detuvo de un brazo.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—Traigo una carta para el señor Chulic, que me dará medio peso.
Yesares saco un peso y lo entregó a la niña.
—Toma, de su parte. Ahora dame la carta.
—Usted no es el señor Chulic —protestó la chiquilla en cuanto tuvo el peso guardado—. Usted es don Ricardo.
—Claro; pero yo le entregaré la carta al señor Shubrick…
—Eso es —dijo la chiquilla—. El señor Chublic. Qué nombre tan raro, ¿verdad?
—Mucho. Dame la carta y vuelve a jugar.
La niña entregó lo que le pedían y se fue a gastar alegremente sus beneficios de aquella mañana. Yesares entró en su despacho y leyó el contenido del papel. Luego lo copió y, llamando a uno de sus camareros, le entregó la copia metida en un sobre sellado, encargándole:
—Lleva esta carta al Rancho de San Antonio. Entrégala a don César en propia mano.
En seguida subió a la habitación de Benjamín Franklin Shubrick y le entregó la nota de Peg Marsh, diciendo:
—La acaba de traer una niña. Dijo que usted debía darle medio peso. Le he dado uno. Tal vez haya hecho mal.
Benjamín Franklin Shubrick o, si se prefiere,
Champagne Charlie
, desdobló el papel y leyó:
Esta noche, a las doce, en el jardín de donde tú sabes. P.M.
—Gracias —dijo—. Cargue el peso en mi cuenta. No era nada importante.
Pero al quedar solo, Ben Shubrick desmintió su indiferencia y acusó una gran emoción. Había estado esperando noticias y temiendo que Peg huyera con el botín. Ya no confiaba en ella. Presentía que no podía darle a aquella mujer mucho más de lo que ya le había dado, y el sentimiento de su propia inferioridad le tenía fuera de sí.
«Antes de verla irse con otro, la mataré —pensó—. No podría vivir sin ella».
Rasgó la nota en menudos fragmentos y contó las horas que faltaban hasta las doce de la noche.
*****
Justo Hidalgo había estado vacilando acerca de si debía o no decir a su padre la calidad de sus sentimientos hacia Patricia Mendell. Don Rómulo había decidido que él se casara con Dolores Pabón y seguramente no le agradaría que sus planes se viesen alterados.
Por eso el joven no dijo nada durante las horas que pasaron en San Pedro ni durante el viaje de ida ni el de vuelta. Por su parte, don Rómulo se mostró extrañamente reservado y apenas habló.
Cuando regresaron, Patricia les aguardaba en la puerta. Demostró una deliciosa alegría, que Justo supuso ocasionada por su regreso. Intentó varias veces encontrarla a solas, pero la joven le evitaba, dedicando todas sus respetuosas atenciones a don Rómulo. Éste declaró, al entrar en el salón y verlo tan adornado de flores:
—Nunca creí que las flores de nuestro jardín luciesen tan bien dentro de la casa.
—Si hubiese tenido más recipientes lo habría arreglado mejor —dijo Patricia—. Una de las criadas me dijo que en algún sitio de la casa deben de encontrarse dos jarrones de plata muy grandes. No los hemos podido encontrar.
—¿Dos jarrones de plata? —repitió don Rómulo—. ¡Ah, sí! Son del virrey De Croix. No, ya no los tengo. Regalé uno de ellos a don César cuando se casó con Leonor de Acevedo, y el otro a raíz de su nuevo matrimonio. Eran muy feos. Sólo valían por la plata de que estaban hechos.
Peg Marsh contuvo el aliento. ¡Qué sencillo había sido! Pero ahora faltaba dar con los jarrones. No sería fácil entrar en casa de don César de Echagüe, a menos… Sí, sería fácil; pero requeriría tiempo. Mucho más del que había pensado invertir. ¡Tan sencillo que sería para don Rómulo e incluso para Justo el entrar en aquel rancho! En cambio, a ella se le cerrarían todas las puertas. Si pudiera permanecer diez minutos junto a los jarrones…
No servía de nada hacer planes. Tenía que abandonar los que hicieran ella y
Champagne Charlie
. Era preciso empezar de nuevo.
—La novia de Justo Hidalgo tendrá libre entrada en el Rancho de San Antonio —decidió.
*****
Justo se paseaba nerviosamente por su cuarto. Era preciso tomar una decisión. Hablaría con su padre. Si el viejo se negaba a atender sus razones, él rompería con todo. De su madre había heredado unos miles de pesos, que guardaba en el banco. Con aquel dinero tendrían suficiente para pasar los primeros tiempos. Luego, con lo que obtuviera de las tierras que también le correspondían como herencia de su madre, podría dar a Patricia un vivir desahogado.
Por dos veces habíase deslizado hasta la habitación de la joven, pero siempre encontró la puerta cerrada y nadie respondió a sus suaves llamadas. No se atrevía a hacer más ruido porque su padre dormía cerca y tenía el sueño demasiado ligero.
Una vez más salió de su dormitorio para ir a hablar a solas con Patricia. Cruzó silenciosamente el pasillo y avanzó pegado a la pared, guiándose por la luz de la luna que se reflejaba hasta allí. Empujó la puerta del cuarto de su amada y la encontró, como antes, cerrada con llave. Miró por la cerradura y no divisó luz alguna. Levemente, como si temiera romperla, llamó a la puerta. Una vez, otra. Nadie contestó. Al otro lado de la barrera de madera no se oía el menor rumor. Ni respiración alguna.
«Parece que esté vacío», pensó Justo, emprendiendo, de mala gana, el regreso a su aposento.
Entró de espaldas, mirando a derecha e izquierda, por si alguien llegaba por el pasillo. Luego cerró con lenta suavidad y se volvió.
El asombro le clavó en el suelo al ver al hombre que aguardaba sentado en el borde de una mesa.
—Hola, Justo —saludó el desconocido.
El joven tardó varios segundos en comprender quién era el enmascarado que estaba ante él. Por fin pudo pronunciar su nombre:
—¡
EI Coyote
!
—No nos habíamos visto nunca, ¿verdad?
—No…, no. Nunca.
—¿Quieres acompañarme a dar un paseo por el jardín?
—¿Es una orden?
—Casi lo es, pero falta el casi. Me interesa que veas algo.
—¿Qué debo ver?
—Eso lo sabrás cuando lo estés viendo. Prométeme no decir nada mientras todo ocurra.
—Pero ¿por qué he de acompañarle?
—Vamos. Vas a llevarte una decepción; pero a tu edad las decepciones y los desengaños son fáciles de remediar y de sobrellevar.
Justo quiso decir algo más, poner algún otro reparo; mas
El Coyote
se estaba dirigiendo ya hacia la puerta y el joven le siguió lleno de inquieta curiosidad. Bajaron por la escalera hacia el vestíbulo, y por una puerta abierta salieron al jardín. La luz de la luna daba a la noche una falsa apariencia de día. Aunque todo estaba bañado por una suave claridad, ésta acentuaba las sombras y era imposible ver si lo que estaba a diez metros era un arbusto o un ser humano.
Peg Marsh dirigióse hacia el punto donde había convenido encontrarse con
Champagne Charlie
antes de ir al rancho de don Rómulo. Cuando llegó debajo del agudo ciprés que se elevaba cual lanza verde oscura hacia el cielo, vio destacarse de la sombra del tronco otra sombra que se transformó en el hombre a quien en Los Ángeles se conocía por Ben Shubrick.
—¡Amor mío! —exclamó con ahogada voz, estrechando contra su pecho a la joven. Luego, cuando pudo seguir hablando, agregó—: ¡Es horrible vivir así! ¡Tantos días lejos de tu lado!
Peg acarició con sus finas manos el rostro del hombre que la tenía enlazada por el talle.
—Hemos fracasado —murmuró.
—¿Qué quieres decir? —preguntó en voz baja Charlie, soltándola.
—Los jarrones del virrey no están en el rancho.
—¿Cómo? Pero si en aquel documento se decía que habían sido regalados a los Hidalgo…
—Sí; pero don Rómulo los regaló, a su vez, hace años.
—¿A quién? —preguntó, siempre en voz tan baja que era imposible oírla a más de un metro de distancia.
Peg encogióse de hombros.
—No lo sé. Ayer noche y esta mañana las he dedicado por entero a buscarlos. Al fin una criada muy vieja me explicó que los jarrones del virrey fueron cedidos a otro hace años. Don Rómulo me confirmó más tarde ese hecho, aunque sin decirme a quién se los dio.
—Tenemos que dar con ellos, Peg —dijo en voz más alta Charlie—. Hay oculta una fortuna fabulosa. Tal vez un millón de dólares.