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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (9 page)

Los clientes de Bill Foyle vieron cómo éste guiaba a la joven hacia el fondo del establecimiento.

Cuando estuvieron en una sala amueblada con más gusto del que podía esperarse, Bill volvióse hacia la joven.

—¿Usted es Peg Marsh? —preguntó.

—¿No le habló Woods de mí?

—Sí. Me dijo que llegaría usted a Los Ángeles y que seguramente me proporcionaría un negocio ventajoso.

—¿Le parece ventajoso ganar cien mil dólares?

—Sí y no.

—¿Qué quiere decir?

—Me interesa ganar cien mil dólares; pero no me interesa ganarlos si he de exponer demasiado. ¿Qué he de hacer?

—Matar a un hombre.

—Eso se puede hacer por mucho menos.

—Ya lo sé; pero si ese hombre no muere no podré ganar lo suficiente para pagarle los cien mil dólares.

—¿Ha tropezado acaso con
El Coyote
? —preguntó con suspicacia Foyle.

—¿Quién es
El Coyote
? —preguntó con fingido asombro Peg.

—¿No ha oído hablar de él?

—He oído mencionar su nombre; pero ignoro de quién se trata. ¿Es un hombre?

—Sí; pero es uno de los peores que existen. Si ha tropezado con él no quiero saber nada de los cien mil dólares.

—No; no se trata de ese
Coyote
. La pieza que se ha de matar es mucho menos importante. Se trata de
Champagne Charlie
.

—¿Por qué quiere matarle?

—Porque me estorba. Porque mientras él viva no podré darle cien mil pesos a usted.

—Si sólo se trata de
Champagne Charlie
creo que no habrá dificultades. Dígame qué debe hacerse.

En media hora, Peg Marsh tuvo tiempo sobrado para exponer su plan. Transcurrido ese tiempo salió de la sala y Bill Foyle la acompañó hasta el coche que debía conducirla al rancho de San Antonio.

*****

Don César y su hijo habían salido a recorrer a caballo la hacienda. Fue, pues, Guadalupe quien recibió a Patricia Mendell sin molestarse en disimular el disgusto que le producía la presencia de la mujer cuyo nombre estaba en todos los labios femeninos de Los Ángeles.

La invitó a pasar al salón y sentóse frente a ella, poniendo en su rostro toda la frialdad que le fue posible reunir.

—Ya supongo que no me juzga usted bien, señora —dijo Patricia con su más armoniosa vocecilla—. Sin embargo, ¡si usted supiese lo que he sufrido!

—Recuerde que estaba presente cuando explicó usted su historia —dijo Lupe.

—Pues una vez más he sido víctima de la fatalidad que me hizo hermosa.

Guadalupe hubiese replicado de buen grado que ella no la consideraba tan atractiva como la encontraban los hombres. Como esto no podía decirlo optó por callar.

Peg Marsh paseó su mirada por la estancia. Parecía perdida en un mar de inquietudes y confusiones. Cuando sus ojos tropezaron con la visión de los dos jarrones colocados al pie del espejo, su expresión no se alteró lo más mínimo. Esperaba hallarlos en algún lugar y ni la agudeza de don César hubiese podido captar el levísimo parpadeo que fue toda la emoción revelada al descubrirlos tan pronto.

—Cuando usted me vio por primera vez comprendí que me compadecía —siguió Peg, como si no hubiese notado la hostilidad de Lupe—. Por eso he venido. ¡Estoy necesitada de un apoyo moral! Usted es una mujer y puede comprenderme. Llegué aquí en mi vana búsqueda de un refugio tranquilo…, pero no necesito decirle nada. Una vez más he sido juguete de un hombre y, ahora, porque otro hombre trata de reparar la ofensa que su hijo me infirió, todos me miran como a una enemiga.

Guadalupe habría dejado de ser mujer si lo más fuerte en ella no hubiese sido la curiosidad. Ésta la dominaba de tal forma que, por calmarla, no vaciló en humanizarse un poco. ¿Qué había ocurrido en el rancho Hidalgo para que se tomaran tan graves resoluciones? Con una leve sonrisa declaró:

—Las mujeres hemos nacido para ser víctimas de los hombres.

Esta opinión habría sorprendido a cualquier hombre que la hubiese escuchado; pero la otra mujer debió de encontrarla muy acertada, pues se apresuró a replicar:

—¡Oh, sí! El hijo de don Rómulo creyó que yo era de otra manera de como había dicho y…

Patricia Mendell miraba a todas partes menos a Lupe. Sin duda estaba tan avergonzada que no se atrevía a hacer frente a los limpios ojos de la dueña del rancho. Por esto su vista iba de una ventana a otra, a las puertas, al balcón que daba a la terraza. Si no hubiese demostrado tanto rubor, cualquiera hubiese podido creer que estaba calculando cómo se podría entrar o salir de aquella estancia sin utilizar los caminos más directos.

—Es raro que Justo se haya portado así —dijo Lupe—. Siempre me pareció muy decente y respetuoso.

—Anoche fue a mi habitación, quiso obtener de mí algo que yo no podía darle y luego, cuando su padre lo descubrió y quiso obligarle a que se casara conmigo, él no quiso.

—¿Y por eso don Rómulo se quiere unir a usted? —preguntó Lupe.

—Sí. Dice que la ofensa que ha causado un Hidalgo debe ser pagada por un Hidalgo.

—Sin embargo, ese matrimonio entre un viejecito de sesenta años y una jovencita…

—Yo anhelo la paz y al fin la he encontrado. Seré para don Rómulo una hija y un apoyo de su vejez.

Lupe volvió a perder la poca simpatía que había sentido, por un momento, hacia Patricia Mendell. Suponiendo que en lugar de dieciocho años tuviera, como ella sospechaba, veintitrés o veinticinco, no era lógico que una mujer se conformara con ser la hija de su marido. Allí había algo turbio. Lo que buscaba aquella intrigante era dinero. Y cuando una se casa por dinero, lo más prudente es hacerlo con un viejo que deje pronto de ser un estorbo.

—Hace usted muy bien —dijo secamente—. Don Rómulo será un padre excelente. Y ahora, si me lo permite, iré a atender los preparativos de la cena.

Patricia Mendell se levantó.

—No quiero molestarla más —dijo—. Espero que seremos buenas amigas y que me apoyará si alguna vez la necesito.

—Haré lo posible. —Y con una sonrisa, agregó—: Nunca esperé tener que hacer un obsequio de boda a don Rómulo. Hace unos días me regaló uno de esos dos jarrones que están sobre la chimenea.

Patricia los miró como si hasta entonces no se hubiera fijado en ellos.

—Son bonitos —comentó como por compromiso.

—Su principal valor es histórico —explicó Lupe—. Creo que pertenecieron a un virrey de Nueva España. He tenido mucho gusto en recibirla, señorita Mendell. Espero que repetirá sus visitas. Mi esposo lamentará no haber estado presente para ofrecerle sus respetos.

Pero en lo que menos pensaba Guadalupe era en explicarle a su marido que Patricia había estado en el rancho. Tenía bastante confianza en la fidelidad de su marido; pero opinaba que si la mejor forma de probar la solidez de un vaso consiste en tirarlo contra el suelo, la prudencia aconseja no hacerlo, pues vale más un vaso entero y de dudosa solidez que un vaso roto, que ya ha probado lo que no puede resistir.

Durante la cena de aquella noche se evitó hablar del escándalo del día. El hijo de don César estaba presente y sus oídos eran demasiado tiernos aún para herirlos con la narración de los chismes locales.

Capítulo XI: El tesoro de los jarrones

Champagne Charlie
estaba seguro de haber tomado muy bien sus medidas para conseguir lo que había motivado su viaje a Los Ángeles. Sabía dónde estaba el tesoro que buscaba y sabía también cómo hacerse con él. Para evitar sospechas había abandonado la ciudad a últimas horas de la tarde, emprendiendo a caballo el camino de San Francisco, después de haber fingido que no había podido alcanzar la diligencia.

Ricardo Yesares cobró su cuenta y le despidió cordialmente. Luego tomó una decisión muy equivocada. Ordenó que sólo se siguiera al viajero hasta un par de leguas más allá de Los Ángeles.

Champagne Charlie
no se había dado cuenta de que durante unos días todos sus pasos fueron seguidos. Cuando estuvo a bastante distancia de Los Ángeles se apeó de su caballo y oteó el camino. No vio a nadie y seguro de que nadie le podía ver a él, como así ocurría, adentróse en el bosque, ató su montura a un árbol y esperó a que oscureciera.

Cuando la luna comenzó a salir, Charlie emprendió el regreso a Los Ángeles, evitando pasar por la ciudad y dirigiéndose hacia el rancho de don César de Echagüe. La noche era de una infinita calma. Sólo se oían, de tarde en tarde, los irritantes gritos de las aves nocturnas y de algunos insectos a quienes el intenso calor del día mantenía adormecidos y que al llegar la noche despertaban con infinitos deseos de dejar oír sus voces.

Dejando su caballo cerca del muro que rodeaba el rancho de San Antonio,
Champagne Charlie
lo salvó ágilmente, yendo a caer al otro lado. En cuanto estuvo dentro de la hacienda empuñó un revólver de cañón acortado y avanzó cautelosamente, siguiendo los caminillos trazados entre los cultivos.

Guiándose por la blancura de la casa, acentuada por el reflejo de la luna sobre sus muros,
Champagne Charlie
llegó al jardín del rancho. A lo lejos se oía ladrar a los perros, que sin duda estaban atados. Era una suerte que no los hubieran dejado sueltos. Así se evitaba el tener que utilizar su cuchillo en otro menester que el de forzar alguna puerta.

Un par de veces le pareció oír pasos a sus espaldas; pero supuso que debía tratarse del eco de sus mismas pisadas, porque no vio nada, a pesar de que volvióse repetidas veces.

Siguió avanzando a través del jardín y alcanzó la casa, que parecía adoptar forma y alma casi humanas. No era la primera vez que entraba en una casa ajena; pero jamás había ido en busca de un premio tan elevado.

La luz de la luna recortaba su figura sobre el blanco fondo del muro junto al cual avanzaba. De cuando en cuando su cuerpo disolvíase dentro de la sombra proyectada por algún árbol, resurgiendo un momento después de nuevo contra el muro blanco.

Para los dos pares de ojos que le observaban desde la trinchera de unos arbustos floridos, cada reaparición era como una resurrección.

Por fin llegó a la frágil barrera de una puerta de cristales contra la cual se proyectaba, tamizada por el follaje, la luz de la luna. Arrodillándose ante aquella puerta,
Champagne Charlie
sacó el cuchillo y hurgó un momento en la cerradura, por entre las dos hojas de la puerta. Se oyó un chasquido metálico y quedó abierta la barrera que cerraba el camino hacia la gran chimenea del salón, coronada por el espejo a cuyo pie montaban guardia los dos jarrones del virrey De Croix.

Champagne Charlie
sintió una profunda emoción. Antes que él, muchos hombres persiguieron aquellos jarrones por las tierras de España, las aguas del Atlántico, las llanuras y cumbres mejicanas y luego por las turbulentas olas del Pacífico, donde se había perdido el rastro que él había encontrado al fin.

A la luz del día aquellos jarrones resultaban casi ridículos, especialmente para quien no conocía su verdad; pero en aquellos momentos, captando en su superficie trabajada por las manos de viejos plateros mozárabes, parecían dos fieros ídolos paganos de los que tienen el mágico poder de matar a quienes se acercan a ellos.

Los jarrones habían nacido en los revueltos tiempos que precedieron al nacimiento de España como una gran nación universal. El poseerlos era un peligro. Sus respectivos dueños murieron violentamente. Un pirata argelino los arrancó de un palacio saqueado por su gente. Dos días después era apresado por una nave aragonesa y moría ahorcado, sin imaginar la cuantía del botín conquistado. Al fin los jarrones habían llegado a América. Uno de los piratas que intervinieron en el saqueo de Panamá se los llevó en su nave. Un galeón español le dio caza, lo capturó y todos los piratas sufrieron la misma suerte que habían hecho sufrir a sus víctimas. Y los jarrones fueron a parar a Nueva España. Llegaron a poder del virrey De Croix quien los había regalado a la familia Hidalgo sin adivinar su verdadero valor. La nave que debió haberlos conducido hasta San Pedro hundióse y cuando De Croix supo la verdad creyó que era ya demasiado tarde. No imaginó que los jarrones habían sido embarcados en otra nave que llegó sin daño alguno a su destino.

Champagne Charlie
cogió uno de los jarrones. Era muy pesado. Casi unos diez kilos. Cuidadosamente lo depositó en el suelo y sacando de un bolsillo el fuerte saco de lona que había llevado con aquel objeto, metió en él uno de los jarrones y luego el otro.

De pronto volvióse como una centella, amartillando su revólver, con los ojos desorbitados por el terror. Todas las sombras que llenaban la amplia sala cobraron fantástica vida, agitándose como si fueran de carne y hueso. No era más que el viento agitando los árboles y desplazando la claridad de la luna. Sin embargo,
Champagne Charlie
sintió persistir la impresión de que desde alguna parte de la sala alguien le estaba observando. Aguardó unos instantes. Le faltaba valor para ir a convencerse por sí mismo de si las imaginaciones de su cerebro tenían forma corpórea. Al fin, no oyendo ningún ruido, volvió a su trabajo, ató la boca del saco y lo cargó sobre el hombro, dirigiéndose con toda la rapidez compatible con el silencio hacia la puerta que daba a la terraza. Mientras recorrió la breve distancia tuvo siempre la impresión de que unos ojos le miraban, y por ello amartilló el revólver antes de salir a la terraza.

Pero el ataque que esperaba por la espalda le llegó lateralmente. Vio un destello de luna prendido en una hoja de acero y no tuvo tiempo de evitar el golpe del arma. Sólo pudo apretar el gatillo de su revólver en el mismo instante en que sentía un golpe en el cuello y todo se nublaba ante sus ojos.

El rostro de Peg Marsh apareció un instante; pero
Champagne Charlie
ya no pudo saber si aquel rostro lo habían visto sus ojos o su cerebro, porque en el momento en que su cuerpo chocó con las losas de la terraza la vida había huido ya de él.

También había huido del cuerpo de Bill Foyle, atravesado de parte a parte por una bala que en el trayecto destrozó el corazón del hombre que había acompañado a Peg Marsh hasta el rancho de San Antonio, para pagar con la muerte el trabajo que
Champagne Charlie
iba a realizar en beneficio final de Peg.

Ésta miró indiferente los dos cadáveres. Las cosas se habían resuelto mucho mejor de lo que ella había esperado. En unos segundos se había visto libre de Charlie y de Foyle, a quien ya no tendría que pagar por el trabajo realizado.

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